¿SON MENOS INTELIGENTES NUESTROS
NIÑOS?
Hace treinta y cinco años que ejerzo la docencia. En la Universidad
transité todos los peldaños de la carrera docente: desde la categoría de
“alumno-ayudante” hasta alcanzar la dirección de una carrera de posgrado.
Durante los últimos quince años he ejercido simultáneamente la docencia de
nivel medio en un instituto de la provincia de Buenos Aires donde actualmente
doy clases de historia y sociología.
Varios años antes de la crisis de diciembre de 2001 comencé a percibir que
el rendimiento escolar de mis alumnos descendía marcadamente año tras año.
Simplemente ya no podía enseñar la totalidad de los contenidos que había
impartido el año anterior. Las preguntas de los alumnos se tornaban más
elementales. Al mismo tiempo su nivel de comprensión y la calidad de su
redacción y vocabulario se hacían más pobre. En consecuencia, el porcentaje de
alumnos aprobados sobre el total de estudiantes descendía también año a año.
Entonces comencé a preguntarme porqué sucedía esto. Era acaso que nuestros
hijos y nietos eran menos inteligentes que nosotros a su edad. Resulta evidente
que no. Alumnos que reprobaban en historia o sociología, que su letra era
ilegible y que sus escritos estaban plagados de errores ortográficos,
demostraban otras capacidades no aprendidas en la educación formal.
Estos alumnos dominaban ampliamente la tecnología en un nivel inaccesible
para mí y para la mayoría de los miembros de mi generación. Eran capaces de
programar un celular inteligente en minutos y sin consultar el manual.
Empleaban más “utilidades” de los
mismos en un proceso que estaba vedado para mi nivel de inteligencia y
capacidad de adaptación.
Más humillante para mí era comprobar como dominaban sus ordenadores. Hacían
páginas web, retocaban imágenes y las “subían” a Facebook; realizaban creativos
“power point” sobre temas históricos
seleccionando e incorporando textos, imágenes y sonido. Muchas veces yo tardaba
más tiempo que ellos en armar este tipo de presentaciones y casi siempre las
mías eran más elementales y aburridas que las de ellos.
El acontecimiento que evidenció aún más que las nuevas generaciones poseen
una inteligencia superior a aquellas que le precedieron fue ver a mi nieto de
tan sólo ocho años manejar su consola de juegos Playstation 4. No solo dominaba
con una destreza apabullante este mecanismo, pasaba rápidamente de nivel a
otro, sabía reconocer las capacidades del armamento que seleccionaba, etc. No
sólo me daba lecciones de como jugar y por supuesto me derrotaba
humillantemente en cada juego.
Yo me vi obligado a refugiarme en mi viejo tablero de ajedrez -donde gracias al auxilio de las enseñanzas del maestro
Capablanca- aún conservo la supremacía. En especial, después de que comenzó a
derrotarme sistemáticamente en las partidas de “dominó”.
Pero que ocurría cuando los jóvenes debían ejercer lo que podríamos
denominar destrezas tradicionales. Los mismos adolescentes que dominan el campo
tecnológico, son incapaces de leer con soltura, no comprenden muy bien lo que
han leído, son pésimos realizando operaciones de multiplicación o división por
varias cifras si no cuentan con sus máquinas calculadoras. No pueden realizar
operaciones mentales de suma, resta o multiplicación.
Al mismo tiempo su desinterés por la lectura es total. No leen ni diarios
ni revistas. Es más en la mayoría de los hogares no ingresan ediciones papel de
estas publicaciones. Tampoco son muy afectos a la televisión o el cine. De
escribir ni hablar. Ignoran lo más elemental en cuanto a la correcta conjugación
de verbos, son incapaces de determinar cuándo debe emplearse las mayúsculas o
la tilde –o acento-, emplean a mansalva la “h”,
confunden la “v” con la “b” y la “c” con la “s”.
Si alguien quisiera averiguar con precisión la caída en las habilidades académicas
de los niños actuales. Podría por ejemplo seleccionar algunos ejercicios del
célebre “Manual de Ingreso”. Este
texto se empleó hasta 1983 para preparar y elaborar los exámenes de ingreso a
los colegios de enseñanza pública de la ciudad de Buenos Aires.
Tal como recordaran los argentinos de mi generación, históricamente los
alumnos que completaban sus estudios primarios –en ese entonces de 1º a 7º
grados de la escuela elemental no podían inscribirse directamente como alumnos
de los colegios públicos de enseñanza media, tampoco en las escuelas privadas
más prestigiosas.
Los candidatos debían obtener su vacante en estos establecimientos
aprobando un riguroso examen de ingreso. Eran examinados en matemáticas y
lengua castellana y en los colegios más prestigiosos la evaluación comprendía
además contenidos de historia y geografía. Finalmente las vacantes se asignaban
por riguroso orden de mérito. Quienes fracasaban en ese examen debían optar por
las escuelas públicas o privadas de menor prestigio o nivel de exigencia donde
no se cubría la totalidad de las vacantes. Usualmente nadie se quedaba sin
acceso a la educación. El alumno de menor rendimiento se veía obligado a
concurrir a establecimientos más alejados de su lugar de residencia, debía
elegir los turnos menos concurridos –por la tarde o noche- o a escuelas
privadas de bajos aranceles y menor exigencia.
No obstante, todos los años los padres de los alumnos reprobados en los
exámenes de ingreso hacían oír sus quejas por exámenes que consideraban
demasiado rigurosos y hasta discriminatorios.
El 1983, llegó la democracia con la que “se
come y se educa”. Sin meditar acabadamente la dimensión de los cambios que
se estaban realizando y al calor del “destape”
después de años de un régimen represivo se procedió a “democratizar la educación”. De un plumazo se suprimió el uniforme
escolar y las reglas de aseo personal de las escuelas públicas, las
calificaciones con nota numérica fueron reemplazadas por el igualitario “alcanzó” y “no alcanzó”; se suprimió el elitista “cuadro de honor” en los colegios. Además, el abanderado de cada
establecimiento dejó de ser el alumno con más altas calificaciones. Este
galardón fue otorgado en “votación
democrática” al alumno considerado “mejor
compañero”. Este cambio también suprimió el odiado “examen de ingreso” en las escuelas secundarias públicas. Para no
ser menos las universidades suprimieron también los exámenes de ingreso a sus
claustros. En algunos casos cambiándolo por un curso anual de nivelación. Como
el Ciclo Básico Común implementado en
la UBA.
La educación debía ser para todos, sin restricciones y sin considerar si el
alumno estaba capacitado o no para acceder al nivel superior de enseñanza. Sólo
algunos colegios como el Nacional de Buenos Aires, el Carlos Pellegrini o los
Liceos Militares mantuvieron el sistema tradicional de exámenes de ingreso y
retuvieron su calidad educativa.
Fue el principio del fin para la excelencia educativa de la Argentina.
Luego vino la condena a la enseñanza considerada conductista, repetitiva y
universalista. Precisamente ese tipo de enseñanza que posibilitó al país
obtener cinco premios Nobel. Una cantidad de personalidades premiadas que no la
podido igualar ninguna otra nación del Tercer Mundo. Una educación que produjo
personalidades como las de Leopoldo Lugones, Jorge L. Borges, Julio Cortazar,
René Favaloro y muchos otros.
A partir de entonces, cuando los distintos funcionarios que dirigieron la
educación argentina en los diversos gobiernos que se sucedieron comenzaron a
experimentar con teorías pedagógicas cuya validez para la transmisión de
conocimientos no estaban debidamente comprobadas. En muchos caso los
funcionarios elaboraban planes de estudio para un alumno teórico muy distinto
del que poblaba las aulas. También fallaba el diagnóstico sobre el docente
promedio. Los sindicatos docentes impulsaban un descenso en las exigencias y
titularizaciones masivas de docentes que luego se atrincheraban en los
privilegios de la estabilidad del cargo. Hasta las condiciones edilicias y las capacidades
técnicas de los establecimientos educativos oficiales fue descuidada por años.
La gota que colmó el vaso fue la modificación del sentido último de la
escuela pública. La escuela dejó de ser un establecimiento destinado a la
educación para transformarse en ámbito de “contención
social”. Más importante que impartir conocimientos era brindar alimentación
a los niños o alejar a los adolescentes de los peligros de la calle y la falta
de empleo.
El alumno dejó de ir a la escuela para adquirir un mayor nivel educativo y
obtener capacidades que lo ayudaran a tener un futuro con mejor calidad de
vida. Algunos padres enviaban a sus hijos a la escuela tan sólo para
asegurarles el acceso a un plato de comida o para mantenerlos alejarlos de las
malas compañías mientras ellos debían concurrir a sus trabajos.
Retener al alumno en las aulas a cualquier costo se convirtió en el
objetivo central de docentes y directivos. No importaba mucho si los
estudiantes aprendían o no sólo, era suficiente con que asistiera pasivamente a
las clases. Tampoco se prestaba demasiada atención a si el alumno molestaba a
otros o desalentaba con su indiferencia a los alumnos que realmente deseaban
aprender.
Lo importante era que el alumno asistiera a clase, que figurara en las
estadísticas como estudiante y no como “desempleado”.
Por eso se buscaba demorar por los más diversos procedimientos el ingreso de
los jóvenes al mercado laboral.
Así gradualmente arribamos a la situación actual. En que con elevados
presupuestos educativos, año tras año, el alumno argentino disminuye su
rendimiento en las pruebas PISA.
Pero no es solo se presenta el problema del descenso en las pruebas de
calidad educativa. Hay que considerar que el alumno que con grandes
deficiencias en su formación concluyó sus estudios secundarios hace diez años
es el docente de hoy.
Algunos de mis alumnos de escaso rendimiento escolar en el pasado son hoy mis
colegas en el mismo establecimiento del que egresaron hace menos de una década.
Es así como las causas de la decadencia argentina está en el descenso
educativo, en la mediocridad de sus jóvenes profesionales; docentes, abogados,
médicos, contadores, etc. Porque los errores y deficiencias que un alumno sufre
en un nivel educativo no se superan totalmente en el nivel siguiente.
Los errores en la “lecto – escritura”
no se superan fácilmente en la escuela media, las deficiencias de comprensión
de texto, la falta de vocabulario y la poca capacidad de análisis y comprensión
retrasan el aprendizaje en la universidad.
En esta forma, el graduado universitario termina por egresar sin contar con
todas las capacidades necesarias para el correcto desempeño de su profesión. No
importa, el sistema ha ideado una larga oferta de posgrado –especializaciones,
maestrías, doctorados y hasta posdoctorados- para permitirle a los jóvenes
profesionales alcanzar el mismo nivel de conocimientos e idoneidad que hasta
hace dos o tres décadas obtenía cualquier recién egresado de una carrera de
grado. Con la ventaja adicional de retrasar un par de años más el ingreso del
joven profesional al mercado de trabajo.
En síntesis, nuestros niños son más inteligentes pero el sistema educativo
vigente produce profesionales de menor idoneidad laboral. Por lo tanto, si no
revertimos rápidamente la crisis de nuestro sistema educativo y si seguimos
experimentando e improvisando en este campo nuestro destino como nación seguirá
seriamente comprometido.