Un
país dividido en dos bandos antagónicos puede terminar resultando un gran
negocio para los políticos.
En los últimos años, en
Argentina se ha hecho un lugar común hablar de “la grieta”. Es decir, del hecho que la sociedad argentina se
encuentra dividida en dos bandos irreconciliables, que podrían definirse, muy
apresuradamente, como kirchneristas y antikirchneristas. Aunque probablemente,
la división responda a motivos más profundos que la adhesión o el rechazo a la
familia Kirchner y su personal propuesta de gobierno.
Incluso, el periodista Jorge
Lanata se atribuye frecuentemente la creación del concepto de “la grieta”, cuando en realidad la
división de la sociedad argentina en dos mitades antagónicas, tal como veremos,
es muy antigua.
La grieta actual se trata de
una división política que separa y enfrenta a los argentinos por sus creencias
políticas, pero, más específicamente por sus concepciones sobre el mundo y como
la Argentina debe relacionarse con él y, al mismo tiempo, sobre cuál debe ser
el comportamiento del Estado con respecto a sus ciudadanos.
Resulta difícil precisar las
posiciones a cada lado de la grieta, especialmente porque son muy diversas.
Trataremos sin embargo de hacer una caracterización general intentando realizar
el menor número posible de simplificaciones.
Los kirchneristas, a grandes
rasgos, miran con simpatía al populismo. Un modelo político que combina un
liderazgo marcadamente personalista y autoritario con políticas distributivas
gestionadas desde el partido oficial. Todo ello sazonado con continuas
apelaciones a la soberanía popular y al nacionalismo declamatorio.
El gobierno populista, aunque
nace del sufragio universal recorta las libertades de las minorías en nombre de
los “intereses populares”, tal como
los interpretan el líder populista y su partido. En otras palabras, son
regímenes en los cuales el vencedor en los comicios se adueña de la totalidad
del Estado, según el principio de “el ganador toma todo” y rápidamente cambia
las reglas del juego para evitar que un rival haga lo mismo.
En la vereda opuesta se sitúan
quienes insisten en aferrarse a los principios del régimen republicano de
estilo jeffersoniano. Es decir, en una república basada en la división de
poderes, la alternancia de los gobernantes, la independencia de las
instituciones, el respeto a la disidencia política, a la propiedad privada, a
la libertad de prensa. Y, especialmente, donde las políticas sociales son
gestionadas desde el Estado. Con menos infantilismo revolucionario,
nacionalismo declamatorio y más eficacia en la gestión de las políticas
públicas y en el manejo de la economía.
En el contexto internacional,
quienes consiente o inconscientemente se sitúan en este campo, pretenden una
Argentina previsible, integrada al sistema internacional junto a los países
racionales. Una Argentina manteniendo vínculos diplomáticos normales con el
resto del mundo, en especial con los organismos financieros internacionales y
participando activamente del comercio internacional.
Como puede apreciarse, se
trata de dos modelos de países totalmente opuestos. Esto lleva inevitablemente
a la confrontación de quienes se sitúan en posiciones políticas opuestas.
La grieta termina por separar
a compañeros de trabajo, a los profesores de sus alumnos, a los amigos y
familiares, incluso, en algunos casos alcanza a los comerciantes con sus
clientes.
Pero, lo más grave es que cada
sector termina por considerar al otro no como una persona de ideas distintas
sino como un enemigo que debe ser derrotado o neutralizado.
LA
GRIETA HISTÓRICA
Lamentablemente, la Argentina
registra una larga histórica de divisiones y enfrentamientos que terminan saldándose
a través de la violencia.
En 1810, la sociedad
rioplatense se dividió entre españoles de ideas liberales y españoles de ideas
monárquicas. Entre los primeros predominaban los criollos y los “peninsulares” entre los segundos. Sin
que esta adscripción en uno u otro bando respetara siempre el lugar de
nacimiento.
Concretada la independencia,
la disputa se centró en la forma del gobierno. Durante los siguientes décadas
unitarios y federales ensangrentaron el país dirimiendo en el campo de batalla
y en sangrientas degollinas sus diferencias políticas.
De poco sirvió que después de
la batalla de Caseros (1852), Justo José de Urquiza prometiera una Argentina “sin vencedores ni vencidos”. La
formación del Estado argentino estuvo matizada por luchas políticas que solían
terminar definiéndose en el campo de batalla.
Después del levantamiento del
gobernador bonaerense Carlos Tejedor, en 1880, la federalización de la ciudad
de Buenos Aires trajo un inusual periodo de “paz
y administración”, pero nuevamente en 1890 los argentinos recurrieron a las
armas para tratar de resolver sus diferencias políticas.
Surgido el radicalismo como la
“causa democrática” que terminaría
con el “régimen falaz y descreído”
instrumentado por el patriciado ganadero.
Entre 1890 y 1943 la grieta y
la alternancia en el poder sería entre los conservadores ligados a la economía
agroexportadora y los miembros de la clase media de origen inmigratorio
vinculada a las profesiones liberales y usufructuaria del empleo público
representada por el radicalismo yrigoyenista.
Entre 1944 y 1974, la
Argentina se convirtió en una sociedad de masas de la mano del peronismo. Con
Perón, el primer presidente marcadamente populista de América Latina, la grieta
se profundizará a niveles sin precedentes en el siglo XX. Mientras un bando
sostenía “al enemigo ni justicia” y
auguraba una venganza de “cinco por uno”.
Los otros regocijaban de que el cáncer sacara del juego político a la “abanderada de los humildes”.
En 1955, la espantosa grieta
que separaba a los peronistas de los “gorilas”
o antiperonistas terminó por derivar en una breve pero cruenta “mini guerra
civil” que incluyó a la aviación argentina concretando su bautismo de fuego con
el bombardeo de su propia ciudad capital.
En tanto, los peronistas replicaban incendiando
iglesias al amparo de un Estado que miraba hacia otro lado.
Los sucesos de 1955
perpetuaron la grieta entre peronistas y antiperonistas por varias décadas más.
La Argentina vivió los siguientes años en medio de golpes de Estado, planteos
militares, huelgas generales, atentados explosivos, proscripciones electorales
y hasta los primeros brotes de guerrilla urbana.
En la década de los años
setenta, la Argentina vivió acosada por los dos demonios: el terrorismo
revolucionario y la brutal réplica del terrorismo auspiciado por el Estado. Empresarios,
jueces, sindicalistas, políticos, policías y militares cayeron en las calles
víctimas de las balas asesinas de los “jóvenes
idealistas”. Luego, la palabra “desaparecido”
y la tragedia de los bebes secuestrados de sus familias se hicieron parte de la
vida de los argentinos.
La grieta se profundizó aún
más cuando la lógica demanda por “verdad
y justicia” derivó en un revanchismo ciego que excedió toda forma de
justicia y terminó por olvidar el valor de los derechos humanos.
Así, llegamos a la grieta
kirchnerista. Néstor Kirchner utilizó la bandera de los derechos humanos para
sacar patente de progresista mientras se enriquecía descaradamente.
Gradualmente, el régimen se apoderó de las jubilaciones privadas, estableció
relaciones carnales con la Venezuela chavista, cayó en el aislamiento
internacional y gradualmente fue destruyendo la economía: puso cepo al dólar,
emitió moneda sin respaldo y descuido la inflación.
Finalmente, en 2015, el
kirchnerismo en manos de su viuda Cristina Fernández, fue derrotado en las
urnas por muy escaso margen. Pero aún conserva importantes espacios de poder en
el Congreso, los sindicatos, el poder judicial, la administración pública, las
organizaciones piqueteras y de defensa de los derechos humanos.
EL NEGOCIO DE LA GRIETA
Lejos de atenuarse, la grieta
conserva toda su vigencia enfrentando a argentinos con argentino en una lógica
perversa. La polarización atrapa al electorado en una disyuntiva donde termina
votando para impedir el triunfo de un candidato que detesta y no para
posibilitar el triunfo del candidato que prefiere. Para los votantes, a uno y
otro lado de la grieta, cualquier disidencia o crítica le suma puntos al bando
contrario.
Por lo tanto, deben apoyar
ciegamente al candidato de su lado de la grieta con mayores posibilidades de
triunfar. Aun cuando no esté totalmente de acuerdo con él, tenga reparos sobre
su capacidad para gobernar o, incluso, sobre su propuesta de gobierno.
Esto “uniformiza” a cada bando. Favorece al candidato con mayores
posibilidades y elimina a los terceros partidos. Por ello, tanto desde el kirchnerismo
como desde el macrismo hacen todo lo posible para mantener la grieta viva.
La grieta termina por mantener
vigentes a los líderes de cada sector y hace olvidar sus errores y corruptelas.
En esta forma, la grieta que divide a los argentinos termina siendo un gran
negocio para los políticos.
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