LOS
CICLOS ECONÓMICOS DE KONDRATIEV
Hace unos cien años, el
economista soviético, que terminaría sus días fusilado por orden de Josiph
Stalin, Níkolai Kondratiev (1892 -1938) formuló una interesante teoría sobre la
economía capitalista mundial.
Para Kondratiev, cada 47 a 60
años -lo que denominaba un “ciclo largo”-
la economía capitalista se expandía apropiándose de nuevos países, zonas o
ramas de la producción.
Luego de un “ciclo largo” el impulso de crecimiento
se detenía y la economía capitalista se contraía. El mundo enfrentaba entonces
un ciclo más corto de crisis más o menos profunda antes de recuperarse para el
inicio de otro “ciclo largo” de
expansión y prosperidad.
La teoría de los ciclos de
Kondratiev ha sido tan intensamente combatida como defendida.
Pero, la idea de la existencia
de ciclos en la actividad económica y política puede ser de utilidad para
comprender lo que actualmente está ocurriendo en América Latina.
La evolución política que
sigue un determinado país a mediano y largo plazo suele comprenderse mejor si
se analiza lo que ocurre en el contexto regional, que si centra el estudio en
un solo país.
Es decir, si queremos
comprender hacia donde se dirigen los destinos de Venezuela, Bolivia, Ecuador o
la Argentina en la próxima década será conveniente analizar, además de las
fuerzas políticas locales, el ámbito regional donde estas fuerzas deberán
desarrollar su accionar. Recordemos que ya Tulio Halperín Donghi señaló que
para comprender la evolución de América Latina había que tomar a la región como
sujeto histórico homogéneo.
Es precisamente allí, en el
análisis político regional, donde puede detectarse que América Latina parece
seguir procesos cíclicos.
Es decir, durante determinada
cantidad de años los países latinoamericanos aplican un cierto modelo de
desarrollo, pongamos por caso un modelo de crecimiento basado en la exportación
de materias primas. Si el momento internacional es oportuno, y si hay una demanda
sostenida para esos productos, la región atraviesa por una etapa de prosperidad
más o menos prolongada según el caso. Pero, en algún momento, un hecho externo
interrumpe el normal funcionamiento de este modelo -una guerra mundial, un
cambio tecnológico o la simple contracción de la demanda por una crisis global,
etc.-, es entonces cuando la región entra en una crisis que inmediatamente
afecta, en diverso grado a la gobernabilidad y estabilidad institucional de los
países que la integran.
En algunos casos los ciclos
serán de gobiernos burocráticos autoritarios de carácter militar, en otros de lo
que Guillermo O´Donnell denomina como “democracias
de baja intensidad”, de gobiernos neoliberales o de gobiernos populistas.
En cualquiera de estos casos no se tratará de modelos nacionales sino de
modelos regionales que durarán aproximadamente entre una y dos décadas como
máximo.
Consideremos por ejemplo las
primeras dos presidencias de Juan D. Perón y veremos que su gobierno guardaba
similitudes con otros de la región. Si consideramos los años en que controlaba
el gobierno de Argentina, entre 1944 y 1955, encontraremos un ciclo de
aproximadamente diez años de gobierno cesarista.
Es decir, de un gobernante de
origen militar que llegaba al poder por el voto popular y que gestionaba al
país en forma autocrática. En ese entonces encontraremos en América Latina
gobiernos con rasgos similares.
En Brasil gobernaba el cuatro
veces presidente Getulio Vargas, el creador del Estado Novo. Vargas gobernó Brasil
intermitentemente desde 1930 hasta su suicidio en 1954.
En Chile, hacía lo propio el
general Carlos Ibáñez del Campo quien cumplió dos períodos constitucionales de
gobierno: 1927 – 1931 y 1952 – 1958.
En Paraguay, después de un
golpe de Estado, elecciones periódicas mantuvieron en la presidencia del país
durante 37 años (1954 – 1989) al general Alfredo Stroessner.
En Nicaragua, gobernó durante
16 años, el “Tacho”, Anastasio Somoza
García quien transmitió en poder a su hijo.
En Venezuela, un golpe de
Estado militar llevó a la presidencia, por seis años, al general Marcos Pérez
Giménez.
En Santo Domingo, gobernaba
otro militar llegado al poder por elecciones de dudosa calidad democrática,
Rafael Leónidas Trujillo, “el Benefactor”,
quien controló los destinos de ese país a sangre y fuego entre 1930 y su
asesinato en 1961.
Incluso forzando el análisis,
para incluir a España, durante la vida de Perón gobernó en la Península el
generalísimo Francisco Franco Baamonde (1936 -1975).
A muchos peronistas
seguramente no le agradará mucho ver al “General”
en compañía de personajes de la calaña de Stroessner, Somoza, Trujillo o Franco,
pero, lo cierto es que algunos de estos regímenes presentaban rasgos más o
menos similares a los que en ese entonces exhibía el justicialismo -como el descarado
culto a la personalidad entre otros-. Incluso cuatro de ellos (Stroessner,
Pérez Giménez, Trujillo y Franco) brindaron -en solidaridad- auxilio y asilo
político a Perón durante su largo exilio de 17 años.
Admitimos, sin embargo, que el
peronismo se ha transformado en una forma de gestión del Estado con rasgos
propios de la Argentina y que los gobiernos citados en cada caso tenían
elementos singulares propios de la dinámica política y la historia del país
donde se establecieron.
Veamos cómo funciona la teoría
de los ciclos políticos regionales cuando se revisan muy brevemente los últimos
cincuenta años de la historia latinoamericana.
EL
ENSAYO DESARROLLISTA
Podríamos partir de un breve “ciclo desarrollista” a comienzos de los
años sesenta.
Por ese entonces, América
Latina se encontraba estancada en una economía extractiva y de mono producción
agrícola que enfrentaba serios problemas de subdesarrollo socioeconómico.
Eran los años de la Guerra
Fría, y el gobierno estadounidense de John F. Kennedy, temía que el ejemplo de
la Revolución Cubana ejerciera
influencia sobre las descontentas elites educadas de la región.
Fue entonces que el presidente
Kennedy decidió lanzar la “Alianza para
el Progreso”, un programa de desarrollo al estilo del Plan Marshall, que
había permitido la recuperación de Europa en la posguerra.
Dos presidentes de la región
tomaron inmediatamente la bandera del “desarrollo”
-es decir de la industrialización acelerada- como acción de gobierno
prioritaria. Fueron Arturo Frondizi (1958 – 1963) y Juscelino Kubitschek de
Oliveira (1956 – 1961), el fundador de Brasilia e impulsor del desarrollo
industrial del Brasil.
Lamentablemente, al poco
tiempo Frondizi fue derrocado por los militares, Kennedy fue asesinado y Kubitschek
finalizó su mandato. Brasil tuvo un par de gobiernos débiles y erráticos hasta
que, en 1964, los militares tomaron el poder. Para colmo, los estadounidenses
se enemistaron con la región después de su intervención militar en Santo
Domingo durante 1965.
La Administración de Lyndon
Johnson, en los Estados Unidos, pronto estuvo demasiado ocupada en Vietnam para
continuar con el intento de contribuir al desarrollo industrial de América
Latina.
El ciclo desarrollista se
circunscribió a Argentina y Brasil porque eran los dos únicos países de la
región que contaban con algún desarrollo industrial previo, aunque incipiente.
Los gobiernos militares que tomaron el poder en estos países en los años
sesenta de alguna manera mantuvieron el interés por la industrialización y la
modernización.
UN
LARGO CICLO DE REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN
Se abre entonces un largo
ciclo de dos décadas entre 1963 y 1983 en que la región presenta un cuadro de
débiles e inestables gobiernos democráticos que suelen caer víctimas de golpes
de Estado en medio de la actividad cada vez más intensa de grupos revolucionarios
que apelan infructuosamente a la “lucha
armada” en nombre del socialismo, para solo conseguir ser salvajemente
reprimidos.
Los problemas de
gobernabilidad y legitimidad por la gestión son tan graves en la región que
frecuentemente incluso los gobiernos de facto militares son desplazados por
golpes de Estado llevados a cabo por otros militares. En Argentina, los
presidentes de facto Juan Carlos Onganía y Roberto M. Levingston fueron
desplazados por el general Alejandro Agustín Lanusse, en Perú, tal como veremos
más adelante, el general Juan Velazco Alvarado fue desplazado del gobierno por otro
militar, el general Francisco Morales Bermúdez, etc.
Los grupos revolucionarios
adquieren protagonismo en la región después del triunfo de la Revolución Cubana,
en 1959, y muestran una mayor virulencia en su accionar después de la exclusión
de Cuba del sistema americano tras la Conferencia de Punta del Este, en abril
de 1962.
Durante los años sesenta, los
grupos revolucionarios se inclinaban principalmente por el “foquismo rural” una estrategia de lucha guerrillera en las selvas
donde un grupo de “heroicos”
combatientes con su ejemplo y sacrificio despertarían la conciencia
revolucionaria de sus pueblos.
En la práctica, reducidos
contingentes de guerrilleros mal armados y peor preparados para la vida y la
lucha en la selva se lanzaban a la aventura, para luego ser rápidamente muertos
o capturados por las fuerzas de aplicación de la ley.
El fracaso de Ernesto “Che” Guevara y su pintoresca “armada Brancaleone” recorriendo las
sierras de Bolivia rumbo a su muerte en el caserío de La Higuera, en 1968, cerró esta etapa de infantilismo guerrillero.
A comienzos de los años
setenta los revolucionarios cambiaron de estrategia pasando al “movimientismo”. Siguiendo esta
concepción los revolucionarios se incorporaban a algún movimiento de masas no
marxista -practicando el llamado “entrismo”-
con la intención de alcanzar posiciones de conducción y luego llevarlo hacia el
rumbo de la revolución socialista. Tal el procedimiento seguido por los
Montoneros al incorporarse como “formación
especial” del peronismo setentista.
La estrategia revolucionaria
se completaba con la apelación a la “guerrilla
urbana”, tal como la había concebido el comunista brasileño Carlos de
Maringuela que sistematizó las prácticas del FLN durante la guerra de
liberación colonial en Argelia.
El “movimientismo”, el “entrismo”
y la “guerrilla urbana” conformaron
el modelo a seguir por los partidos revolucionarios latinoamericanos en los años
setenta, en especial después de que el triunfo del socialista Salvador Allende
en Chile (1970) y luego el peronista Héctor J. Cámpora en Argentina (1973),
crearon una suerte de “Primavera
Revolucionaria” en el cono sur de América.
La guerrilla urbana fue
practicada en Argentina por los trozkistas del “Partido Revolucionario de los Trabajadores y su Ejército Revolucionario
del Pueblo” (PRT-ERP); los marxistas leninistas de las “Fuerzas Armadas Revolucionarias” (FAR) y los seudo peronistas de Montoneros, además de otras
organizaciones menores en muchos casos fracciones que se separaron de estas
tres. En la lucha armada en Bolivia se destacó el “Frente de Liberación Nacional”. En Brasil las principales
organizaciones guerrilleras fueron el “Comando
de Liberación Nacional” y luego la “Vanguardia
Armada Revolucionaria – Palmares” (en ambas organizaciones tubo una activa
militancia la presidenta Dilma Rousseff). En Chile primero fueron los
trozkistas del “Movimiento de Izquierda
Revolucionaria” y luego el “Frente
Patriótico Manuel Rodríguez” regentado por el Partido Comunista Chileno. En
Colombia la lucha armada fue llevada a cabo por el “Movimiento 19 de Abril” (M-19), los maoístas del “Ejército de Liberación Nacional”. y los
marxistas de las “Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia” (FARC). En Nicaragua el “Frente Sandinista de Liberación Nacional”. En Venezuela los
marxistas leninistas de “Bandera Roja”
y en Uruguay el “Movimiento de Liberación
Nacional – Tupamaros”.
Estos grupos revolucionarios
eran apoyados logística y políticamente desde La Habana como una forma de
mantener su presencia en la política regional.
Años más tarde, algunos de los
jóvenes revolucionarios que abrazaron la lucha armada para cambiar sus
sociedades al costo de cárceles, torturas y exilios se “reciclaron”, en la madurez, como dirigentes en la política
democrática de sus respectivos países.
La expansión de los
movimientos guerrilleros fue rápidamente cauterizada por una serie de golpes de
Estado militares que instalaron un autoritarismo burocrático que, en nombre de
la “teoría de la seguridad nacional”,
aplicaron duras políticas represivas las cuales incluyeron graves violaciones a
los derechos humanos.
El 27 de junio de 1973, se
estableció un gobierno de facto militar en Uruguay, aunque en una primera etapa
se mantuvo la ficción de que gobernaba el presidente constitucional Juan María
Bordaberry y luego otros dirigentes civiles designados por las fuerzas armadas,
como el abogado Aparicio Méndez, hasta que en 1981 se terminó con la ficción y
el general Gregorio Álvarez se hizo cargo de la presidencia.
El 11 de septiembre de 1973,
el general Augusto Pinochet Ugarte encabezó un sangriento golpe de Estado en
Chile que culminó con la muerte del presidente Salvador Allende y dio paso a
prolongada dictadura que perpetuó hasta comienzos de los años noventa.
En 1975, en un golpe dentro
del golpe, el general Francisco Morales Bermúdez desplazó al general Juan
Velasco Alvarado poniendo fin a la “Revolución
Peruana”, una experiencia política que combinaba un tibio reformismo social
con un nacionalismo populista, todo ello bajo la tutela de las fuerzas armadas,
y que se iniciara con el golpe de Estado de 1968.
En Brasil gobernaban los
militares desde 1964 y en Paraguay el eterno general Alfredo Stroessner lograba
retener el poder en una seudo democracia.
Bolivia en esas décadas
batiría todos los records en inestabilidad política y golpes de estado.
EL
CICLO DE LA RESTAURACIÓN DEMOCRÁTICA
La década de los años ochenta
marcó en América Latina el fin de los gobiernos militares. El ciclo se inició, 28
de julio de 1980, cuando los militares peruanos entregaron el gobierno al mismo
presidente que habían derrocado en 1968 y que se impuso en las elecciones, el
arquitecto Fernando Belaúnde Terry.
En abril de 1982, la guerra de
Malvinas puso en cuestión, para los Estados Unidos y sus aliados de la OTAN, la
confiabilidad en los gobiernos de facto anticomunistas. Los militares
latinoamericanos con mucha frecuencia sucumbían a la tentación del nacionalismo
independentista. Fue entonces cuando desde los centros de poder del primer
mundo comenzó a trabajar por la democratización de América Latina empleando
como principal instrumento contra los gobiernos militares las violaciones a los
derechos humanos que hasta entonces en gran medida habían tolerado.
El 10 de octubre de 1982, tras
una elección democrática realizada en 1980, llegó a la presidencia de Bolivia por
segunda vez (su primera presidencia fue entre 1956 y 1960), el abogado Hernán
Silez Suazo, de la Unidad Democrática Popular.
El 10 de diciembre de 1983,
asumió la presidencia de Argentina el dirigente radical Dr. Raúl R. Alfonsín.
El nuevo presidente llevó a cabo una enérgica revisión de las violaciones a los
derechos humanos realizadas por los militares y también de las
responsabilidades en la Guerra de Malvinas. Los miembros de las Juntas
Militares que gobernaron durante el llamado “Proceso
de Reorganización Nacional” fueron condenados a duras penas de cárcel.
El 1º de marzo de 1985, asumió la presidencia
constitucional de Uruguay y el doctor Julio María Sanguinetti poniendo fin al
gobierno de facto.
Meses más tarde, en 1985, los
militares que gobernaban Brasil desde hacia más de dos décadas entregaron la
presidencia a José Sarney, el vicepresidente electo, debido a que el presidente
Tancredo Neves falleció antes de asumir su cargo.
En 1989, fue derrocado Alfredo
Stroessner por un golpe de Estado encabezado por el general Andrés Rodríguez
Pedotti, que inmediatamente llamó a elecciones y -en la mejor tradición
paraguaya- se convirtió en presidente constitucional.
Finalmente, en 1990, el
demócrata cristiano Dr. Patricio Aylwin Azócar asumió como presidente
constitucional en Chile, una democracia todavía bajo tutela de las fuerzas
armadas pero que marcaba el fin del régimen de facto.
En una década América Latina
inició una difícil transición hacia la democracia. La mayoría de los nuevos
gobiernos constituían “democracias de
baja intensidad” que pretendían, a veces con escaso éxito, inspirarse en
los gobiernos socialdemócratas europeos.
Los primeros años de la
democracia restablecida no fueron demasiado fáciles para los latinoamericanos.
A las naturales tensiones de la transición hacia la democracia, en la mayoría
de los países de la región se sumaban el agobiante endeudamiento externo, los
abrumadores déficits fiscales, el flagelo inflacionario y la pobreza
estructural.
Para colmo de males, las
guerrillas no desaparecieron totalmente de la región y siguieron acosando a los
flamantes gobiernos constitucionales. En 1979, el Frente Sandinista de Liberación
Nacional derrocó al general Anastasio Somoza DeBayle, “Tachito”, el último de la dinastía somocista que gobernó al país por
34 años. El gobierno sandinista, bajo la presidencia de Daniel Ortega,
convirtió a Nicaragua en una franquicia cubana.
Los problemas económicos de la
URSS llevaron a la Secretaría del PCUS a Mijaíl Gorbachov que aplicó una
política de glasnost y perestroika que solo agravó los problemas. Pronto tanto
la URSS como aliados cubanos debieron recortar el apoyo financiero que
destinaban a impulsar la revolución latinoamericana.
Los grupos revolucionarios que
sobrevivieron encontraron en el narcotráfico una fuente alternativa -y mucho
más lucrativa- de financiamiento.
La revolución en América
Latina tuvo en la década de los ochenta dos escenarios. Por un lado, el cordón
andino. En Colombia el M-19, las FARC y el ELN se convirtieron rápidamente en
narcoguerrillas. En Ecuador apareció el movimiento “Alfaro Vive ¡Carajo!” y en
Perú irrumpieron con inusitada violencia los maoístas del Partido Comunista del
Perú – Sendero Luminoso que comandaba el profesor Abimael Guzmán y los
marxistas del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. En Chile continuaban
operando contra el gobierno de Pinochet, los “violentistas” del Frente Patriótico Manuel Rodríguez.
En Centroamérica, el gobierno
sandinista debía hacer frente a la guerrilla contrarrevolucionaria de “Los
contras” apoyados por el gobierno estadounidense de Ronald Reagan. En El
Salvador operaba la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la de Liberación
Nacional apoyado por los sandinistas. En Guatemala la lucha revolucionaria
estaba en manos del Ejército Guerrillero de los Pobres.
Es por ello que los años
ochenta, en América Latina, son conocidos como “la década pérdida”. Afortunadamente, no obstante todos estos
graves problemas, la democracia logró sobrevivir.
EL
CICLO NEOLIBERAL
En 1989 el escenario mundial
cambio bruscamente. Se derrumbó el Muro de Berlín, la Guerra Fría llegó a su
fin y los derrotados fueron los países que integraban el Bloque Socialista. La superpotencia vencida fue fragmentada en
quince estados, en esta forma Federación de Rusia sucedió a la URSS.
En esos años, América Latina
ingresó entusiasta en el Consenso de
Washington. Esa terminología, creada por el economista John Willianson,
sirvió para denominar un programa político que implicaba para los países
subdesarrollados llevar a cabo un conjunto de reformas estándar que les
permitirían superar la crisis económica de la década pasada.
Esas medidas consistían en
general: disciplina en la política fiscal evitando los grandes déficits, el fin
de los subsidios al consumo, reforma tributaria, liberalización del comercio,
supresión de las barreras a la inversión extranjera directa, seguridad jurídica
a la propiedad, privatización de las empresas estatales, etc.
Una serie de gobiernos
latinoamericanos se convirtieron en el símbolo de esta época por abrir sus
respectivas economías al comercio internacional. Destacaron entre ellos: Carlos
Salinas de Gortari en México, Fernando Collor de Mello y Fernando Henrique
Cardozo en Brasil, Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia, Alberto Fujimori en
Perú, Leonel Fernández en Santo Domingo y por sobre todos Carlos S. Menem en
Argentina.
El Ciclo Neoliberal duró aproximadamente una década. El “efecto tequila”, en 1995, provocado por
la falta de reservas internacionales que causó la devaluación del peso mexicano
durante los primeros días de la presidencia de Ernesto Zedillo, y sus
consecuencias, el “efecto caipiriña”
en Brasil, en 1997, y el siguiente “efecto
tango” en Argentina marcaron el comienzo del fin.
La experiencia neoliberal
colapsó como producto de los elevados niveles de corrupción de los gobiernos
que la llevaron a cabo, del quiebre de las industrias locales, pero, en
especial, por los deseos de algunos políticos de perpetuarse a cualquier costo
en la presidencia (Carlos S, Menem, Alberto Fujimori, Leonel Fernández, etc.).
Con el paso del tiempo,
aquellos sectores excluidos del derrame de la economía liberal se hicieron muy
numerosos, el cansancio del electorado ante la corrupción y la impunidad
impulsaron los deseos de cambio del electorado en la mayoría de los países.
EL
CICLO DEL SOCIALISMO DEL SIGLO XXI
El arranque del siglo XXI
llegó con un enorme clamor antiliberal. Líderes carismáticos llegaron al poder
impulsados por el apoyo popular y por una condición internacional favorable
para los países exportadores de materias primas.
Las economías latinoamericanas
crecieron, entre 2003 y 2012, por encima del 4% según datos de la CEPAL. Desde
los años sesenta, la región no registraba un período de crecimiento tan
sostenido.
Entre 2002 y 2012, los niveles
de pobreza disminuyeron del 44% al 29%, mientras que los de la pobreza extrema
disminuyeron del 19,5% al 11,5%, con un incremento considerable de los estratos
medios. También se produjo un notable incremento del gasto público. Y eso
redundo en inclusión social. Entre 1999 y 2011, según la UNESCO, el nivel de
escolarización inicial pasó del 55% al 75%.
Sin embargo, el costo de estas
mejoras fue muy alto en pérdida de calidad institucional, corrupción y falta de
transparencia y alternancia democrática.
Las figuras emblemáticas de
este tiempo son Hugo Chávez y su sucesor Nicolás Maduro en Venezuela, Evo
Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Néstor y Cristina Kirchner en
Argentina y Daniel Ortega en Nicaragua, y en menor medida también podría
incluir en este grupo a Luis Inácio Lula Da Silva y Dilma Rousseff en Brasil. Todos
estos presidentes, de un modo u otro albergaron la idea de llevar a la región,
en el siglo XXI, hacia el socialismo.
¿SOCIALISMO
O POPULISMO?
La expresión “socialismo del siglo XXI” es un
concepto que aparece en la escena mundial en 1996, a través del sociólogo
alemán Heinz Dietrich Steffan.
El término adquirió difusión
mundial desde que fue mencionado en un discurso por el líder bolivariano Hugo
Chávez, el 30 de enero de 2005, en el V Foro Social Mundial, en la ciudad de
San Pablo. A diferencia del decimonómico socialismo marxista el socialismo del
siglo XXI, en su vertiente sudamericana, abandona el ateísmo y se inspira en el
cristianismo, acepta la propiedad privada en tanto no degenere en “acumulación egoísta”, la democracia
participativa y protagónica y la intervención central de las organizaciones de
base en la construcción de una sociedad libre de explotación.
El socialismo del siglo XXI
fue adoptado inmediatamente como programa político por los gobiernos de
Bolivia, Ecuador, Nicaragua. En tanto que el kirchnerismo prefirió, sin renegar
del socialismo del siglo XXI, definir su programa político como el “modelo de crecimiento de matriz
diversificada con inclusión social” o más simplemente “el modelo”, en tanto el Partido de los Trabajadores gobernante en
Brasil no se definió claramente sobre el tema.
Durante todo el período, los
Estados Unidos abocados a la “guerra
contra el terror” y con demandantes compromisos en Oriente Medio estuvieron
en gran medida ausentes de la región.
EL
POPULISMO LATINOAMERICANO
No importa demasiado la
denominación que adopten para sí mismos estos gobiernos, desde el punto de
vista de la moderna ciencia política, constituyen una expresión más del
populismo de izquierda.
En sentido lato el adjetivo “populista” se aplica para descalificar
a quien apela a los bajos instintos y promesas de imposible cumplimiento. Un
líder populista suele apelar al clientelismo político para lograr la confianza
y el apoyo de la masa popular en lugar de apelar a la ciudadanía, que es el más
importante sujeto colectivo de la democracia representativa.
A un dirigente populista se lo
identifica, además, en la aspiración de dividir y polarizar a la ciudadanía a
través de la lógica amigo – enemigo, creando una brecha entre las personas en
todas las sociedades en que alcanzan el poder.
El populista necesita siempre
de un enemigo: el nosotros contra ellos. Apelando a teorías conspirativas crean
un enemigo siempre difuso y perverso: los burgueses, el capitalismo, el
imperialismo, el neoliberalismo, las corporaciones, etc.
El líder populista es siempre
un paladín que enfrenta una serie de enemigos internos y externos, como
responsables de los males de la Nación o del pueblo y la consiguiente demanda
de liberación del yugo opresor.
Los líderes populistas suelen
ser figuras carismáticas que sostienen la excepcionalidad de sus personas,
países, pueblos y destinos y elaboran doctrinas políticas que justifican la
inevitable necesidad de su autoridad y la virtud de sus regímenes políticos
como alternativas superiores a la (siempre corrupta) democracia liberal.
Los populistas
latinoamericanos que se identifican con “socialismo
del siglo XXI” apelaron para instalarse en el poder a sectores hasta
entonces marginados del juego electoral: indígenas, trabajadores desocupados,
jubilados y sectores populares excluidos de la economía formal.
El populismo latinoamericano
suele prescindir de la clase obrera sindicalizada, definida por el marxismo
como sujeto histórico; supera la incomodidad tradicional de la izquierda con la
idea de Nación, considerada como propia de la derecha y del fascismo, sitúa al
pueblo y a la soberanía en el centro de su actuación y se planta ante las urnas
al frente de un partido político hegemónico y apelando a prácticas clientelares
para luego imponerse ampliamente en los comicios y (aunque no lo confiese
públicamente) reemplazar a la democracia representativa por un nuevo tipo de
socialismo democrático.
Como el lector habrá
comprendido a esta altura el “populismo
latinoamericano” es una forma atenuada de régimen totalitario y por tanto
comparte muchos de sus rasgos.
El régimen se basa en el culto
a la personalidad y en la infalibilidad del líder que es el único capaz de
interpretar el sentido de la historia.
Existe un partido oficial en
situación de hegemonía que confunde sus intereses -y su patrimonio- con el
Estado, al tiempo que permite al régimen una imitación ritual de las formas de
la democracia liberal.
Tiende a la paulatina
supresión del Estado de Derecho y su reemplazo por un estado semipolicial donde
la oposición es intimidada no sólo por las fuerzas de seguridad y el aparato de
inteligencia sino también por el activismo agresivo de ciertas organizaciones
sociales que convierten a sus miembros en una suerte de milicia informal (que
apela a movilizaciones, “escraches” y
desmanes organizados) que se adueña del espacio público, borrando la línea
entre legal e ilegal.
Un omnipresente aparato de
propaganda tan estatal como privado que insiste en los logros del régimen
(muchas veces adulterando groseramente los datos de la realidad). Al mismo
tiempo la propaganda oficial se concentra en denostar a la oposición.
En los casos de Venezuela con
Hugo Chávez y de Argentina con Cristina Kirchner, el aparato oficial de
propaganda se reforzaba con los largos monólogos (en general bastante
mesiánicos e incoherentes) que el presidente solía realizar a través de la
cadena oficial de radiodifusión en forma diaria.
Tanto Chávez como Cristina
Kirchner empleaban un lenguaje llano que solía caer en el relato
autorreferencial para marcar la línea política de su gobierno, detener
cualquier tipo de cuestionamiento o disidencia dentro de sus filas e intimidar
a los opositores.
La reivindicación de la
democracia, consistente en la narrativa de los modelos populistas, esconde
apenas la intención de reducir las instituciones republicanas a un esquema
moldeable según las circunstancias.
Los parlamentos, controlados
por legisladores oficialistas, se subordinan totalmente y se convierten en
meras “escribanías” del poder
ejecutivo aprobando leyes y gastos presupuestarios sin ejercer ningún tipo de
cuestionamiento o control.
La justicia también se acomoda
a las necesidades del poder actuando con celeridad o pronunciada demora según
los intereses que el régimen tenga en el caso. Tampoco faltan las persecuciones
judiciales a los opositores.
Por último, el cuadro se
completa con la modificación de los textos constitucionales para permitir la
reelección indefinida del presidente y su consecuente perpetuación en el poder.
EL
OCASO POPULISTA
Con una economía regional que
para 2016 tendrá una recesión del 0,3%, según la CEPAL, y asediados por las
denuncias de corrupción, los gobiernos populistas latinoamericanos entraron en
una profunda crisis de legitimidad.
En todos los países, diversos sectores
comenzaron a reclamar mayor transparencia en el gobierno, lucha contra la
corrupción y un recambio generacional.
Las causas de la crisis se
encuentran principalmente en la caída de los precios internacionales de las
materias primas. Entre 2011 y 2015, el desplome de los precios de los metales y
de la energía (petróleo, gas y carbón) fue de casi un 50%. Sólo en 2015, los
precios de los productos energéticos descendieron un 24%.
En ese contexto internacional
desfavorable, Nicolás Maduro, en 2015, perdió las elecciones legislativas y se
puso a tiro de un “referéndum
revocatorio” que podría clausurar la experiencia de la revolución
bolivariana.
Además, con Barak Obama
abrazándose con Raúl Castro en La Habana, la teoría conspirativa de la agresión
estadounidense perdió vigencia como elemento aglutinador entre el pueblo
venezolano y la dirigencia chavista.
En Bolivia, la derrota de Evo
Morales, en su intento por acceder a un cuarto mandato presidencial consecutivo
a través de un referéndum está ligado no sólo a las denuncias por corrupción
sino especialmente a la contracción de las exportaciones de gas, en precios y
volúmenes. Ese producto ocupa el 52% de las exportaciones bolivianas.
El precio del gas natural
descendió un 40% en los últimos doce meses. Bolivia produce 52 millones de
metros cúbicos diarios, de los cuales 41 millones son comprados por Brasil y la
Argentina.
El problema adicional es que
estos dos países se encuentran atrapados en una crisis. La economía brasileña
atraviesa un penoso ciclo recesivo. Y la Argentina, al menos por el momento, se
encuentra estancada.
Una hecatombe similar le
ocurrió en Argentina al gobierno kirchnerista, en 2015, y no sólo por el
descenso del precio de la soja sino por los desaguisados económicos de todo tipo
que llevaron al país a tener la tercera mayor inflación del mundo. Dejando al
30% de la población en la pobreza y el 13% en la indigencia, la larga década
kirchnerista dejó mucha más exclusión que inclusión. Además de una escandalosa
corrupción que generó una clase de dirigentes millonarios en un país cada vez
más pobre. Bajo el gobierno de Cristina Kirchner, Argentina se convirtió en la
mayor kleptocracia de la región.
A fines de 2014 se produjo una
crisis política que llevó al descabezamiento de la principal agencia de
inteligencia de Argentina, la Secretaría de Inteligencia más conocida como
SIDE. Un mes más tarde, en medio del verano y del receso legislativo y
judicial, la crisis derivó en la muerte dudosa de un fiscal federal un día
antes de que formalizara ante la Cámara de Diputados una grave denuncia contra
la presidenta Cristina Kirchner y su ministro de Relaciones Exteriores por
encubrir la responsabilidad de la República Islámica de Irán en dos sangrientos
atentados explosivos en contra la Embajada de Israel y la más importante
entidad mutual de la colectividad judía en Buenos Aires.
Inmediatamente, la opinión pública
infirió que la muerte había sido producto de un asesinato y que el gobierno
kirchnerista tenía responsabilidad al menos en el encubrimiento del mismo.
Sin posibilidades de
reelección y carente de un heredero político confiable, Cristina Kirchner debió
ceder a disgusto la presidencia al centrista Mauricio Macri. Por primera vez en
los últimos cien años llega a la presidencia constitucional de la Argentina un
político que nunca perteneció ni a la Unión Cívica Radical y al Partido
Justicialista.
Tras las derrotas en las urnas
de Cristina Kirchner, Nicolás Maduro y Evo Morales, el presidente Rafael Correa
prudentemente a renunciado a presentarse para un tercer mandato presidencial.
En Brasil, Dilma Rousseff, con
su imagen absolutamente deteriorada, intenta denodadamente sobrevivir políticamente
a la crisis económica que afecta a su país y a los reiterados escándalos de
corrupción que involucran a su gobierno y a su partido.
La investigación sobre lavado
de dinero y corrupción en la empresa petrolera estatal, Petrobras, derivo, además
de la detención de ex ministro y es legisladores pertencientes al partido de
gobierno, en un allanamiento policial en el domicilio del ex presidente Luis Inácio
Lula da Silva quien fue llevado a declarar por la fuerza pública. Hasta ese
momento, el popular Lula era el candidato del Partido de los Trabajadores con más
posibilidades de suceder a Dilma en 2018.
La crisis de corrupción política
parece haber terminado con la posibilidad de que el Partido de los Trabajadores
siga gobernando en Brasil por un nuevo período presidencial.
La crisis brasileña, ha
afectado a la clase política en su conjunto y anuncia también “un fin de ciclo” en el gigante
sudamericano.
FINAL
ABIERTO
Resta saber cómo se efectuará
el repliegue y eventualmente la desaparición de los regímenes populistas y de
que signo político serán los gobiernos que posiblemente los reemplazarán.
Aún es muy pronto para saber si
la llegada de Mauricio Macri a la presidencia inaugurará un nuevo ciclo y que
signo político asumirá la etapa que comienza, pero los vientos de cambio soplan
en el sur de América.
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