El reciente golpe
de Estado llevado a cabo por el régimen chavista en Venezuela constituye un
reto para los gobiernos democráticos de América Latina. Si se permite que
impunemente se vulnere el orden constitucional en un país de la región se
establece un peligroso precedente que abre las puertas a la aparición de otros
gobiernos de facto.
No hay
que llamarse a engaño, la supresión de la Asamblea Nacional de Venezuela bajo
el subterfugio de una sentencia del Tribunal Supremo de Justicia no es otra
cosa que el paso final de un golpe de Estado que comenzó a gestarse en
diciembre de 2015 cuando el chavismo resultó derrotado en las elecciones
legislativas.
Amparándose
en el Tribunal Supremo de Justicia, el presidente Nicolás Maduro y el chavismo
han abandonado la mascarada democrática dejando ver claramente lo que siempre
han sido: una dictadura populista y personalista similar a la que desde 1959
oprime al pueblo cubano.
No
debemos engañarnos en la Venezuela bolivariana no gobierna el “socialismo del
siglo XXI” o el inefable presidente Maduro. El verdadero poder en Venezuela
está en manos de los altos mandos de las Fuerzas Armadas que mantienen a un régimen
corrupto y delirante que ha destruido la economía venezolana y hambreado a su
pueblo poniéndolo en un nivel de tragedia humanitaria.
Los
militares venezolanos permiten los atroces desaguisados del chavismo porqué se
benefician del clima generalizado de corrupción e impunidad que les permite
continuar con sus cada vez más inocultables actividades de narcotráfico.
Tanto
las principales figuras del régimen bolivariano como los altos mandos militares
saben que permitir elecciones libres implica perder el poder y posiblemente
terminar sus días en la cárcel. Frente a esa alternativa los riesgos del golpe
de Estado, el establecimiento de una dictadura total y el repudio y aislamiento
internacional son peligros menores.
¿Qué
pueden hacer los gobiernos democráticos de la región frente al hecho consumado
de una dictadura en Venezuela? Las alternativas son tres. La primera es no
hacer nada, limitarse a expresar preocupación y seguir simulando que nada ha
pasado y que Venezuela continúa siendo una democracia, con algunos problemas de
derechos humanos, pero democracia aún. En el otro extremo se sitúa la
posibilidad de una intervención militar internacional para restaurar la
democracia. Esa alternativa no goza de consenso entre los países americanos,
además requeriría de la decisiva participación de Washington, uno país con
medios militares para garantizar el éxito de esta iniciativa. La Administración
Trump, aunque no simpatiza con el chavismo, tiene demasiados compromisos
internacionales como para encarar una acción decisiva en el continente
americano. Especialmente, porque una acción militar contra Venezuela
despertaría, sin lugar a dudas, la firme oposición de Cuba, Rusia, China e
incluso Irán, sólidos aliados internacionales del régimen de Caracas.
La
tercera alternativa está más alcance de las potencialidades de los gobiernos
latinoamericanos. Consiste en la imposición de sanciones económicas y el
aislamiento diplomático de Venezuela. Lamentablemente, este curso de acción ha
demostrado su fracaso cuando se lo aplicó contra Cuba.
No
obstante, los países latinoamericanos deben encontrar una estrategia adecuada
para no ser cómplices silenciosos del establecimiento de otra dictadura en el
continente que servirá de aliento al golpismo en la región.
Frente
a este panorama, posiblemente triunfe la idea de imponer algún tipo de
sanciones al régimen bolivariano. Algunos países parecen haber tomado ya ese
rumbo. Perú retiró en forma permanente a su embajador, Colombia llamó “en
consulta” al suyo y los países del Mercosur se reúnen de emergencia para
consensuar una política común.
Seguramente,
Venezuela no podrá evitar algún tipo de consecuencias diplomáticas adversas por
llevar a cabo un golpe de Estado. Al menos por un tiempo…
Estas
sanciones sólo servirán para que el régimen se radicalice aún más y descargue
toda su intolerancia e impotencia sobre la oposición interna. También el
chavismo se hará aún más dependiente de sus pocos aliados internacionales.
También
es posible que Maduro, siguiendo el ejemplo de lo realizado por los hermanos
Castro en las décadas de los años sesenta y setenta, comience a financiar y
apoyar políticamente a todo grupo afín ideológicamente que hostigue a los gobiernos
latinoamericanos que más lo censuren.
Esto
es precisamente lo que ocurre en Argentina, donde el régimen de Maduro alienta
y financia el activismo kirchnerista que hostiga al gobierno de Mauricio Macri.
Desde
sus tiempos como Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Macri mantiene
fuertes vínculos con sectores de la oposición venezolana, en especial con
Lilian Tintori, y ha reclamado reiteradamente la liberación de los presos
políticos de ese país.
Esto
ha llevado a que Maduro lo convirtiera en centro de su ira y no ahorrara
descalificaciones e insultos para referirse al mandatario argentino.
Como
Macri recibe a Tintori y reclama por la democracia en Venezuela, Maduro hace lo
propio con el kirchnerismo y demanda la liberación de dirigente indigenista
Milagro Sala presa por intimidación pública y malversación de fondos públicos.
En
consecuencia, es de esperar que los hombres del SEBIN, el servicio de
inteligencia bolivariano, estén más activos que nunca multiplicando sus
contactos con legisladores, políticos, periodistas y organizaciones de
activistas que le son afines en toda la región.
En
esta tarea seguramente contarán con la asistencia y respaldo de la red de
agentes de influencia al servicio de países como Cuba, Irán y probablemente
Rusia.
Por lo
tanto, lo que sucede en Venezuela no sólo afecta a los venezolanos, sino que
constituye una grave amenaza para la gobernabilidad en América Latina.
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