En América Latina los candidatos
presidenciales más que un currículo vitae tiene un prontuario policial.
La corrupción gubernamental en los gobiernos populistas es
la kriptonita que frena el desarrollo de América Latina.
Curiosamente los votantes de la región suelen olvidar la
corrupción descarada de los dirigentes que eligen.
Recordemos, por ejemplo, que, en la década de 1950, los
peronistas coreaban una curiosa consigna frente a las críticas opositoras: “Puto
y ladrón, lo queremos a Perón”. En términos jurídicos diríamos a admisión
de culpa, relevamiento de prueba.
Ahora, nos encontramos con otros casos en que los
votantes apoyan a candidatos procesados judicialmente por corrupción o incluso
condenados bajo estos cargos.
Así, vemos como un expresidiario que cumplió su condena
por malversar fondos públicos, Luis Inacio “Lula” da Silva se encuentra
a punto de transformarse nuevamente en presidente de Brasil.
En Argentina ocurrió algo similar. Cristina Kirchner se
transformó en vicepresidente de la Nación cuando era una persona multiprocesada
en diversas causas judiciales y hasta con varios pedidos de prisión preventiva
en su contra, que solo sus fueros como senadora y la protección política que le
ha brindado su partido han impedido que termine tras las rejas.
Actualmente, Cristina Kirchner incluso emplea las
instalaciones de su despacho en el Senado de la Nación para increpar
acusatoriamente a los jueces y fiscales que la juzgan por delitos comunes de
asociación ilícita y malversación de fondos públicos.
Por toda defensa, la vicepresidente sospechada de
corrupción alega que se trata de una persecución política orquestada por sus
opositores con la complicidad de los medios de comunicación y el periodismo en
general. Cristina Kirchner insiste en decir, que los juicios en su contra son
todos “lawfare”.
Mientras tanto, sus partidarios en las calles y a través
de vídeos en las redes sociales amenazan con desatar la violencia bajo la
consigna de “Si la tocan a Cristina, que quilombo se va a armar”.
Incluso el
senador José Mayans, presidente del bloque del Frente de Todos en el Senado alegó
extorsivamente: “¿Queremos paz social? Bueno, comencemos con parar este
juicio vergonzoso”, en referencia a la causa de Vialidad, donde se juzga a
la expresidente y a varios de sus exfuncionarios por el direccionamiento de las
licitaciones por obras públicas durante el gobierno kirchnerista.
Paralelamente,
el kirchnerismo a todo nivel, incluso con la participación del presidente
nominal Alberto Fernández, intentan intimidar a jueces y fiscales y cambiar la
composición de la Corte Suprema de Justicia para garantizar la impunidad de
Cristina Kirchner y de otros funcionarios peronistas procesados por los mismos
delitos.
Algo
similar, aun no tan groseramente atentatorio contra la división de poderes y la
independencia de la justicia ocurre en Ecuador, con el prófugo expresidente
Rafael Correa, o en Paraguay con el expresidente Horacio Cartés.
La empresa
constructora brasileña Odebrecht repartió sobornos a funcionarios públicos por
toda América Latina, pero sólo en Perú se investigaron a fondo sus actividades
llevando a prisión a los presidentes involucrados.
Lo
realmente curioso, no es en sí mismo la existencia de corrupción gubernamental,
algo que podría considerarse endémica en ciertas geografías.
Lo que
realmente preocupante es como los ciudadanos aceptan como un hecho natural y
para nada descalificatorio para un dirigente político.
Podría
argumentarse que quienes aceptan la corrupción lo hacen porque mantienen algún
tipo de relación clientelista con el dirigente corrupto y esperan ser recompensados
de alguna forma por este, que otros lo hacen por afinidad y solidaridad
ideológica con el corrupto y otros, por último, porque carecen de la capacidad
moral o intelectual para comprender la peligrosidad social de sus actos.
Pero, lo
más terrible es tener que admitir que en las sociedades latinoamericanas,
anestesiadas por los efectos de la pobreza, el delito y el populismo más
descarado, ser corrupto no implica una condena social ni una inhabilitación
moral para un dirigente, si este goza de cierta popularidad.
Actualmente
más que nunca, en América Latina resuenan los amargos versos de Enrique Santos Discépolo:
“Hoy resulta
que es lo mismo ser derecho que traidor.
Ignorante,
sabio o chorro, pretencioso estafador.
Todo es
igual, nada es mejor.
Lo mismo un
burro que un gran profesor.
[…]
Los
inmorales nos han iguala’o
Si uno vive
en la impostura y otro afana en su ambición.
Da lo mismo
que sea, cura, colchonero, rey de bastos
Caradura o
polizón.”
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