La crisis de gobernabilidad que
vive España por el separatismo catalán no se limita la Península Ibérica sino
que proyecta sus efectos sobre una Europa comunitaria aún golpeada por el
Brexit.
La crisis de España sigue su
marcha sin que los protagonistas se decidan a dar el paso decisivo. Puigdemont
juega a las escondidas y se niega a reconocer que ha declarado la independencia
de Cataluña y con gran desparpajo pide dos meses para arribar a los primeros
acuerdos. ¿Acuerdo sobre qué? ¿Acuerdos sobre la independencia y la separación
de bienes entre España y Cataluña? Nuevamente ambigüedad premeditada.
Mientras tanto Rajoy evita
aparecer como un represor de las libertades del pueblo catalán. Dilata la
aplicación del artículo 155 de la constitución española que posibilita la
intervención al gobierno de la Generalitat –y a cualquier otro gobierno
autonómico que desconozca el orden constitucional- para restaurar la legalidad
española.
Mientras tanto, los españoles
viven en la incertidumbre. Los optimistas confían en que finalmente no pasara nada,
que el conflicto se saldará con nuevas concesiones a los catalanes y nada más.
Otros –especialmente en Barcelona- no ven así la cuestión. Temen a los elementos
radicalizados dentro de la colación gobernante en Cataluña –especialmente Candidatura
d´Unitat Popular (CUP) y Ezquerra Unida- que no aceptarán otra cosa que la
independencia total y la creación de un nuevos Estado Catalán.
Las empresas españolas,
mientras tanto, no son nada optimistas y trasladan sus sedes sociales y
domicilios fiscales fuera de la autonomía. Anuncian que no realizaran despidos
ni reducirán sus inversiones en Cataluña, pero nadie les cree especialmente
porque han aclarado que no retornarán por al menos cinco años y siempre y
cuando el tema del separatismo se olvide para siempre.
La economía catalana, que alguna
vez fue el motor de España, ha dejado de serlo. El turismo ha disminuido sensiblemente,
muchas grandes inversiones se han cancelado y el nivel de empleo ha descendido.
Madrid ha superado a Barcelona como ciudad más pujante de España.
La crisis española ha
comenzado a preocupar a Europa. La Unión Europea ve con temor que el ejemplo
catalán sea imitado por otras regiones donde el separatismo está muy vigente.
La lista de tales lugares es
larga: las Islas Feroe quieren su independencia respecto de Dinamarca, Escocia
ha intentado en varias ocasiones romper con el Reino Unido, Flandes con Bélgica,
el Tirol del Sur y Véneto pretenden separarse de Italia, Córcega de Francia y
para colmo España podría terminar colapsando si el País Vasco, Galicia y Canarias
resolvieran imitar el ejemplo catalán.
Aún si luego de un largo
proceso –que implicaría al menos una década de difíciles negociaciones- los
nuevos Estados terminaran incorporándose a la Unión Europea, la multiplicación
de los miembros tornaría casi imposible arribar a acuerdos sustanciales pendientes,
como la creación de un Fondo Monetario Europeo.
Al mismo tiempo, los vientos
separatistas podrían avivar la hoguera de los nacionalismos europeos que
siempre culminan en la ultraderecha y el aumento de la xenofobia y el racismo.
Y eso es lo que menos precisa Europa y el mundo.
Por eso, lo mejor que podría
suceder en España es que la cuestión se resuelva rápidamente. La receta es
fácil. Aplicación del artículo 155 para convocar a nuevas elecciones
autonómicas esperando que la cordura prime entre los catalanes.
Luego vendría la
implementación de una reforma constitucional que establecería nuevas reglas
institucionales para todas las autonomías. Una suerte de barajar y dar de nuevo
para acallar los principales reclamos de los autonomistas esperando que España
pueda superar la prueba y deje de ser “el enfermo de Europa”.
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