sábado, 1 de octubre de 2022

EN AMÉRICA LATINA LA BIBLIA DUERME JUNTO AL CALEFÓN


 

En América Latina los candidatos presidenciales más que un currículo vitae tiene un prontuario policial.

La corrupción gubernamental en los gobiernos populistas es la kriptonita que frena el desarrollo de América Latina.

Curiosamente los votantes de la región suelen olvidar la corrupción descarada de los dirigentes que eligen.

Recordemos, por ejemplo, que, en la década de 1950, los peronistas coreaban una curiosa consigna frente a las críticas opositoras: “Puto y ladrón, lo queremos a Perón”. En términos jurídicos diríamos a admisión de culpa, relevamiento de prueba.

Ahora, nos encontramos con otros casos en que los votantes apoyan a candidatos procesados judicialmente por corrupción o incluso condenados bajo estos cargos.

Así, vemos como un expresidiario que cumplió su condena por malversar fondos públicos, Luis Inacio “Lula” da Silva se encuentra a punto de transformarse nuevamente en presidente de Brasil.

En Argentina ocurrió algo similar. Cristina Kirchner se transformó en vicepresidente de la Nación cuando era una persona multiprocesada en diversas causas judiciales y hasta con varios pedidos de prisión preventiva en su contra, que solo sus fueros como senadora y la protección política que le ha brindado su partido han impedido que termine tras las rejas.

Actualmente, Cristina Kirchner incluso emplea las instalaciones de su despacho en el Senado de la Nación para increpar acusatoriamente a los jueces y fiscales que la juzgan por delitos comunes de asociación ilícita y malversación de fondos públicos.

Por toda defensa, la vicepresidente sospechada de corrupción alega que se trata de una persecución política orquestada por sus opositores con la complicidad de los medios de comunicación y el periodismo en general. Cristina Kirchner insiste en decir, que los juicios en su contra son todos “lawfare”.   

Mientras tanto, sus partidarios en las calles y a través de vídeos en las redes sociales amenazan con desatar la violencia bajo la consigna de “Si la tocan a Cristina, que quilombo se va a armar”.

Incluso el senador José Mayans, presidente del bloque del Frente de Todos en el Senado alegó extorsivamente: “¿Queremos paz social? Bueno, comencemos con parar este juicio vergonzoso”, en referencia a la causa de Vialidad, donde se juzga a la expresidente y a varios de sus exfuncionarios por el direccionamiento de las licitaciones por obras públicas durante el gobierno kirchnerista.

 

Paralelamente, el kirchnerismo a todo nivel, incluso con la participación del presidente nominal Alberto Fernández, intentan intimidar a jueces y fiscales y cambiar la composición de la Corte Suprema de Justicia para garantizar la impunidad de Cristina Kirchner y de otros funcionarios peronistas procesados por los mismos delitos.

 

Algo similar, aun no tan groseramente atentatorio contra la división de poderes y la independencia de la justicia ocurre en Ecuador, con el prófugo expresidente Rafael Correa, o en Paraguay con el expresidente Horacio Cartés.

 

La empresa constructora brasileña Odebrecht repartió sobornos a funcionarios públicos por toda América Latina, pero sólo en Perú se investigaron a fondo sus actividades llevando a prisión a los presidentes involucrados.

 

Lo realmente curioso, no es en sí mismo la existencia de corrupción gubernamental, algo que podría considerarse endémica en ciertas geografías.

 

Lo que realmente preocupante es como los ciudadanos aceptan como un hecho natural y para nada descalificatorio para un dirigente político.

 

Podría argumentarse que quienes aceptan la corrupción lo hacen porque mantienen algún tipo de relación clientelista con el dirigente corrupto y esperan ser recompensados de alguna forma por este, que otros lo hacen por afinidad y solidaridad ideológica con el corrupto y otros, por último, porque carecen de la capacidad moral o intelectual para comprender la peligrosidad social de sus actos.

 

Pero, lo más terrible es tener que admitir que en las sociedades latinoamericanas, anestesiadas por los efectos de la pobreza, el delito y el populismo más descarado, ser corrupto no implica una condena social ni una inhabilitación moral para un dirigente, si este goza de cierta popularidad.

 

Actualmente más que nunca, en América Latina resuenan los amargos versos de Enrique Santos Discépolo:

 

“Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor.

Ignorante, sabio o chorro, pretencioso estafador.

Todo es igual, nada es mejor.

Lo mismo un burro que un gran profesor.

[…]

Los inmorales nos han iguala’o

Si uno vive en la impostura y otro afana en su ambición.

Da lo mismo que sea, cura, colchonero, rey de bastos

Caradura o polizón.”

 

 

 

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