Eran los días del tercer gobierno de Perón y el
general había prometido rendirle cuentas al pueblo el 1° de mayo de 1974. Los
montoneros intentaron presionar al anciano general copando el acto con su poder
de movilización, pero este reaccionó duramente expulsándolos del acto en la
Plaza de Mayo.
En las primeras horas de la
una tarde soleada en la Plaza tronaban los cánticos de los Montoneros: “¿Qué
pasa, qué pasa General que está lleno de gorilas el gobierno Popular”. O el más cruel: “Vea, vea, vea, que manga de
boludos, votamos a una muerta, una puta y un cornudo” gritaban
desafiantes miles de gargantas juveniles. La referencia era clara. La muerta
era Evita, la puta era Isabel Perón y el cornudo nada menos que El
General.
Para evitar los
enfrentamientos entre los distintos grupos peronistas asistentes a Plaza de
Mayo, tal como había ocurrido en Ezeiza el año anterior, las autoridades del Movimiento
Peronista estableció que los distintos sectores asistentes sólo debían portar
banderas argentinas. Pero los jóvenes de la Tendencia Revolucionaria ingresaron
con un inmenso cartel con la palabra “Montoneros” desarmado y con las partes ocultas
entre sus ropas. Una vez situados frente al palco de la Casa Rosada ensamblaron
las distintas partes y levantaron el gigantesco cartel marcado su presencia y
en abierto desafío al presidente Perón
Ese día, el viejo caudillo
volvía al balcón que había sido escenario de sus mejores momentos políticos
tras una forzada ausencia de dieciocho años. Era su reencuentro con el pueblo
peronista. Un reencuentro que estaba demostrando no ser todo lo dulce que él
tantas veces había soñado en las largas tardes de su exilio madrileño. La juventud
maravillosa no venía a gritar “la vida por Perón” sino
a cuestionar por qué estaba “lleno de gorilas el gobierno popular”.
Perón reaccionó como solía
hacerlo cuando era desafiado. Antes que nada el anciano caudillo era, y lo
había sido toda su vida, un militar acostumbrado a mandar y ser obedecido.
Además no era un militar cualquiera, era un “general de la Nación”,
en verdad de dos naciones a la vez –Argentina y Paraguay-, además era el líder
de un movimiento político que había hecho del “verticalismo” –es
decir de la subordinación absoluta a su conductor- una de sus
características más sobresalientes. Por lo tanto, no iba a tolerar abiertas
insubordinaciones de sus seguidores.
Con el rostro encendido por la
indignación y flanqueado por Isabel Perón y el "brujo" José López Rega, ministro de Bienestar Social, Perón disparó: “Estúpidos”, “Imberbes” e
inmediatamente advirtió que “aún no había tronado la hora del escarmiento”.
En realidad el escarmiento habían comenzado a darlo los parapoliciales de
la Triple A, con una bomba al senador radical Hipólito Solari
Yrigoyen, pero el anciano general omitió cualquier referencia a ello. Diez días
más tarde los asesinos de la Triple A terminarían con la vida del padre Carlos
Mujica -11/5/74- y más tarde la del diputado izquierdista Rodolfo Ortega Peña
-31/7/74-.
Las palabras del septuagenario
caudillo sonaron como un cachetazo en los oídos de los jóvenes de la Tendencia
Revolucionaria del peronismo, que hasta unos pocos meses antes, habían
imaginado que Perón los conduciría a una “Patria Socialista” similar
a la que había construido Fidel Castro para el pueblo cubano.
Ahora, contundente y brutal,
Perón los despertaba de sus sueños infantiles. No habría revolución ni liberación
nacional, la patria no sería socialista sino peronista y ellos no eran más
la “juventud maravillosa” sino los “infiltrados”.
Algo aturdidos, bajaron la cabeza, mordieron su rabia, enjuagaron alguna
lágrima de indignación y comenzaron a abandonar lentamente la histórica plaza.
Dejaban atrás su inocencia política y muchas ilusiones. No es aventurado
imaginar que entre aquellos jóvenes veinteañeros que arrastraban desalentados
sus banderas se encontraban Néstor Kirchner, Cristina Fernández, Jorge Taiana,
la por entonces diputada nacional por la Juventud Peronista, Nilda Garré y
otras figuras del gobierno actual.
A Perón solo le restaban sesenta días de vida y en
Argentina había comenzado el reflujo de masas en el campo popular que
desembocaría en la tragedia del 24 de marzo de 1976.
En adelante el 1º de mayo de
1974 sería recordado como el día que Perón hecho a los Montoneros de la
Plaza.
PERON Y LOS MONTONEROS: UNA
HISTORIA DE DESENCUENTROS
La relación que Perón mantuvo
con los sectores de la Tendencia Revolucionaria siempre fue
una suerte de matrimonio de conveniencia donde cada parte sospechaba de la otra
y confiaba en que a la larga impondría a ésta sus condiciones.
Las mentes más esclarecidas en
la conducción de Montoneros no se habían engañado nunca sobre la verdadera
naturaleza del peronismo. Consideraban a Perón como un político burgués, un
populista autoritario, un “milico” que en el fondo tenía ideas algo
conservadoras, cuyo mayor mérito había sido traducir con éxito las técnicas de
propaganda y organización estatal del fascismo mussoliniano a la realidad y
cultura argentinas. Sin duda, un mérito que no era menor.
Comprendían que el peronismo
no era un partido basado en la lucha de clases, sino en una inestable alianza
entre el movimiento obrero y la burguesía industrialista nacional arbitrada y
controlada desde el Estado. Es decir, un movimiento tibiamente reformista que
como advirtiera su conductor se proponía llevar a cabo una revolución con
tiempo y no con sangre.
No obstante, los Montoneros
confiaban que el tiempo y la biología estaban a su favor. Creían en su
capacidad para forzar a Perón hacia posiciones gradualmente más
revolucionarias. Tenían un gran poder de movilización, controlaban la calle y
contaban con un importante aparato militar, además eran jóvenes y podían
esperar. Más temprano que tarde, Perón moriría dejando a la masa popular en un
estado de orfandad política. En ese momento, ellos se presentarían a cobrar su
inversión, como herederos de Perón.
Juan D. Perón, por su parte,
había vivido el Mayo Francés del 68 desde Europa y sabía muy bien con quienes
trataba, pero los necesitaba como una pieza más -no la única y ni siquiera la
principal- en su armado estratégico. Confiaba que con el tiempo el peronismo
terminaría por digerir los ímpetus revolucionarios de estos jóvenes en el “trasvasamiento
generacional” que seguiría a su muerte. Esperaba cooptar a los
dirigentes más lúcidos a fuerza de cargos y prebendas y marginar solo a los
elementos más radicalizados. Perón creía que había un lugar dentro del
peronismo para estos “muchachos” siempre que no sacaran las
manos del plato.
El problema surgió por la
incapacidad de la Tendencia Revolucionaria de llevar a cabo un proceso de
acumulación de poder sin entrar en conflicto abierto con el liderazgo de Perón.
En la década de 1970 dos
estrategias revolucionarias dividían a la izquierda argentina. Por un lado,
estaban los “movimientistas”, como Nahuel Moreno -es decir, Hugo
Brezzano-, que sostenían la necesidad de construir un gran “partido de
masas” como requisito previo al inicio de la lucha armada y la toma
del poder. En otras palabras, los que ponían el trabajo político por encima de
las acciones militares.
Por el otro lado, estaban
quienes defendían la estrategia conocida como “foquismo”, cuyos
principales teóricos eran Fidel Castro, Ernesto Che Guevara y Regis Debray.
Esta estrategia postulaba que era suficiente con crear un “foco revolucionario”
–desarrollando una guerra de guerrillas en un área rural alejada- para encender
la revolución en todo el país y tomar el poder. Hacia esta última posición se
orientaron los líderes del Partido Revolucionario de los Trabajadores y
su Ejército Revolucionario del Pueblo, Roberto “Roby” Santucho
y el “pelado” Enrique Gorriarán Merlo.
Dentro de la Tendencia
Revolucionaria convivían partidarios de ambas estrategias, el debate
fue intenso y apasionado, pero finalmente se impuso la visión foquista de
la Conducción Nacional en manos de Mario Firmenich, Roberto
Quieto, Fernando Vaca Narvaja, Roberto Cirilo Perdía, Roberto Habegger y otros
jóvenes partidarios de una salida militarista.
Estos últimos tomaron la
decisión de acelerar el proceso revolucionario presionando a Perón con
declaraciones en favor de la creación de milicias populares, ocupaciones de
dependencias públicas, movilizaciones populares e incluso acciones armadas como
el asesinato del Secretario General de la CGT, José Ignacio Rucci, pocas horas
después de que Juan D. Perón fuera elegido presidente constitucional por
tercera vez.
Perón había reconocido los
servicios que prestaran para su retorno estos sectores combativos. Les concedió
cargos en las gobernaciones de provincias claves –Bs. As., Mendoza, Córdoba,
etc.-, bancas en la Cámara de Diputados, el control del ministerio de Educación
y de las universidades. Una importante cuota de poder, que no obstante pareció
insuficiente a los dirigentes de la Tendencia.
En realidad, el problema
residía en la inexperiencia política y la absoluta incapacidad para construir
poder que evidenciaba la conducción de la Tendencia Revolucionaria. Los cuadros
juveniles eran excelentes para movilizar a sus partidarios, idear consignas
para los actos y llevar a cabo otras acciones de agitación callejera. Pero su
análisis de la realidad era infantil, no fueron capaces de crear canales de
comunicación con la dirigencia política y en muchos casos se enteraron de lo
que ocurría en el gobierno del que formaban parte –al menos en teoría- por los
diarios.
Además, su soberbia y
omnipotencia los hacía creer que cualquier acontecimiento que evidenciaba una
derrota para ellos, o bien no era una derrota o no era producto de un error de
cálculo de su parte. En síntesis, carecían de toda posibilidad de autocrítica.
Cuando se hizo evidente que
Perón respondía a cada provocación recortando el poder que les había otorgado:
destituyó a Rodolfo Galimberti de su cargo de Secretario de la Juventud en el
Consejo Superior del Justicialismo, los marginó de la comisión que organizó el
retorno definitivo de Perón, permitió la salvaje balacera del 20 de junio en
los bosques de Ezeiza, desplazó a Héctor J. Cámpora con quien Montoneros tenía
una fluida relación, intervino la UBA con una figura de ribetes nacional fascistoides
como Alberto Ottalagano, desplazó al Teniente General Jorge Raúl Carcagno y al
coronel Juan Jaime Cesio, dos militares admiradores de la Revolución Peruana y
artífices del “Operativo Dorrego” que llevó a confraternizar a
oficiales del Ejército con militantes de Montoneros; finalmente avanzo contra
los gobernadores y legisladores que simpatizaban con la Tendencia.
Mientras tanto, lo única
respuesta que era capaz de articular la conducción de Montoneros consistía en
realizar otra nueva “apretada” contra el “Viejo”.
El choque final se produjo
aquel 1º de mayo de hace cuarenta años, sesenta días después Perón moría, en
medio del llanto de los peronistas y la angustia e incertidumbre del resto de
los argentinos, y era enterrado vistiendo su querido uniforme de general. Pero
para entonces nadie en Argentina creía que los Montoneros fueran los herederos
de Perón. Es más ni siquiera nadie creía que los Montoneros fueran peronistas.
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