En
los últimos años, Brasil ha pasado de ser la gran esperanza de los BRICs a
convertirse en un país en crisis, con serios problemas de gobernabilidad, con
una clase política seriamente cuestionada e inquietud entre los cuadros
militares; sin que las elecciones presidenciales del próximo mes de octubre
parezcan aportar alguna solución.
Frecuentemente toda referencia
a Brasil suele definirlo como “el gigante
sudamericano”. Ello se debe a que en su territorio, población y producto
bruto constituyen aproximadamente la mitad del total del subcontinente.
Por lo tanto, cualquier crisis
recesiva, más si se presenta acompañada de problemas de gobernabilidad, genera
serias repercusiones en el resto de los países de la región, en especial en
Argentina un importante socio comercial de Brasil.
Las convulsiones sociales
comenzaron en Brasil en 2013, con las protestas callejeras detonadas
inicialmente por el incremento en las tarifas del transporte público, a ello se
sumó pronto el rechazo a los grandes gastos originados por la organización de
la Copa Mundial de Futbol (2014) y los Juegos Olímpicos (2016).
Aunque la presidenta Dilma
Rousseff logró, por escaso margen, la reelección en 2014, su segundo periodo
presidencial pronto entró en crisis tanto por los problemas económicos – alta
inflación, desocupación y reducción del crecimiento del PBI- como por las
denuncias de corrupción conocidas como “mensalȃo”
-asignaciones mensuales- y “lava jato”
-lavadero de autos-, que involucraban a miembros del partido de gobierno y erosionaban
su base de apoyo en el Congreso. Hacia 2015, la gobernabilidad del país entró
en crisis.
En diciembre de 2015,
comenzaron las denuncias del llamado “Caso
Odebrecht” que reveló una gigantesca trama de sobornos. El escándalo de la
mayor empresa constructora de obras públicas e Brasil, como un huracán
conmocionó a la clase política de los doce países de América Latina y África
involucrados en la denuncia.
En algunos casos termino con
la renuncia de presidentes (el peruano Pedro Pablo Kuczynski y el
vicepresidente ecuatoriano Jorge Glas) y el procesamiento y encarcelamiento de
decenas de políticos sudamericanos (los expresidentes peruanos Ollanta Humala,
Alan García Pérez, Alejandro Toledo entre los más notorios pero en modo alguno
los únicos).
Aunque las investigaciones del
“Caso Odebrecht” no se llevaron a
cabo en todos los países involucrados. El gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela,
por ejemplo, negó todas las denuncias y nunca investigó el caso.
En Brasil, la presidenta Vilma
Rousseff finalmente fue destituida por el Congreso en 2016 y su predecesor y
mentor político, la figura más carismática y con mayor apoyo electoral del país,
el populista Luis Inácio “Lula” da
Silva terminó preso, en abril de 2018, por denuncias de corrupción. Deberá
cumplir una condena de doce años cárcel por corrupción y blanqueo de
dinero.
Con elecciones presidenciales
en octubre de este año, la única certeza sobre el rumbo futuro de Brasil es la
incertidumbre.
Aunque la economía presenta signos
de recuperación, el actual presidente, Michael Temer del Movimiento Democrático
Brasileño (MDB), sólo recibe el 7% de apoyo de la población y tiene diversas
causas abiertas ante la justicia.
En realidad, la mayor parte de
la clase política brasileña se encuentra sospechada de corrupción. Decenas de
legisladores, incluidos los líderes de los principales partidos, de izquierda y
de centro derecha, enfrentan investigaciones judiciales o directamente cumplen
condenas por corrupción.
En julio de 2017, la
prestigiosa revista “Congreso en Foco”
señaló que 238 parlamentarios, de un total de 594 legisladores (513 diputados y
81 senadores) tenían algún tipo de proceso penal ante el Superior Tribunal
Federal, el máximo tribunal de justicia del país.
Además de corrupción y la
crisis económica, otro grave problema que afecta a Brasil es el crecimiento del
crimen organizado. En 2017, se registraron 62.517 muertes violentas. Las
favelas brasileñas se han convertido en verdaderos campos de batalla. Las
bandas de narcotraficantes combaten, entre sí y con los grupos parapoliciales,
ensangrentando las ciudades.
Mientras tanto, las cárceles
brasileñas, atiborradas por 725.000 presos se han transformado en auténticas “leoneras” donde se forjan los futuros
líderes criminales.
El hacinamiento en los penales
brasileños frecuentemente deriva en cruentas masacres. Entre el 1° y 2 de enero
de 2017, por ejemplo, un motín en el Complejo Penitenciario Anísio Jobim, de
Manaos, Estado de Amazonas detonó en 17 horas de violencia que dejó un saldo de
56 reclusos -la mayoría de ellos perteneciente al PCC- decapitados, mutilados y
quemados, en un show macabro que fue filmado y difundido por los propios
reclusos. La banda criminal paulista respondió cuatro días después, asesinando
a 33 internos en una cárcel del Estado de Roraima, en el norte del país.
Una de las imágenes más
impactantes de la guerra brutal que se vivió en las cárceles brasileñas se difundió
unos días más tarde, en la cárcel de Alcaҫuz, estado de Río Grande do Norte. En
represalia por el asesinato de 26 miembros de la facción criminal Sindicato do Crime de Río Grande do Norte
(SDC), ordenada por el PCC, se desató un motín que duró once días. En el
medio de la rebelión carcelaria se conoció un vídeo donde un grupo de reclusos
del SDC, frente a una fogata, asaban restos humanos mientras gritaban
desaforados: “Churrasco do PCC”.
En Brasil operan más de
doscientas grandes organizaciones criminales. La más importante de ellas es el Primer Comando de la Capital (PCC) que
dirige desde la cárcel Marcos Willians Herba Camacho, más conocido por su alias
de “Marcola”. Herba Camacho cumple
una condena de 44 años de cárcel por robo a bancos y vehículos blindados de
transporte de caudales.
El PPC nació el 31 de agosto
de 1993, en el Anexo de la Casa de Custodia de Tubaté, conocido como “el piranhao” por ahí “las pirañas se comen unas a otras”.
Surgido en la ciudad más
importante de Brasil, Sâo Paulo, con sus veintidós millones de habitantes y un
PBI de 267.000 millones de dólares, el PCC no sólo es la organización criminal
más importante del país con más de 20.000 miembros activos y presencia en 22 de
los 27 estados brasileños, sino que ha comenzado a expandir sus operaciones en
las regiones fronterizas de Argentina, Bolivia, Colombia, Paraguay y Uruguay.
El 20 de abril de 2017, por
ejemplo, un comando de entre 30 y 50 combatientes del PCC altamente entrenados,
armados con fusiles de asalto, granadas de mano y explosivos de alto poder.
Atacaron las instalaciones de la mayor empresa de seguridad del mundo, Prosegur
S. A.; en la localidad paraguaya de Ciudad del Este, en la llamada “Triple Frontera”, argentina, brasileña
y paraguaya, robando un botín cuyo monto nunca fue debidamente establecido (las
versiones oscilan entre seis y cuarenta millones de dólares). Tampoco se
determinó nunca el origen de esos fondos que posiblemente provenían del
narcotráfico, el contrabando, la evasión impositiva y otros medios ilegales.
No puede sorprender que este
explosivo cóctel de recesión económica, corrupción política y expansión del
crimen organizado provoque en al menos de un sector del electorado descrea del
sistema democrático. Según datos de Latinbarómetro de 2017, sólo el 43% de los
brasileños apoya decididamente a la democracia frente al 78% en Venezuela y al
58% en Colombia.
Los brasileños que descreen
del sistema democrático suelen mirar a los militares como una alternativa
válida frente a la crisis.
El 7 de septiembre de 2017, un
día en que en Brasil se conmemoraba el fin de la monarquía y la introducción de
la república, un grupo de manifestantes pidió, durante los actos oficiales en
el centro de Río de Janeiro, la intervención de los militares y una “limpieza pública”. Una pancarta fue
desplegada en la avenida presidente Vargas, agradeciendo a los militares por “ayudar a construir un Río más pacífico”,
en alusión a las operaciones militares contra el narcotráfico realizadas ese
año en varias favelas.
Posteriormente, en mayo de
este año, el presidente Michael Temer, por primera vez desde el fin de la
dictadura (1964 – 1985), autorizó a los militares para realizar operaciones de
seguridad interior ayudando a neutralizar una protesta de camioneros que
amenazaba con paralizar al país.
Este mayor protagonismo de los
militares en asuntos civiles hace que los uniformados sean más vulnerables a
los cantos de sirena que llegan desde algunos elementos exaltados de la
civilidad.
En octubre de 2017, al menos
tres importantes generales en retiro expresaron la predisposición de las
fuerzas armadas a tomar el control del país para reencausarlo.
Ninguno de los altos jefes
militares que expresaron esa vocación antidemocrática sufrió sanciones por sus
actividades golpistas.
Aunque todos los analistas
descartan la posibilidad de que los militares brasileños se atrevan a
interrumpir el orden constitucional y dar un golpe de Estado, el desprestigio
en que ha caído la democracia en Brasil es sumamente preocupante.
Especialmente porque, descartada
la candidatura de “Lula” da Silva, el
candidato mejor posicionado en las encuestas es un excapitán paracaidista (al
igual que lo fue en su tiempo el venezolano Hugo Chávez Frías) llamado Jair Mesías
Bolsonaro perteneciente al minúsculo Partido Social Liberal.
Bolsonaro, de 63 años, ha
pasado 27 de ellos como diputado del Congreso brasileño, en los últimos tiempos
ha adquirido popularidad gracias al empleo de un exaltado discurso xenófobo,
homofóbico, misógino y autoritario.
El candidato del Partido
Social Liberal tiene más de cuatro millones de seguidores en las redes sociales
-el doble de los que reúne Lula- y recibe el apoyo de los militares, los
influyentes pastores evangélicos, los jóvenes de menos de treinta años y la
clase media con estudios universitarios.
Acérrimo defensor de la
dictadura militar de los setenta a los ochenta, Bolsonaro propone aplicar mano
dura contra los delincuentes -incluso recurriendo a la tortura, la castración
química de los violadores y la pena de muerte-, ampliar el acceso de la
población a las armas de fuego. Su lema de campaña es “una pistola por casa”. Incluso amenaza con adoptar medidas contra
la homosexualidad y el feminismo.
Aunque Jair Bolsonaro está muy
lejos de la presidencia, el apoyo que recibe su discurso populista de derecha
es preocupante en un país donde el 20% de los 148 millones de electores que
sufragaran en el próximo mes de octubre son analfabetos o semianalfabetos.
Como puede apreciarse el
cuadro sociopolítico por el que atraviesa actualmente el gigante sudamericano
es por demás preocupante, especialmente porque, como dice el refrán popular, si
Brasil estornuda, Sudamérica se resfría.
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