Bajo el gobierno
kirchnerista de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner la Argentina
se ha convertido en un ejemplo mundial de lo que no debe hacer un gobierno y de
lo que nadie quiere para su país.
Por momentos cuando se aprecia la imagen internacional de
la Argentina uno no puede menos que recordar la escena de antología de la
icónica película “¿Y dónde está el piloto?” en que tripulantes y
pasajeros de un avión hacen fila para abofetear a una mujer que padece un
ataque de nervios.
Como en esa comedia de los años ochenta, presidentes,
expresidentes, políticos y hasta permios Nobel compiten estos días para
criticar al peronismo y señalar a la Argentina como un ejemplo de lo que una
sociedad no debe hacer.
Pero, lo más terrible de todo es que los críticos de la
Argentina tienen razón y en muchos casos tan sólo señalan hechos evidentes que
a los argentinos nos duele aceptar.
Veinte años de peronismo kirchnerista o de populismo
kirchnerista (elija el lector con total libertad la caracterización que
considera más acertada) han destruido las bases morales, éticas y productivas
de la sociedad argentina.
Comencemos por recordar la responsabilidad del peronismo
en la crisis de 2001 y en el derrocamiento de Fernando de la Rúa.
Es cierto que un gobierno conformado por una alianza
electoral con funcionarios y un programa de centroizquierda presidido por un
político de centroderecha con ideas y procederes conservadores difícilmente
tenga éxito.
Los errores y temores de Fernando de la Rúa fueron
hábilmente aprovechados por un acuerdo entre Raúl Alfonsín y Eduardo Duhalde
para reemplazar al dubitativo presidente por un gobierno de coalición.
El costo fue muy alto: cinco presidentes en una semana,
la abrupta salida de la convertibilidad, el default de la deuda externa, el
brutal incremento de la pobreza (uno de cada cuatro argentinos terminó por
debajo de la línea de la pobreza), la desmedida expansión del gasto social, la
transformación de las organizaciones piqueteras en actores centrales de la
política nacional, todo ello decorado por una cuarentena de muertos, saqueos y
violencia.
Luego, la empecinada vendetta de Eduardo Duhalde contra
Carlos Menem creó la oportunidad para que el despótico gobernador de una lejana
provincia patagónica, con el escaso apoyo de uno de cada cuatro votantes, se
convirtiera en presidente de la Nación.
Una vez instalados en la Casa Rosada, los Kirchner
mostrarían una desmedida ambición de poder y de dinero o de dinero y poder
según prefiera el lector.
Los Kirchner llegaron al poder con la clara intención de
no dejarlo nunca. Para ello no dudaron en disciplinar a cualquier voz realmente
opositora empleando como ariete sus políticas de derechos humanos, la ideología
de género, el estatismo a ultranza, la retórica del socialismo del siglo XXI,
según el modelo adoptado por Fidel Castro y Hugo Chávez. Para culminar el
proceso crearon una profunda grieta que dividió a la sociedad argentina en dos
bandos irreconciliables.
Incluso suprimieron a la oposición dentro del peronismo
borrando al duhaldismo de la provincia de Buenos Aires, excomulgando y enviando
al ostracismo político a algunos kirchneristas de la primera hora: Julio
Bárbaro, Octavio Bordón, Gustavo Beliz, Gerardo Conte Gran y en su momento el
propio Alberto Fernández y a algunos funcionarios ligados a él como Marcela
Losardo y Vilma Ibarra.
Aprovecharon la crisis del radicalismo para captar a
algunos dirigentes con base territorial que constituyeron el “Radicalismo
para la Concertación” más comúnmente denominados “radicales K”
(Julio Cobos, Miguel Saiz, Leopoldo Moreau, Gerardo Zamora, Daniel Katz,
Gisella Marziotta, Matías Lammens, Sergio Palazzo, secretario general del
gremio bancario, Maurice Closs y Martín Lousteau.
Algunos radicales K retornaron a su antiguo tronco
partidario, otros hicieron carrera como fanáticos y disciplinados soldados K.
Incluso, hasta las organizaciones de derechos humanos
fueron cooptadas a fuerza de prebendas y una de ellas terminó siendo transformada
en una constructora de viviendas.
Con el paso del tiempo, la combinación de endeudamiento
externo, políticas equivocadas, antiojeras ideológicas, endeudamiento externo y
una matriz de corrupción sin precedentes, precipitaron al país en una pendiente
de decadencia, empobrecimiento (la pobreza alcanzó al 36,6%, la indigencia al
8,8% y la inflación superó el 100% anual), aumentaron los impuestos hasta
hacerse confiscatorios, más del 50% de la economía se hizo informal, se
agotaron las reservas en el Banco Central y el atraso se hizo evidente en todos
los campos, así el país entró en la mayor crisis de su historia.
También se acentuó el aislamiento internacional del país:
muchas empresas extranjeras dejaron el país, cesó la llegada de inversiones
extranjeras y prácticamente Argentina salió de las rutas aéreas. Mientras tanto
los jóvenes hacen cola en las embajadas de los países de que eran originarios
sus abuelos en búsqueda de una ciudadanía europea que les permita emigrar.
Los argentinos que en tiempos de Fernando de la Rúa
cambiaban sus pesos libremente por dólares al uno a uno, en el gobierno de Alberto
Fernández y Cristina Kirchner deben ir al mercado clandestino, con todos los
riesgos que eso implica, para conseguir dólares trescientos a uno. Es decir,
que el peso en veinte años sufrió una devaluación del 300%.
En pocas palabras, la Argentina se convirtió en una
Nación en decadencia, un claro ejemplo de lo que un país no debe hacer y en
blanco de las críticas internacionales.
A mediados de 2002, cuando en Argentina gobernaba el
peronista bonaerense Eduardo Duhalde, el entonces presidente de Uruguay,
visiblemente enojado con dos periodistas de la agencia Bloomberg que habían
comparado la economía uruguaya con la argentina disparó impiadosamente: “Los
argentinos son una manga de ladrones, del primero hasta el último” […] “No
nos compare o ¿Usted es un ignorante absoluto de la realidad argentina y
uruguaya? Somos dos países diferentes ¿Sabe la clase de volumen de corrupción
que tienen?”
Indudablemente, Jorge Battle, sabía de lo que hablaba por
ser mitad argentino. Su madre la periodista Matilde Ibáñez era argentina.
La semana pasada, fue la presidenta de la Comunidad de
Madrid, la dirigente del centrista Partido Popular (PP), quien apeló el ejemplo
del peronismo gobernante en Argentina para atacar a las políticas implementadas
por el presidente del Gobierno español, el socialista Pedro Sánchez.
“El gobierno de Sánchez nos lleva a la ruina. No es el
gobierno de la mayoría y, muchos menos, el gobierno de la gente real. Es el
gobierno que primero crea la pobreza para después generar dependencia del
Estado. Es populismo fiscal. Le quitan dinero a la gente para después, como
hacen los peronistas, repartirlos en pagas, ayudas y subsidios”, señaló la dirigente española.
Unos días antes, el expresidente de Gobierno del PP,
Mariano Rajoy, hablando en un foro económico en Galicia, fue aún más cruel con
el peronismo: “Esto es casi como … Argentina. Estamos caminando hacia un
modelo fiscal Frankenstein. Me preocupa resucitar ese viejo debate. ¡Es que es
populismo! ¡Eso es Perón! Los gobiernos no pueden jugar a dividir a la gente”,
sentenció terminante Rajoy.
La crítica al kirchnerismo también está presente en la
campaña para la segunda ronda electoral del 30 de octubre en Brasil.
El presidente Jair Bolsonaro le atribuyó al presidente
Alberto Fernández que “un 40% de la población de ese país” este “debajo
de la línea de la pobreza” y aseguró que el hambre en Venezuela es tal que
“allá ya se comieron a todos los perros.”
Estas críticas de Bolsonaro no son nuevas ni
sorprendentes. Bolsonaro siempre rechazó al kirchnerismo argentino por sus
estrechos vínculos con su rival Luis Inacio Lula da Silva.
En 2019, Alberto Fernández encabezó la campaña
internacional por el “Lula libre” que pedía la libertad del líder del
Partido de los Trabajadores. Incluso visitó en dos oportunidades la
Superintendencia de la Policía Federal, en Curitiba, donde Lula da Silva
permaneció 580 días encarcelado, cumpliendo una condena por corrupción.
El 4 de julio de 2019, Alberto Fernández luego de
entrevistarse con Lula, publicó en su cuenta Twitter: “Vuelvo a encontrarme
con un viejo amigo, un maestro y una gran fuente de inspiración.”
Sin embargo, Lula da Silva, demostrando que en política
no hay amigos permanentes sino intereses permanentes, no sería tan agradecido
con su amigo argentino. Obligado a presentarse como un líder moderado y
eficiente para tener chance de imponerse en los próximos comicios, el
expresidente tomó distancia del gobierno argentino.
En estos días, hablando ante un grupo de empresarios dijo
Lula da Silva: “Fernández está estancado. La inflación está en el 70% y no
sé que pasará en la Argentina. El hambre es muy alta. Era un país poderoso,
alguna vez fue la quinta economía del mundo. Lo que le falta es una elección
política sobre para quienes quieren gobernar. Es simple, solo hay que elegir.” […]
“Alberto Fernández ganó las elecciones criticando al
préstamo del FMI. Ahora, cuando gana ¿Qué hace? Empieza a perder puntos
queriendo solucionar el problema del FMI”.
Alberto Fernández, bien podría decir, como Julio César en
el drama de William Shakespeare, al reconocer entre sus asesinos a su hijo
adoptivo: “¿Tú también Bruto?”
Más explícito y lapidario fue el premio Nobel de
Literatura Mario Vargas Llosa.
En mayo de este año, el escritor peruano declaró en forma
similar: “Argentina es un total sinsentido. Tiene todos
los recursos naturales y humanos para ser líder en lo económico, pero permanece
rehén de un grupo de autoritarios, encabezados por Cristina Kirchner, que
mantienen al país en el atraso, la inflación y la pobreza, haciendo flamear un
anticapitalismo obsoleto y deshilachado”.
Además, agregó: “Me resultó tan triste como difícil de creer que los
argentinos le hayan dado otra oportunidad al kirchnerismo, en el 2019. Los
resultados, tristemente, eran esperables. Argentina sigue sin encauzarse en un
sendero reformista y mantiene el mismo hiperestatismo que ha marcado
su historia en el siglo XXI”.
“A pesar del lamentable presente, no pierdo las esperanzas en Argentina.
Creo que las próximas elecciones deberían no solo remover al kirchnerismo del
gobierno, sino ser el primer paso de un camino de reformas urgentes y
necesarias. Argentina no puede seguir siendo su peor enemigo”, concluyó.
Tantas voces distintas no pueden equivocarse, pero un sector de los
argentinos, por fortuna cada vez más pequeño, insiste en cerrar ojos y oídos
para vivir en un país de fantasía negando la realidad.
Las elecciones de octubre de 2023 no solo deben cambiar un gobierno,
deben necesariamente ser el primer paso para una refundación moral de la
sociedad argentina antes de que sea demasiado tarde.
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