Hace ciento ochenta años, el 17 de
julio de 1843, nacía el general Julio A. Roca, el mejor presidente argentino y
el hombre que sentó la bases para la Argentina moderna en tiempos del auge
liberal y de la división internacional del trabajo.
Roca y el roquismo
El general Julio Argentino Roca era un caudillo
pragmático, un hábil político dos veces presidente de la Nación, un liberal
modernizador e inteligente y un conocedor sagaz de las debilidades ajenas.
En 1884, la revista humorística “Don Quijote”, editada por el periodista español
Eduardo Sojo, inauguró la costumbre de bautizar a los políticos con apodos
zoológicos. Desde entonces Roca fue “el zorro” y
pronto la gente se acostumbró a llamarlo de ese modo.[1] Pocas veces un mote fue más certero. En la
política argentina Roca habría de ser zorro y león a un tiempo, como Maquiavelo
aconsejaba a los gobernantes.
Decía el genial florentino en el Capítulo XVIII de su
obra “El Príncipe”: “Debéis por lo tanto comprender
que hay dos modos de defenderse: por la ley y por la fuerza. El primero es el
que conviene a los hombres, el segundo corresponde a los animales; pero como a
menudo el primero no basta, es preciso recurrir al segundo. Esto es lo que con
palabras veladas enseñan los antiguos autores a los príncipes cuando les
cuentan como Aquiles y otros príncipes fueron confiados en su niñez al centauro
Quirón para que los criara y educara bajo su custodia. El hecho de darles un
preceptor medio hombre, medio bestia significa que un príncipe tiene necesidad
de saber usar ambas naturalezas, ya que la una no podría durar si no la
acompañara la otra. Dado que un príncipe se ve obligado a obrar competentemente
según la naturaleza de las bestias, debe imitar los procedimientos del león y
del zorro juntos, porque el primero solo no basta, ya que éste no sabe
defenderse de las trampas, y el segundo tampoco, pues no sabe defenderse del
lobo. Es necesario, pues, ser zorro para conocer las trampas, y león para
espantar a los lobos. Los que sólo toman como ejemplo al león no saben cuidar
bien sus intereses…”[2]
Veamos tan sólo dos referencias de como Roca entendía
que debía ser el comportamiento de un líder político. En septiembre de 1872,
escribía a su concuñado Miguel Juárez Celman: “Usted tiene que hacerse más
reservado si quiere que no nos den de repente un pesado chasco. Le recomiendo
reserva hasta con los amigos más íntimos.” Y a fines de 1880
insistía, con cierta erudición:“No olvide el consejo del
cardenal Richelieu: Hablar poco, escuchar mucho, fingir interés en la necesidad
de los otros, sin dejar por eso de hacerse temer.”[3]
Retomando el análisis del roquismo, comenzaremos por
consignar que las bases del régimen fueron consolidadas a partir de los
caracteres psicológicos y de las aptitudes personales del presidente. Al hacer
referencia a éstas últimas, sus contemporáneos perciben las más diversas
facetas. Alberdi -por ejemplo- quedará prendado de su estampa de “archiduque austriaco”, en tanto que Sarmiento ve tan
sólo a un “barbilindo”. No obstante, el
sanjuanino no dudará en apelar a Roca para terminar con las últimas rebeldías
de los caudillos provinciales. Más perceptivo, Nicolás Avellaneda
sentenció: “He conocido a un oficial Roca que con una
zorrería tucumana dará mucho que hablar a la República”.
Con breves y certeras palabras, Armando Braun Menéndez
traza el siguiente retrato de Roca: “Mediano de estatura y delgado,
alta la frente, la barba rubia y cuidada, los ojos claros, algo salientes, de
un mirar que podía ser acogedor, como irónico o despreciativo, siempre
pulcro el uniforme de corte elegante, los modales suaves, a veces distantes,
la conversación inteligente, intercalada de silencios en que naufragaban los
postulantes y los adulones; Roca, indudablemente, tenía personalidad”[4].
“Tras brillante carrera militar, -nos dice Isidoro J. Ruiz Moreno- el general Julio A. Roca fue el político que presidió el paso de
Argentina a la modernidad. Quien había vivido alumbrándose con velas o faroles,
comunicándose por medio de chasquis o diligencias, y avanzando al paso de
caballos con igual velocidad que en la Edad Media, pudo disfrutar de la
electricidad, del automóvil, del teléfono[5], del tren. Esto no fue una evolución natural, sino el
producto consciente de él y de sus colaboradores, de la “generación del 80” a
que perteneció y lo rodeo.”[6]
Julio A. Roca como Juan D. Perón fueron presidentes
argentinos que parecieron tener dos vidas muy distintas. En la primera de ellas
fueron militares y en la segunda, una vez culminada la primera, ser dirigentes
políticos y presidentes de la Nación.
Si bien hay algunas diferencias. En tanto Juan D.
Perón fue un militar de tiempos de paz. Nunca mando tropas en el campo de
batalla, tampoco se vio forzado a combatir. Solo sacó su sable para derrocar
dos gobiernos constitucionales: en 1930 participó del derrocamiento de Hipólito
Yrigoyen y una década más tarde, el 4 de junio de 1943, participó del golpe de
Estado contra el presidente Ramón S. Castillo. Es decir, que mal que les pese a
sus seguidores, el “primer trabajador” fue un militar golpista más.
La carrera militar de Perón fue de carácter
administrativo obtuvo sus ascensos en el Ejército, de subteniente a coronel,
por antigüedad y por reunir los requisitos reglamentarios necesarios. Los
ascensos a general de brigada, general de división y teniente general fueron
obtenidos por decisión del Congreso Nacional (dominado por legisladores
peronistas) cuando era un militar en situación de retiro y ocupaba la
presidencia de la Nación. Si bien a teniente general fue ascendido en 1973
cuando se le restituyó el grado y el uso de uniforme que le había quitado un
Tribunal de Honor en 1955.
Julio A. Roca por el contrario además de militar fue
soldado. Participó en numerosas campañas y batallas. Condujo a sus tropas
contra las rebeldías de los caudillos provinciales, contra las fuerzas
paraguayas que violaron la soberanía territorial argentina en la Guerra de la
Triple Alianza y, por último, para terminar definitivamente con los malones
indios durante la Campaña al Desierto.
Roca obtuvo muchos de sus ascensos (incluso el de
general de brigada) en el campo de batalla. Nunca levantó su espada contra un
gobierno constitucional.
Ambos fueron elegidos presidentes en más de una
ocasión. Roca en dos oportunidades (1880 y 1898) y Perón en tres (1946, 1952 y
1973). Aunque sólo Julio A. Roca logró completar dos períodos presidenciales.
Antecedentes biográficos
Julio A. Roca nació, el 17 de julio de 1843, en el
seno de una familia patricia de la ciudad de Tucumán. El primer Roca establecido
en Tucumán fue su abuelo Pedro Roca, natural de Tarragona. Llegado al
Virreinato del Río de la Plata hacia 1780. Pedro Roca se casó allí con María
Antonia Tejerina, una criolla perteneciente a la estirpe de los Aráoz. El
matrimonio tuvo ocho hijos: siete varones y una mujer.
José Segundo Roca, padre del futuro presidente, fue un
militar que comenzó su prolongada carrera en las armas en el Ejército de los
Andes, como subteniente abanderado del Batallón 11 de Infantería, a las órdenes
del Libertador General José de San Martín y la culminó al morir el 8 de marzo
de 1866, durante la Guerra del Paraguay donde ejercía el mando de un regimiento
como coronel.
El coronel Segundo Roca, después de dejar el Ejército
de los Andes, se involucró en las luchas civiles de su provincia. Capturado por
las fuerzas del gobernador Alejandro Heredia, en 1837, fue condenado a muerte.
En ese momento, la hija del influente ministro tucumano doctor Juan Bautista
Paz, Agustina Paz, pidió al gobernador por la vida del militar cautivo.
Obtenido el perdón Agustina y Segundo se casaron en 1838.
La pareja tuvo ocho hijos: Alejandro (1838), Ataliva
(1839), Julio (1843), Celedonio (1844), Agustín (1847), Marcos (1849),
Rudecindo (1850) y Agustina (1852). De ellos cuatro fueron militares: Celedonio,
Marcos, Julio y Rudecindo. Celedonio y Marcos murieron en la Guerra de la
Triple Alianza, en tanto Julio y Rudecindo llegaron al grado de general.
Agustina Paz de Roca falleció en 1855 a los 45 años.
El coronel Segundo Roca se encontró viudo con ocho hijos menores, en
consecuencia, procedió según era habitual en la época, distribuyó a sus hijos
entre hermanos y cuñados. Los hijos del medio: Celedonio, Marcos y Julio fueron
aceptados como alumnos pupilos en el prestigioso Colegio Nacional de Concepción
del Uruguay, creado por el gobernador Justo José de Urquiza, en 1851.
En 1856, Roca con tan sólo doce años se incorporó a la
Sección Militar del Colegio Nacional (que precedió en trece años su creación
como instituto militar a la del Colegio Militar de la Nación instituido por el
presidente Domingo F. Sarmiento).
Julio A. Roca obtuvo su despacho como subteniente, el
20 de marzo de 1858, a los quince años. De este modo comenzó su brillante
carrera militar.
Durante los dieciocho años que transcurrieron entre
1862 y 1880, Roca, antiguo oficial de Urquiza en Cepeda y Pavón, sirvió en el
Ejército Nacional participando en todas aquellas acciones que contribuyeron a
consolidar el poder político central. Estuvo a las órdenes del general
Paunero contra Vicente Peñaloza; combatió en la Guerra del Paraguay;
enfrentó a Felipe Varela en Salta; venció a Ricardo López Jordán en la
batalla de “Ñaembé”; sofocó el levantamiento
de 1874 en el interior derrotando al general Arredondo en los campos de “Santa Rosa” y, por fin, incorporado al ministerio
de Guerra durante la presidencia de Avellaneda y luego de la muerte
de Adolfo Alsina, dirigió en 1879 la “Campaña al Desierto” que
terminó con el problema del indio y posibilitó extender la soberanía argentina
a las tierras de la Patagonia.[7]
Esa trayectoria militar permitió a Roca mantener
contactos permanentes desde sus comandancias de frontera con las emergentes
elites gobernantes que progresivamente reemplazarían a los gobernadores del
sistema federal; labor paciente de militar desdoblado en político que, sin
adelantarse a los acontecimientos, fue moldeando un interés común para el
interior capaz de ser asumido como valor propio por los grupos gobernantes.
Porque de eso se trataba.
Las provincias, en alguna medida integradas en un
espacio territorial más amplio y subordinadas de modo coercitivo al poder
central, advirtieron que el camino para adquirir mayor influencia política
consistía en acelerar el proceso de nacionalización de Buenos Aires y no en
retardarlo. Los artífices naturales de ese interés común serían los
gobernadores vinculados con Roca a través del Ministerio de Guerra y protegidos
por Avellaneda.[8]
El Partido Autonomista Nacional sirvió al presidente
Avellaneda como estructura partidaria, canal para el reclutamiento de cuadros
dirigentes y medio de comunicación política. La Liga de Gobernadores, alianza
táctica que usaron las elites liberales del interior para defender sus
intereses frente a los localistas porteños, era también parte de la estructura
de poder del régimen y permanecía como un fuerte entretejido de lealtades que
permitía el control de las situaciones políticas locales.
Cada gobernador debía asegurar, en su ámbito de
influencia, el éxito electoral de la candidatura presidencial oficial. En
retribución se le otorgaban los recursos financieros para lograr la estabilidad
en el cargo y la posibilidad de prolongar su accionar político como senador al
terminar su período en la gobernación. Un cronista parlamentario de la época,
José Manuel de Yzaguirre, quien trabajaba para el diario “La Prensa”, describía
en 1890 como funcionaba el sistema: “La práctica ha olvidado casi
todo y ha establecido que, para ser senador, se requiere haber sido zurrador de
pueblos y libertades, es decir, gobernador, tener los años que quiera encima, y
ser semimudo por temperamento. No se habla nada de ser débil de carácter,
inconsecuente por principio, negociante por costumbre, ni político silencioso
por necesidad, pero en algunos casos se requiere también estas virtudes” Para
completar apuntaba: “Basta ser gobernador de
provincia para tener asegurada la banca en el Senado, y basta como consecuencia
tener una banca en el Senado para aspirar con éxito a las gobernaciones de
provincia”[9].
Esta era la forma natural de prolongar una exitosa
carrera política. Si el dirigente provincial se alejaba de la línea política
oficial era castigado con la intervención federal. Las provincias se
manifestaron en favor del general Roca en función de su rivalidad con Buenos
Aires y en búsqueda de una mayor participación en el manejo de los recursos
nacionales. Las elites empobrecidas del interior pusieron en el roquismo sus
esperanzas de una era de progreso.
Pero también algunos notables bonaerenses adhirieron
rápidamente al roquismo. Antiguos miembros del disperso Partido Autonomista de
Adolfo Alsina e incluso algunos mitristas desertaron de las filas de su jefe
presintiendo que una nueva estrella asomaba en el firmamento político del país.
Entre ellos se destacaba Diego de Alvear, poderoso
hacendado bonaerense, dueño de 300.000 hectáreas en Santa Fe donde su
palacete, “La Quinta de Alvear”, inauguró el
modelo itálico en las estancias de esa provincia. Luis V. Sommi afirma que fue
en la suntuosa mansión porteña de esta familia donde, entre sorbo y sorbo de
té, cuarenta personas que representaban al más fuerte núcleo de la burguesía
terrateniente decidieron votar por Roca. Otros de los noveles partidarios del
conquistador del Desierto eran Antonio Cambaceres, miembro conspicuo del
autonomismo, ganadero y empresario saladeril en Ensenada y Bahía Blanca y
Carlos Casares, gobernador de la provincia de Buenos Aires antes que Carlos
Tejedor, dueño de una estancia modelo en Cañuelas donde criaba caballos de
carrera -su hermano Vicente fundó el establecimiento lácteo “La Martona”, en 1891-. Pero quizás el más notable del
grupo era Saturnino Unzué, yerno de Carlos Casares. Unzué, muy mitrista, había
financiado la rebelión de 1874 cuyo episodio culminante tuvo lugar en “La Verde”, uno de sus establecimientos rurales.[10]
Como producto de esta nueva coalición política, a
partir de 1880 la provincia de Córdoba, con el gobernador Antonio del Viso y su
ministro de gobierno Miguel Juárez Celman, centro político de la coalición
roquista, pasará a integrar el núcleo de los estados rectores, tal como lo
hicieron en 1853 Santa Fe y Entre Ríos[11]. Al mismo tiempo, el ejército de línea que el general
Roca conocía bien y en el que había ganado justo prestigio, sería otra de las
bases del régimen. Y el dominio paulatino de la administración servía como
canal de transmisión de las directivas, y aún de concepción, que de los asuntos
públicos tenía la elite.
Burocracia política, burocracia administrativa e
incipiente burocracia militar. Si se añade a eso la coincidencia de los
postulados del régimen tradicional, se comprende la vigencia del sistema
roquista más allá de su gestión institucional y hasta la crisis de 1890 y su
sorprendentemente larga agonía posterior.
El general Julio A. Roca por haber consolidado la
soberanía argentina en la Patagónica (primero con la Campaña al Desierto y
luego como presidente suscribiendo el Tratado General de Límites de 1882),
haber pacificado al país de las luchas intestinas y sembrado las bases de
educación argentina con la Ley 1420 de Enseñanza Pública, Gratuita, Obligatoria
y Laica, y sembrado las bases para que el país se convirtiera en 1910 en una
potencia regional, se ha ganado sin lugar a dudas un lugar en el Panteón
Nacional junto a Belgrano, San Martín y Sarmiento.
[1] ULANOSKY, Carlos: “Paren las rotativas” Ed. Espasa. Bs. As. 1996.
Pág. 24. Otros agraciados con motes zoológicos fueron Miguel Juárez Celman “el
burrito cordobés”, José Evaristo Uriburu: “El cangrejo”, Paul
Groussac: “El gallito”. La costumbre de aplicar apodos zoológicos a los
políticos no desapreció nunca, en la década de 1920, un periodista del diario “Crítica”,
Diógenes “el mono” Taborda bautizó a Hipólito Yrigoyen como “el peludo”
y en la década de 1960 la revista humorística “Tía Vicenta”, creada por
el dibujante Juan Carlos Colombres -“Landrú”- solía dibujar al
presidente Arturo Illia con cuello de jirafa o directamente como una
“jirafa” y después el presidente Arturo Illia caracterizado como una “tortuga”
y al general Juan Carlos Onganía como una “morsa” por sus
gruesos bigotes. El poco humor de Onganía motivó la clausura de la publicación.
Más recientemente, el presidente Néstor Kirchner suele denominarse a sí mismo
como “Pingüino”. Sobre este tema puede consultarse la excelente obra de
Jorge Palacios” “Faruk”: “Crónica del humor político en
la Argentina”. Ed. Sudamericana. Bs. As. 1976. Pág. 136.
[2] MAQUIAVELO, Nicolás: “El príncipe”. Ed. Sudamericana. Bs. As. 1976. Pág.
136.
[3] HERZ, Enrique Germán: Op. Cit. Pág. 194.
[4] SAENZ QUESADA, María: Op. Cit. Pág. 187.
[5] COMUNICACIÓN TELEFÓNICA: Según Isidoro J. Ruiz
Moreno la primera llamada telefónica que se efectuó en el país fue entre el
presidente Roca y su ministro de Relaciones Exteriores, Bernardo de Irigoyen en
1881. Op. Cit. 205
[6] RUIZ MORENO, Isidoro J: Op. Cit. P. 9
[7] BOTANA, Natalio: Op. Cit. Pág. 32.
[8] BOTANA, Natalio: Op. Cit. Pág. 33 y 34
[9] ESCLAPELO: “El senado de 1890. Brochas
parlamentarias”. Ed. Librairie Francaise. Bs. As. 1890. Escalpelo
era el seudónimo de José Manuel Yzaguirre. La cita está tomada de VIDAL,
Armando: “El Congreso en la trampa”, Ed. Planeta. Bs. As. 1996.
Pág. 176.
[10] SAENZ QUESADA, María: Op. Cit. Pág. 187.
[11] SAENZ QUESADA, María: Op. Cit. Pág. 190.