Túnez,
la cuna de las Primaveras Árabes, siete años después sigue con los mismos
problemas y las mismas protestas.
En enero de 2011, Túnez el
Estado más pequeño del Magreb vivió la “Revolución
del Jazmín” que puso fin a la dictadura de Zinedine el Abedin Ben Alí y
abrió el ciclo de las “Primaveras Árabes”
que provocaron crisis de gobernabilidad, cambios de régimen y en algunos casos
cruentas guerras civiles en Egipto, Libia, Siria, Yemen y Barein.
La Primaveras Árabes no dieron origen a reformas democráticas
duraderas. Las protestas populares pronto fueron capitalizadas por partidos
religiosos o generaron dictaduras aún más violentas y represivas que aquellas
que ayudaron a derrocar. Tal como sucedió en Egipto con el régimen dictatorial
implantado por el general Al Sisi con ayuda del ejército.
Túnez, la cuna de estos
movimientos, tampoco ha logrado consolidar su institucionalidad y encontrar la
senda para un crecimiento sostenido.
Junto con Marruecos, Argelia,
Libia y Mauritania, Túnez integra la región africana denominada Magreb. Pero,
con sus escasos 163.000 km² de territorio sólo constituye el 2,37% de los más
de seis millones de kilómetros cuadrados del Magreb.
Para plantearlo en términos
sudamericanos. Túnez tiene la cuarta parte del territorio de Paraguay, pero el
40% de su territorio es desierto.
Pero, mientras que los
paraguayos son tan sólo siete millones de personas, los tunecinos son más de
once millones. Túnez con el 2,37% del territorio magrebí alberga el 12,64% de
la población de la región.
Túnez y Paraguay tiene otra
característica común, ambos países tienen una importante cantidad de sus
ciudadanos viviendo en el extranjero. En 2012, 343.963 tunecinos vivían
legalmente en la Unión Europea y posiblemente muchos más lo hacían en forma
ilegal.
El próximo 14 de enero se
cumplirán siete años desde el momento en que el vendedor callejero Mohamed
Bouazizi, se inmolara al estilo “bonzo”
para protestar contra el régimen de Ben Alí, dando comienzo así a la Revolución del Jazmín, sin que el país
pueda salir de la crisis económica ni solucionar ninguno de los problemas
socioeconómicos que provocaron las protestas en 2011.
Desde entonces los problemas
estructurales de Túnez no se han solucionado, incluso se han acentuado: la
falta de inversiones productivas extranjeras, la inestabilidad política, el
incremento del accionar terrorista de los yihadistas, el turismo extranjero ha
disminuido mientras que la corrupción y el clientelismo político se han
incrementado.
Además, el endeudamiento
externo se ha agravado después de que el gobierno solicitara al Fondo Monetario
Internacional un crédito de 2.500 millones de euros.
El organismo financiero
internacional demandó en contrapartida un plan de ajuste económico que incluye
incrementos en los impuestos, reformas financieras y reducción del déficit
fiscal con el despido de empleados de la administración pública.
En pocas palabras un plan económico
claramente recesivo que incrementó la inflación al 6%, depreció el dinar en un
25% en los últimos dos años y aumentó la desocupación entre los jóvenes que
aspiran a su primer trabajo por encima del 30%.
A falta de inversiones
productivas que generen empleos genuinos, los gobierno tunecinos han recurrido
al procedimiento habitual de muchos países del Tercer Mundo, contratar a más
empleados públicos de los que son necesarios.
Desde 2011, la planta de
empleados públicos se ha incrementado en 150.000 nuevos funcionarios. La
administración pública tunecina con 800.000 trabajadores representa casi un 25%
de la población con empleo formal, una cifra notablemente superior a la media
de los países de la OCDE del 18%. Los sueldos de los empleados y funcionarios
públicos insumen casi el 15% del PBI. Una cifra solo superada en el mundo por
países con economías de capitalismo de Estado, como Cuba o Corea del Norte.
Un sector particularmente
demandante de ingreso a la función pública está constituido por los jóvenes
universitarios recientemente graduados y sin experiencia laboral. Conocidos en
Túnez como “diplomés chomeûrs” (licenciados
en paro), en sus filas prosperan licenciados en ciencias sociales y humanidades
(graduados en filosofía, periodismo, sociología, historia, antropología, etc.)
y no los ingenieros y expertos en informática que podría absorber la economía
tunecina y las empresas extranjeras que operan en el país.
Los jóvenes graduados
universitarios sin empleo, frustrados y politizados constituyen el fermento
ideal para las protesta y para la radicalización yihadista. Fuentes
occidentales de inteligencia estiman que unos tres mil tunecinos se han
incorporado a las filas del Estado Islámico en Siria e Irak, en los últimos
años.
Otros jóvenes frustrados
eligen el suicido como salida. En los primeros once meses de 2018, se
produjeron en Túnez 434 suicidios o intentos de suicidio entre los jóvenes de
26 y 35 años, muchos de ellos llevados acabo en lugares públicos inmolándose
con fuego o ahorcándose.
El pasado 27 de diciembre las
protestas resurgieron cuando Abderrazak Zorgui, un joven camarógrafo en paro
decidió quitarse la vida en protesta por la crisis económica que afecta a las
zonas marginadas del interior de Túnez.
“He decidido hoy desatar una
revolución… Estoy harto de las promesas incumplidas”, dijo Abderrazak Zorgui
mirando a la cámara en un mensaje grabado que luego difundió en las redes
sociales. Veinte minutos después, se inmoló y murió a causa de las quemaduras
mientras era atendido en el hospital.
Su suicidio tuvo lugar en la
Plaza de los Mártires de la ciudad de Kasserine, capital de una de las
provincias más pobres del país. Precisamente en una región lindante, Sidi
Buzid, con una problemática social parecida, fue donde se encendió la primera
chispa de la revolución de 2011. La muerte de Zorgui provocó una reacción de
rabia entre los jóvenes de Kasserine, donde se han registrado enfrentamientos
con la policía que dejaron un saldo de heridos y una treintena de detenidos.
También se registraron disturbios, aunque de menor intensidad en las zonas de
Terburba y Jebeniana.
La enorme desigualdad entre
las provincias del litoral mediterráneo y las del interior del país fue uno de
los detonantes de la revueltas de la Revolución del Jazmín. A pesar de la
transición a la democracia, los habitantes de las zonas y barrios marginados se
quejan de que nada ha cambiado para ellos después del derrocamiento de Ben Alí.
En lugares como Kasserine, la tasa de paro juvenil supera el 50% casi
duplicando la media nacional.
El mes de enero suele ser el
más “caliente” en términos políticos en Túnez. En 2018, el Gobierno tuvo que
recurrir al toque de queda para frenar una ola de protestas sociales que
desembocó en disturbios nocturnos en diversas ciudades y dejó a más de mil
personas detenidas.
En 2019, año en que tendrán
lugar las elecciones generales, podría repetirse la misma situación, quizás
agravada, pues la temperatura social se ha recalentado en los últimos meses y
ya se oyen en las calles comentarios de que “en tiempos de Ben Alí estábamos
mejor”.
El 14 de enero se cumple un
nuevo aniversario de la inmolación de Mohamed Bouazizi, y el poderoso sindicato
UGTT convocó para un paro general para el día 17 de enero, por lo tanto habrá
que estar atentos, en los próximos días para ver como evoluciona la situación
política en el pequeño país del Magreb.
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