Hace setenta
años moría el dictador soviético Iósif Stalin, el mayor genocida en la historia
de la humanidad, responsable de la muerte de veinticinco millones de personas.
Si fuera posible medir a los genocidios por la
cantidad de víctimas, nadie se podría comparar con Stalin, ni siquiera el
siniestro Adolfo Hitler.
Porque mientras Hitler asesino a siete millones de
personas en los campos de concentración nazis y, supongamos, al menos otros
tres millones de personas como víctimas civiles durante la Segunda Guerra
Mundial. El dictador nazi habría alcanzado un total de diez millones de
víctimas, una cifra muy lejana de los veinticinco millones que se le atribuyen
al jerarca soviético.
Además, mientras que Hitler recolectó a sus víctimas,
no solo de su pueblo, sino especialmente, de los países que invadían sus
tropas. Stalin recolectó la casi totalidad de sus víctimas entre los pueblos
que conformaban la Unión Soviética.
El georgiano Iósif
Vissarionovich Dzuhgasvili, más conocido por su apodo revolucionario de “Stalin”,
acero, gobernó entre 1923 y 1953. Tomó el poder gradualmente en los últimos
años de vida de Vladimir Lenin cuando el revolucionario bolchevique yacía
postrado por un derrame cerebral.
Por
esos años, tras la Revolución Rusa de 1917, el país enfrentaba la consecuencias
de una intervención militar aliada, la guerra entre bolchevique y los ejércitos
blancos y por último la invasión de los polacos. Durante casi una década los
ejércitos asolaron el suelo ruso y en la humillante “Paz de Brest-Litovsk”
le arrancó parte de su territorio.
En
1923, la URSS, tal como describe Boris Pasternak en su “Doctor Zhivago”,
se había convertido en un país atrasado que duras penas producía los alimentos
necesarios para sostener a su pueblo.
Treinta
años después, a la muerte de Stalin, el 6 de marzo de 1953, la URSS se había
transformado en una potencia industrial con armas nucleares, había recuperado
todos los territorios heredados de los zares y expandido sus fronteras
absorbiendo a las Repúblicas Bálticas (Estonia, Letonia y Lituania) y parte de
Finlandia y Rumania. Controlaba a Europa Oriental a través de bases militares y
además integraba en forma permanente del Consejo de Seguridad de Naciones
Unidas con derecho a veto. Por último, el control que ejercía sobre el
movimiento comunista internacional (Cominter) incrementaba notablemente su
influencia global.
Sin
embargo, el precio humano que pagó el pueblo soviético por esa transformación
fue excesivamente alto.
En
1928, Stalin puso fin a la NEP, impuesta por Lenin en 1921, y comenzó la
colectivización forzada del agro soviético a través de la “guerra al kulak
saboteador”, provocando en Ucrania el Holodomor, un genocidio por hambre
que dejó un saldo de más de tres millones de ucranianos muertos.
Paralelamente
creó el mayor Estado policial de la historia, espionaje y delaciones llevaban a
torturas, ejecuciones sumarias o deportaciones masivas a Siberia, donde los
infortunados prisioneros debían vivir a la intemperie bajo terribles
temperaturas bajo cero, mientras trabajaban a pico y pala cavando en el suelo
congelado para construir faraónicas obras hidráulicas.
Pueblos
enteros (hombres, mujeres y niños), como los chechenos, karachais, calmucos o “alemanes
del Volga”, fueron embarcados en vagones de ferrocarril y obligados a hacer
un viaje de días hacinados y sin agua ni baños hacia Siberia. Los que
sobrevivían enfrentaban el frío, el hambre, los piojos y el tifus. Sus
posibilidades de supervivencia fueron muy escasas.
Stalin
era partidario de la ingeniería social, por lo cual organizó un programa de
rusificación donde miles de rusos étnicos fueron enviados compulsivamente a
radicarse en las repúblicas del Báltico, al Cáucaso o a las repúblicas
turcomanas de Asia Central a vivir en los mismos lugares que dejaba la
población enviada a Siberia.
El
Estado policial soviético creó la condición de “enemigo del pueblo” para
denominar a las personas detenidas. Una vez que el infortunado ingresaba a la
cárcel perdía su condición de “tovarich” (camarada) y se transformaba en
“zeki”[i]
ya no era una persona sino simplemente un nombre en una lista, un nombre para fusilar
o enviar al Gulag.
La
“condición de enemigo del pueblo” se hacía extensivo a los familiares cercanos
del condenado, quienes pasaban a ser “la madre, la esposa o los hijos de un
enemigo del pueblo”. Estos infortunados, cuando podían escapar a ser detenidos
ellos también, sufrían todo tipo de represalias y limitaciones: se restringían
sus desplazamientos, perdían sus trabajos, no podían ingresar a la universidad
y otras sanciones.
Primero,
empleó esa categoría de “enemigo del pueblo” para deshacerse de la “vieja
guardia revolucionaria bolchevique”: Trotsky, Zinoviev, Kamenev, Pyatakov,
Radek, Bujarin, Rykov y muchos otros) a quién la paranoia de Stalin hacia que
los viera como posibles rivales.
Más
tarde, cuando los planes quinquenales de gobierno fracasaban, Stalin eludía
toda responsabilidad culpando a sus ministros y funcionarios. Solía acusar a
sus ministros y altos funcionarios de ser espías y saboteadores al servicio de
las potencias capitalistas. Los juzgaba, escuchaba sus “confesiones” y
luego hacía que los condenaran a muerte y los ejecutaran.
Stalin
primero “purgó” al Partido Comunista, luego siguió con el cuerpo de
oficiales del Ejército Rojo. En dos años (1937 -1938) la purga eliminó a 3 de 5
mariscales (Tujachevsky, Yegorov y Blücher); 13 generales de Ejército de los 15
existentes, 8 almirantes de 9, 50 generales de Cuerpo de Ejército de un total
de 57; 150 generales de División de 186; 16 comisarios de Ejército de 16; 25
comisarios de cuerpo de Ejército de 28.[ii]
Durante
mi estadía de tres años en Moscú, tuve ocasión de conocer el “edificio de
los llantos”. El edificio de departamentos, situado en el centro de Moscú,
recibió esa denominación porque, en 1937, una noche llegaron camiones con
tropas de la NKVD, que procedieron a detener a los oficiales del Ejército que
vivían allí con sus familias. Se llevaron arrestados a los oficiales y a sus
esposas. Los hijos, muchos de ellos de corta edad, quedaron en las viviendas y
comenzaron a llorar y a recorrer los pasillos llamando a sus padres. Los pocos
oficiales que sobrevivieron a las detenciones no se atrevían a socorrerlos por
miedo a ser acusados de complicidad con los “enemigos del pueblo” y ser
arrestados ellos también.
Los
niños estuvieron llorando todo el día, por la noche retornaron los vehículos de
la NKVD y los infortunados infantes fueron enviados a orfanatos para “enemigos
del pueblo”.
La
purga siguió con los intelectuales y profesores susceptibles de influir en un
auditorio amplio de estudiantes. Las universidades fueron diezmadas. También
detuvieron a astrónomos, a los matemáticos que realizaban las estadísticas en
la Central de la Economía Nacional y conocían la realidad del país; a
centenares de biólogos que se oponían a la charlatanería del biólogo oficial
Lyssenko y finalmente a los médicos judíos en la conspiración de las “Batas
Blancas”.
Tampoco
escapó a la purga la propia NKVD, los represores y asesinos comenzando por su
líder Nikolai Yezhov, que fue ejecutado en 1940, cuando Stalin no lo necesito
más lo culpó de los crímenes que el mismo había ordenado.
Para
llevar a cabo esa represión genocida Stalin creó una red de campos de
concentración denominada con el acrónimo de “Gulag” (Glavnoye Upravlenie
Laguerei o Dirección de Campos de Concentración). Sobre el papel desempeñado
por este complejo carcelario en la historia soviética nos habla el premio nobel
de literatura Alexandr Solschenizyn: “Se estima que veinte millones de
personas pasaron por los Gulag y muchos terminaron allí sus vidas. Se cree que
tres millones de personas murieron al ser abandonadas en desiertos helados
donde debían realizar las excavaciones para abrir el canal del mar Blanco y el
Báltico.”[iii]
Posiblemente,
Solschenizyn haya subestimado el número de personas que pasaron por el Gulag en
tiempos de Stalin porque el 27 de marzo de 1953, dos semanas después de la
muerte de Stalin, Laurenti Beria ordenó una amnistía para 1.200.000 personas
recluidas en el Gulag, pero de todas formas las instalaciones carcelarias
continuaron superpobladas.
A
estas alturas del relato, el lector se estará preguntando por qué Stalin no es
visto y juzgado por los historiadores como el asesino en masa y genocida que
fue. ¿Por qué hay tantos libros y películas sobre Hitler y sus crímenes y tan
pocos sobre Stalin?
La
respuesta es sencilla, a los países que fueron aliados de Stalin, en especial
los Estados Unidos y el Reino Unido, no les interesa reconocer que, durante la
Segunda Guerra Mundial, para derrotar a Adolfo Hitler hicieron un pacto con un
dictador genocida igual o peor que el tirano nazi.
Lo
mismo ocurre con algunos intelectuales y políticos de izquierda que omiten los
crímenes de estalinismo. Reconocer que Stalin era un demente criminal, tal como
lo hizo Nikita Kruschev, el 26 de febrero de 1956, en su mensaje secreto al XX
Congreso del PCUS, es admitir que el Partido y la vanguardia esclarecida pueden
equivocarse al punto de cometer horrendos crímenes. Es admitir que el brazo extendido
de Lenin, en el monumento a la Revolución de Octubre de la Plaza de Octubre en
el centro de Moscú, que señala el rumbo que deben seguir los comunistas,
posiblemente esté indicando un camino equivocado.
Es
por lo que los crímenes de Iósif Stalin, setenta años después de su muerte,
permanecen en gran medida ignorados.
Para
muchos rusos aún, los crímenes de Stalin deben pasarse por alto porque él fue
el artífice de la victoria contra el invasor fascista durante la Gran Guerra
Patria y de la reconstrucción de la URSS en los años posteriores. Piensan
que en ocasiones la victoria demanda sacrificios excepcionales.
Quizá
sea por ello que, Iósif Stalin es precisamente el “héroe” nacional al que
Vladimir Putin pretende apelar para despertar el nacionalismo y belicismo ruso en
la guerra con Ucrania.
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