sábado, 5 de marzo de 2016

LOS CICLOS POLÍTICOS EN AMÉRICA LATINA


LOS CICLOS ECONÓMICOS DE KONDRATIEV
Hace unos cien años, el economista soviético, que terminaría sus días fusilado por orden de Josiph Stalin, Níkolai Kondratiev (1892 -1938) formuló una interesante teoría sobre la economía capitalista mundial.
Para Kondratiev, cada 47 a 60 años -lo que denominaba un “ciclo largo”- la economía capitalista se expandía apropiándose de nuevos países, zonas o ramas de la producción.
Luego de un “ciclo largo” el impulso de crecimiento se detenía y la economía capitalista se contraía. El mundo enfrentaba entonces un ciclo más corto de crisis más o menos profunda antes de recuperarse para el inicio de otro “ciclo largo” de expansión y prosperidad.
La teoría de los ciclos de Kondratiev ha sido tan intensamente combatida como defendida.
Pero, la idea de la existencia de ciclos en la actividad económica y política puede ser de utilidad para comprender lo que actualmente está ocurriendo en América Latina.
La evolución política que sigue un determinado país a mediano y largo plazo suele comprenderse mejor si se analiza lo que ocurre en el contexto regional, que si centra el estudio en un solo país.
Es decir, si queremos comprender hacia donde se dirigen los destinos de Venezuela, Bolivia, Ecuador o la Argentina en la próxima década será conveniente analizar, además de las fuerzas políticas locales, el ámbito regional donde estas fuerzas deberán desarrollar su accionar. Recordemos que ya Tulio Halperín Donghi señaló que para comprender la evolución de América Latina había que tomar a la región como sujeto histórico homogéneo.
Es precisamente allí, en el análisis político regional, donde puede detectarse que América Latina parece seguir procesos cíclicos.
Es decir, durante determinada cantidad de años los países latinoamericanos aplican un cierto modelo de desarrollo, pongamos por caso un modelo de crecimiento basado en la exportación de materias primas. Si el momento internacional es oportuno, y si hay una demanda sostenida para esos productos, la región atraviesa por una etapa de prosperidad más o menos prolongada según el caso. Pero, en algún momento, un hecho externo interrumpe el normal funcionamiento de este modelo -una guerra mundial, un cambio tecnológico o la simple contracción de la demanda por una crisis global, etc.-, es entonces cuando la región entra en una crisis que inmediatamente afecta, en diverso grado a la gobernabilidad y estabilidad institucional de los países que la integran.
En algunos casos los ciclos serán de gobiernos burocráticos autoritarios de carácter militar, en otros de lo que Guillermo O´Donnell denomina como “democracias de baja intensidad”, de gobiernos neoliberales o de gobiernos populistas. En cualquiera de estos casos no se tratará de modelos nacionales sino de modelos regionales que durarán aproximadamente entre una y dos décadas como máximo.
Consideremos por ejemplo las primeras dos presidencias de Juan D. Perón y veremos que su gobierno guardaba similitudes con otros de la región. Si consideramos los años en que controlaba el gobierno de Argentina, entre 1944 y 1955, encontraremos un ciclo de aproximadamente diez años de gobierno cesarista.
Es decir, de un gobernante de origen militar que llegaba al poder por el voto popular y que gestionaba al país en forma autocrática. En ese entonces encontraremos en América Latina gobiernos con rasgos similares.
En Brasil gobernaba el cuatro veces presidente Getulio Vargas, el creador del Estado Novo. Vargas gobernó Brasil intermitentemente desde 1930 hasta su suicidio en 1954.
En Chile, hacía lo propio el general Carlos Ibáñez del Campo quien cumplió dos períodos constitucionales de gobierno: 1927 – 1931 y 1952 – 1958.
En Paraguay, después de un golpe de Estado, elecciones periódicas mantuvieron en la presidencia del país durante 37 años (1954 – 1989) al general Alfredo Stroessner.
En Nicaragua, gobernó durante 16 años, el “Tacho”, Anastasio Somoza García quien transmitió en poder a su hijo.
En Venezuela, un golpe de Estado militar llevó a la presidencia, por seis años, al general Marcos Pérez Giménez.
En Santo Domingo, gobernaba otro militar llegado al poder por elecciones de dudosa calidad democrática, Rafael Leónidas Trujillo, “el Benefactor”, quien controló los destinos de ese país a sangre y fuego entre 1930 y su asesinato en 1961.
Incluso forzando el análisis, para incluir a España, durante la vida de Perón gobernó en la Península el generalísimo Francisco Franco Baamonde (1936 -1975).
A muchos peronistas seguramente no le agradará mucho ver al “General” en compañía de personajes de la calaña de Stroessner, Somoza, Trujillo o Franco, pero, lo cierto es que algunos de estos regímenes presentaban rasgos más o menos similares a los que en ese entonces exhibía el justicialismo -como el descarado culto a la personalidad entre otros-. Incluso cuatro de ellos (Stroessner, Pérez Giménez, Trujillo y Franco) brindaron -en solidaridad- auxilio y asilo político a Perón durante su largo exilio de 17 años.
Admitimos, sin embargo, que el peronismo se ha transformado en una forma de gestión del Estado con rasgos propios de la Argentina y que los gobiernos citados en cada caso tenían elementos singulares propios de la dinámica política y la historia del país donde se establecieron.
Veamos cómo funciona la teoría de los ciclos políticos regionales cuando se revisan muy brevemente los últimos cincuenta años de la historia latinoamericana.
EL ENSAYO DESARROLLISTA
Podríamos partir de un breve “ciclo desarrollista” a comienzos de los años sesenta.
Por ese entonces, América Latina se encontraba estancada en una economía extractiva y de mono producción agrícola que enfrentaba serios problemas de subdesarrollo socioeconómico.
Eran los años de la Guerra Fría, y el gobierno estadounidense de John F. Kennedy, temía que el ejemplo de la Revolución Cubana ejerciera influencia sobre las descontentas elites educadas de la región.
Fue entonces que el presidente Kennedy decidió lanzar la “Alianza para el Progreso”, un programa de desarrollo al estilo del Plan Marshall, que había permitido la recuperación de Europa en la posguerra.
Dos presidentes de la región tomaron inmediatamente la bandera del “desarrollo” -es decir de la industrialización acelerada- como acción de gobierno prioritaria. Fueron Arturo Frondizi (1958 – 1963) y Juscelino Kubitschek de Oliveira (1956 – 1961), el fundador de Brasilia e impulsor del desarrollo industrial del Brasil.
Lamentablemente, al poco tiempo Frondizi fue derrocado por los militares, Kennedy fue asesinado y Kubitschek finalizó su mandato. Brasil tuvo un par de gobiernos débiles y erráticos hasta que, en 1964, los militares tomaron el poder. Para colmo, los estadounidenses se enemistaron con la región después de su intervención militar en Santo Domingo durante 1965.
La Administración de Lyndon Johnson, en los Estados Unidos, pronto estuvo demasiado ocupada en Vietnam para continuar con el intento de contribuir al desarrollo industrial de América Latina.
El ciclo desarrollista se circunscribió a Argentina y Brasil porque eran los dos únicos países de la región que contaban con algún desarrollo industrial previo, aunque incipiente. Los gobiernos militares que tomaron el poder en estos países en los años sesenta de alguna manera mantuvieron el interés por la industrialización y la modernización.
UN LARGO CICLO DE REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN
Se abre entonces un largo ciclo de dos décadas entre 1963 y 1983 en que la región presenta un cuadro de débiles e inestables gobiernos democráticos que suelen caer víctimas de golpes de Estado en medio de la actividad cada vez más intensa de grupos revolucionarios que apelan infructuosamente a la “lucha armada” en nombre del socialismo, para solo conseguir ser salvajemente reprimidos.
Los problemas de gobernabilidad y legitimidad por la gestión son tan graves en la región que frecuentemente incluso los gobiernos de facto militares son desplazados por golpes de Estado llevados a cabo por otros militares. En Argentina, los presidentes de facto Juan Carlos Onganía y Roberto M. Levingston fueron desplazados por el general Alejandro Agustín Lanusse, en Perú, tal como veremos más adelante, el general Juan Velazco Alvarado fue desplazado del gobierno por otro militar, el general Francisco Morales Bermúdez, etc.
Los grupos revolucionarios adquieren protagonismo en la región después del triunfo de la Revolución Cubana, en 1959, y muestran una mayor virulencia en su accionar después de la exclusión de Cuba del sistema americano tras la Conferencia de Punta del Este, en abril de 1962.
Durante los años sesenta, los grupos revolucionarios se inclinaban principalmente por el “foquismo rural” una estrategia de lucha guerrillera en las selvas donde un grupo de “heroicos” combatientes con su ejemplo y sacrificio despertarían la conciencia revolucionaria de sus pueblos.
En la práctica, reducidos contingentes de guerrilleros mal armados y peor preparados para la vida y la lucha en la selva se lanzaban a la aventura, para luego ser rápidamente muertos o capturados por las fuerzas de aplicación de la ley.
El fracaso de Ernesto “Che” Guevara y su pintoresca “armada Brancaleone” recorriendo las sierras de Bolivia rumbo a su muerte en el caserío de La Higuera, en 1968, cerró esta etapa de infantilismo guerrillero.
A comienzos de los años setenta los revolucionarios cambiaron de estrategia pasando al “movimientismo”. Siguiendo esta concepción los revolucionarios se incorporaban a algún movimiento de masas no marxista -practicando el llamado “entrismo”- con la intención de alcanzar posiciones de conducción y luego llevarlo hacia el rumbo de la revolución socialista. Tal el procedimiento seguido por los Montoneros al incorporarse como “formación especial” del peronismo setentista.
La estrategia revolucionaria se completaba con la apelación a la “guerrilla urbana”, tal como la había concebido el comunista brasileño Carlos de Maringuela que sistematizó las prácticas del FLN durante la guerra de liberación colonial en Argelia.
El “movimientismo”, el “entrismo” y la “guerrilla urbana” conformaron el modelo a seguir por los partidos revolucionarios latinoamericanos en los años setenta, en especial después de que el triunfo del socialista Salvador Allende en Chile (1970) y luego el peronista Héctor J. Cámpora en Argentina (1973), crearon una suerte de “Primavera Revolucionaria” en el cono sur de América.
La guerrilla urbana fue practicada en Argentina por los trozkistas del “Partido Revolucionario de los Trabajadores y su Ejército Revolucionario del Pueblo” (PRT-ERP); los marxistas leninistas de las “Fuerzas Armadas Revolucionarias” (FAR) y los seudo peronistas de Montoneros, además de otras organizaciones menores en muchos casos fracciones que se separaron de estas tres. En la lucha armada en Bolivia se destacó el “Frente de Liberación Nacional”. En Brasil las principales organizaciones guerrilleras fueron el “Comando de Liberación Nacional” y luego la “Vanguardia Armada Revolucionaria – Palmares” (en ambas organizaciones tubo una activa militancia la presidenta Dilma Rousseff). En Chile primero fueron los trozkistas del “Movimiento de Izquierda Revolucionaria” y luego el “Frente Patriótico Manuel Rodríguez” regentado por el Partido Comunista Chileno. En Colombia la lucha armada fue llevada a cabo por el “Movimiento 19 de Abril” (M-19), los maoístas del “Ejército de Liberación Nacional”. y los marxistas de las “Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia” (FARC). En Nicaragua el “Frente Sandinista de Liberación Nacional”. En Venezuela los marxistas leninistas de “Bandera Roja” y en Uruguay el “Movimiento de Liberación Nacional – Tupamaros”.
Estos grupos revolucionarios eran apoyados logística y políticamente desde La Habana como una forma de mantener su presencia en la política regional.
Años más tarde, algunos de los jóvenes revolucionarios que abrazaron la lucha armada para cambiar sus sociedades al costo de cárceles, torturas y exilios se “reciclaron”, en la madurez, como dirigentes en la política democrática de sus respectivos países.
La expansión de los movimientos guerrilleros fue rápidamente cauterizada por una serie de golpes de Estado militares que instalaron un autoritarismo burocrático que, en nombre de la “teoría de la seguridad nacional”, aplicaron duras políticas represivas las cuales incluyeron graves violaciones a los derechos humanos.
El 27 de junio de 1973, se estableció un gobierno de facto militar en Uruguay, aunque en una primera etapa se mantuvo la ficción de que gobernaba el presidente constitucional Juan María Bordaberry y luego otros dirigentes civiles designados por las fuerzas armadas, como el abogado Aparicio Méndez, hasta que en 1981 se terminó con la ficción y el general Gregorio Álvarez se hizo cargo de la presidencia.
El 11 de septiembre de 1973, el general Augusto Pinochet Ugarte encabezó un sangriento golpe de Estado en Chile que culminó con la muerte del presidente Salvador Allende y dio paso a prolongada dictadura que perpetuó hasta comienzos de los años noventa.
En 1975, en un golpe dentro del golpe, el general Francisco Morales Bermúdez desplazó al general Juan Velasco Alvarado poniendo fin a la “Revolución Peruana”, una experiencia política que combinaba un tibio reformismo social con un nacionalismo populista, todo ello bajo la tutela de las fuerzas armadas, y que se iniciara con el golpe de Estado de 1968.
En Brasil gobernaban los militares desde 1964 y en Paraguay el eterno general Alfredo Stroessner lograba retener el poder en una seudo democracia.
Bolivia en esas décadas batiría todos los records en inestabilidad política y golpes de estado.
EL CICLO DE LA RESTAURACIÓN DEMOCRÁTICA
La década de los años ochenta marcó en América Latina el fin de los gobiernos militares. El ciclo se inició, 28 de julio de 1980, cuando los militares peruanos entregaron el gobierno al mismo presidente que habían derrocado en 1968 y que se impuso en las elecciones, el arquitecto Fernando Belaúnde Terry.
En abril de 1982, la guerra de Malvinas puso en cuestión, para los Estados Unidos y sus aliados de la OTAN, la confiabilidad en los gobiernos de facto anticomunistas. Los militares latinoamericanos con mucha frecuencia sucumbían a la tentación del nacionalismo independentista. Fue entonces cuando desde los centros de poder del primer mundo comenzó a trabajar por la democratización de América Latina empleando como principal instrumento contra los gobiernos militares las violaciones a los derechos humanos que hasta entonces en gran medida habían tolerado.
El 10 de octubre de 1982, tras una elección democrática realizada en 1980, llegó a la presidencia de Bolivia por segunda vez (su primera presidencia fue entre 1956 y 1960), el abogado Hernán Silez Suazo, de la Unidad Democrática Popular.
El 10 de diciembre de 1983, asumió la presidencia de Argentina el dirigente radical Dr. Raúl R. Alfonsín. El nuevo presidente llevó a cabo una enérgica revisión de las violaciones a los derechos humanos realizadas por los militares y también de las responsabilidades en la Guerra de Malvinas. Los miembros de las Juntas Militares que gobernaron durante el llamado “Proceso de Reorganización Nacional” fueron condenados a duras penas de cárcel.
 El 1º de marzo de 1985, asumió la presidencia constitucional de Uruguay y el doctor Julio María Sanguinetti poniendo fin al gobierno de facto.
Meses más tarde, en 1985, los militares que gobernaban Brasil desde hacia más de dos décadas entregaron la presidencia a José Sarney, el vicepresidente electo, debido a que el presidente Tancredo Neves falleció antes de asumir su cargo.
En 1989, fue derrocado Alfredo Stroessner por un golpe de Estado encabezado por el general Andrés Rodríguez Pedotti, que inmediatamente llamó a elecciones y -en la mejor tradición paraguaya- se convirtió en presidente constitucional.
Finalmente, en 1990, el demócrata cristiano Dr. Patricio Aylwin Azócar asumió como presidente constitucional en Chile, una democracia todavía bajo tutela de las fuerzas armadas pero que marcaba el fin del régimen de facto.
En una década América Latina inició una difícil transición hacia la democracia. La mayoría de los nuevos gobiernos constituían “democracias de baja intensidad” que pretendían, a veces con escaso éxito, inspirarse en los gobiernos socialdemócratas europeos.
Los primeros años de la democracia restablecida no fueron demasiado fáciles para los latinoamericanos. A las naturales tensiones de la transición hacia la democracia, en la mayoría de los países de la región se sumaban el agobiante endeudamiento externo, los abrumadores déficits fiscales, el flagelo inflacionario y la pobreza estructural.
Para colmo de males, las guerrillas no desaparecieron totalmente de la región y siguieron acosando a los flamantes gobiernos constitucionales. En 1979, el Frente Sandinista de Liberación Nacional derrocó al general Anastasio Somoza DeBayle, “Tachito”, el último de la dinastía somocista que gobernó al país por 34 años. El gobierno sandinista, bajo la presidencia de Daniel Ortega, convirtió a Nicaragua en una franquicia cubana.
Los problemas económicos de la URSS llevaron a la Secretaría del PCUS a Mijaíl Gorbachov que aplicó una política de glasnost y perestroika que solo agravó los problemas. Pronto tanto la URSS como aliados cubanos debieron recortar el apoyo financiero que destinaban a impulsar la revolución latinoamericana.
Los grupos revolucionarios que sobrevivieron encontraron en el narcotráfico una fuente alternativa -y mucho más lucrativa- de financiamiento.
La revolución en América Latina tuvo en la década de los ochenta dos escenarios. Por un lado, el cordón andino. En Colombia el M-19, las FARC y el ELN se convirtieron rápidamente en narcoguerrillas. En Ecuador apareció el movimiento “Alfaro Vive ¡Carajo!” y en Perú irrumpieron con inusitada violencia los maoístas del Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso que comandaba el profesor Abimael Guzmán y los marxistas del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. En Chile continuaban operando contra el gobierno de Pinochet, los “violentistas” del Frente Patriótico Manuel Rodríguez.
En Centroamérica, el gobierno sandinista debía hacer frente a la guerrilla contrarrevolucionaria de “Los contras” apoyados por el gobierno estadounidense de Ronald Reagan. En El Salvador operaba la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la de Liberación Nacional apoyado por los sandinistas. En Guatemala la lucha revolucionaria estaba en manos del Ejército Guerrillero de los Pobres.  
Es por ello que los años ochenta, en América Latina, son conocidos como “la década pérdida”. Afortunadamente, no obstante todos estos graves problemas, la democracia logró sobrevivir.
EL CICLO NEOLIBERAL
En 1989 el escenario mundial cambio bruscamente. Se derrumbó el Muro de Berlín, la Guerra Fría llegó a su fin y los derrotados fueron los países que integraban el Bloque Socialista. La superpotencia vencida fue fragmentada en quince estados, en esta forma Federación de Rusia sucedió a la URSS.
En esos años, América Latina ingresó entusiasta en el Consenso de Washington. Esa terminología, creada por el economista John Willianson, sirvió para denominar un programa político que implicaba para los países subdesarrollados llevar a cabo un conjunto de reformas estándar que les permitirían superar la crisis económica de la década pasada.
Esas medidas consistían en general: disciplina en la política fiscal evitando los grandes déficits, el fin de los subsidios al consumo, reforma tributaria, liberalización del comercio, supresión de las barreras a la inversión extranjera directa, seguridad jurídica a la propiedad, privatización de las empresas estatales, etc.
Una serie de gobiernos latinoamericanos se convirtieron en el símbolo de esta época por abrir sus respectivas economías al comercio internacional. Destacaron entre ellos: Carlos Salinas de Gortari en México, Fernando Collor de Mello y Fernando Henrique Cardozo en Brasil, Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia, Alberto Fujimori en Perú, Leonel Fernández en Santo Domingo y por sobre todos Carlos S. Menem en Argentina.
El Ciclo Neoliberal duró aproximadamente una década. El “efecto tequila”, en 1995, provocado por la falta de reservas internacionales que causó la devaluación del peso mexicano durante los primeros días de la presidencia de Ernesto Zedillo, y sus consecuencias, el “efecto caipiriña” en Brasil, en 1997, y el siguiente “efecto tango” en Argentina marcaron el comienzo del fin.
La experiencia neoliberal colapsó como producto de los elevados niveles de corrupción de los gobiernos que la llevaron a cabo, del quiebre de las industrias locales, pero, en especial, por los deseos de algunos políticos de perpetuarse a cualquier costo en la presidencia (Carlos S, Menem, Alberto Fujimori, Leonel Fernández, etc.).
Con el paso del tiempo, aquellos sectores excluidos del derrame de la economía liberal se hicieron muy numerosos, el cansancio del electorado ante la corrupción y la impunidad impulsaron los deseos de cambio del electorado en la mayoría de los países.
EL CICLO DEL SOCIALISMO DEL SIGLO XXI
El arranque del siglo XXI llegó con un enorme clamor antiliberal. Líderes carismáticos llegaron al poder impulsados por el apoyo popular y por una condición internacional favorable para los países exportadores de materias primas.
Las economías latinoamericanas crecieron, entre 2003 y 2012, por encima del 4% según datos de la CEPAL. Desde los años sesenta, la región no registraba un período de crecimiento tan sostenido.
Entre 2002 y 2012, los niveles de pobreza disminuyeron del 44% al 29%, mientras que los de la pobreza extrema disminuyeron del 19,5% al 11,5%, con un incremento considerable de los estratos medios. También se produjo un notable incremento del gasto público. Y eso redundo en inclusión social. Entre 1999 y 2011, según la UNESCO, el nivel de escolarización inicial pasó del 55% al 75%.
Sin embargo, el costo de estas mejoras fue muy alto en pérdida de calidad institucional, corrupción y falta de transparencia y alternancia democrática.
Las figuras emblemáticas de este tiempo son Hugo Chávez y su sucesor Nicolás Maduro en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Néstor y Cristina Kirchner en Argentina y Daniel Ortega en Nicaragua, y en menor medida también podría incluir en este grupo a Luis Inácio Lula Da Silva y Dilma Rousseff en Brasil. Todos estos presidentes, de un modo u otro albergaron la idea de llevar a la región, en el siglo XXI, hacia el socialismo.
¿SOCIALISMO O POPULISMO?
La expresión “socialismo del siglo XXI” es un concepto que aparece en la escena mundial en 1996, a través del sociólogo alemán Heinz Dietrich Steffan.
El término adquirió difusión mundial desde que fue mencionado en un discurso por el líder bolivariano Hugo Chávez, el 30 de enero de 2005, en el V Foro Social Mundial, en la ciudad de San Pablo. A diferencia del decimonómico socialismo marxista el socialismo del siglo XXI, en su vertiente sudamericana, abandona el ateísmo y se inspira en el cristianismo, acepta la propiedad privada en tanto no degenere en “acumulación egoísta”, la democracia participativa y protagónica y la intervención central de las organizaciones de base en la construcción de una sociedad libre de explotación.
El socialismo del siglo XXI fue adoptado inmediatamente como programa político por los gobiernos de Bolivia, Ecuador, Nicaragua. En tanto que el kirchnerismo prefirió, sin renegar del socialismo del siglo XXI, definir su programa político como el “modelo de crecimiento de matriz diversificada con inclusión social” o más simplemente “el modelo”, en tanto el Partido de los Trabajadores gobernante en Brasil no se definió claramente sobre el tema.
Durante todo el período, los Estados Unidos abocados a la “guerra contra el terror” y con demandantes compromisos en Oriente Medio estuvieron en gran medida ausentes de la región.
EL POPULISMO LATINOAMERICANO
No importa demasiado la denominación que adopten para sí mismos estos gobiernos, desde el punto de vista de la moderna ciencia política, constituyen una expresión más del populismo de izquierda.
En sentido lato el adjetivo “populista” se aplica para descalificar a quien apela a los bajos instintos y promesas de imposible cumplimiento. Un líder populista suele apelar al clientelismo político para lograr la confianza y el apoyo de la masa popular en lugar de apelar a la ciudadanía, que es el más importante sujeto colectivo de la democracia representativa.
A un dirigente populista se lo identifica, además, en la aspiración de dividir y polarizar a la ciudadanía a través de la lógica amigo – enemigo, creando una brecha entre las personas en todas las sociedades en que alcanzan el poder.
El populista necesita siempre de un enemigo: el nosotros contra ellos. Apelando a teorías conspirativas crean un enemigo siempre difuso y perverso: los burgueses, el capitalismo, el imperialismo, el neoliberalismo, las corporaciones, etc.
El líder populista es siempre un paladín que enfrenta una serie de enemigos internos y externos, como responsables de los males de la Nación o del pueblo y la consiguiente demanda de liberación del yugo opresor.
Los líderes populistas suelen ser figuras carismáticas que sostienen la excepcionalidad de sus personas, países, pueblos y destinos y elaboran doctrinas políticas que justifican la inevitable necesidad de su autoridad y la virtud de sus regímenes políticos como alternativas superiores a la (siempre corrupta) democracia liberal.
Los populistas latinoamericanos que se identifican con “socialismo del siglo XXI” apelaron para instalarse en el poder a sectores hasta entonces marginados del juego electoral: indígenas, trabajadores desocupados, jubilados y sectores populares excluidos de la economía formal.
El populismo latinoamericano suele prescindir de la clase obrera sindicalizada, definida por el marxismo como sujeto histórico; supera la incomodidad tradicional de la izquierda con la idea de Nación, considerada como propia de la derecha y del fascismo, sitúa al pueblo y a la soberanía en el centro de su actuación y se planta ante las urnas al frente de un partido político hegemónico y apelando a prácticas clientelares para luego imponerse ampliamente en los comicios y (aunque no lo confiese públicamente) reemplazar a la democracia representativa por un nuevo tipo de socialismo democrático.
Como el lector habrá comprendido a esta altura el “populismo latinoamericano” es una forma atenuada de régimen totalitario y por tanto comparte muchos de sus rasgos.
El régimen se basa en el culto a la personalidad y en la infalibilidad del líder que es el único capaz de interpretar el sentido de la historia.
Existe un partido oficial en situación de hegemonía que confunde sus intereses -y su patrimonio- con el Estado, al tiempo que permite al régimen una imitación ritual de las formas de la democracia liberal.
Tiende a la paulatina supresión del Estado de Derecho y su reemplazo por un estado semipolicial donde la oposición es intimidada no sólo por las fuerzas de seguridad y el aparato de inteligencia sino también por el activismo agresivo de ciertas organizaciones sociales que convierten a sus miembros en una suerte de milicia informal (que apela a movilizaciones, “escraches” y desmanes organizados) que se adueña del espacio público, borrando la línea entre legal e ilegal.
Un omnipresente aparato de propaganda tan estatal como privado que insiste en los logros del régimen (muchas veces adulterando groseramente los datos de la realidad). Al mismo tiempo la propaganda oficial se concentra en denostar a la oposición.
En los casos de Venezuela con Hugo Chávez y de Argentina con Cristina Kirchner, el aparato oficial de propaganda se reforzaba con los largos monólogos (en general bastante mesiánicos e incoherentes) que el presidente solía realizar a través de la cadena oficial de radiodifusión en forma diaria.
Tanto Chávez como Cristina Kirchner empleaban un lenguaje llano que solía caer en el relato autorreferencial para marcar la línea política de su gobierno, detener cualquier tipo de cuestionamiento o disidencia dentro de sus filas e intimidar a los opositores.
La reivindicación de la democracia, consistente en la narrativa de los modelos populistas, esconde apenas la intención de reducir las instituciones republicanas a un esquema moldeable según las circunstancias.
Los parlamentos, controlados por legisladores oficialistas, se subordinan totalmente y se convierten en meras “escribanías” del poder ejecutivo aprobando leyes y gastos presupuestarios sin ejercer ningún tipo de cuestionamiento o control.
La justicia también se acomoda a las necesidades del poder actuando con celeridad o pronunciada demora según los intereses que el régimen tenga en el caso. Tampoco faltan las persecuciones judiciales a los opositores.
Por último, el cuadro se completa con la modificación de los textos constitucionales para permitir la reelección indefinida del presidente y su consecuente perpetuación en el poder.
EL OCASO POPULISTA
Con una economía regional que para 2016 tendrá una recesión del 0,3%, según la CEPAL, y asediados por las denuncias de corrupción, los gobiernos populistas latinoamericanos entraron en una profunda crisis de legitimidad.
 En todos los países, diversos sectores comenzaron a reclamar mayor transparencia en el gobierno, lucha contra la corrupción y un recambio generacional.
Las causas de la crisis se encuentran principalmente en la caída de los precios internacionales de las materias primas. Entre 2011 y 2015, el desplome de los precios de los metales y de la energía (petróleo, gas y carbón) fue de casi un 50%. Sólo en 2015, los precios de los productos energéticos descendieron un 24%.
En ese contexto internacional desfavorable, Nicolás Maduro, en 2015, perdió las elecciones legislativas y se puso a tiro de un “referéndum revocatorio” que podría clausurar la experiencia de la revolución bolivariana.
Además, con Barak Obama abrazándose con Raúl Castro en La Habana, la teoría conspirativa de la agresión estadounidense perdió vigencia como elemento aglutinador entre el pueblo venezolano y la dirigencia chavista.
En Bolivia, la derrota de Evo Morales, en su intento por acceder a un cuarto mandato presidencial consecutivo a través de un referéndum está ligado no sólo a las denuncias por corrupción sino especialmente a la contracción de las exportaciones de gas, en precios y volúmenes. Ese producto ocupa el 52% de las exportaciones bolivianas.
El precio del gas natural descendió un 40% en los últimos doce meses. Bolivia produce 52 millones de metros cúbicos diarios, de los cuales 41 millones son comprados por Brasil y la Argentina.
El problema adicional es que estos dos países se encuentran atrapados en una crisis. La economía brasileña atraviesa un penoso ciclo recesivo. Y la Argentina, al menos por el momento, se encuentra estancada.
Una hecatombe similar le ocurrió en Argentina al gobierno kirchnerista, en 2015, y no sólo por el descenso del precio de la soja sino por los desaguisados económicos de todo tipo que llevaron al país a tener la tercera mayor inflación del mundo. Dejando al 30% de la población en la pobreza y el 13% en la indigencia, la larga década kirchnerista dejó mucha más exclusión que inclusión. Además de una escandalosa corrupción que generó una clase de dirigentes millonarios en un país cada vez más pobre. Bajo el gobierno de Cristina Kirchner, Argentina se convirtió en la mayor kleptocracia de la región.
A fines de 2014 se produjo una crisis política que llevó al descabezamiento de la principal agencia de inteligencia de Argentina, la Secretaría de Inteligencia más conocida como SIDE. Un mes más tarde, en medio del verano y del receso legislativo y judicial, la crisis derivó en la muerte dudosa de un fiscal federal un día antes de que formalizara ante la Cámara de Diputados una grave denuncia contra la presidenta Cristina Kirchner y su ministro de Relaciones Exteriores por encubrir la responsabilidad de la República Islámica de Irán en dos sangrientos atentados explosivos en contra la Embajada de Israel y la más importante entidad mutual de la colectividad judía en Buenos Aires.
Inmediatamente, la opinión pública infirió que la muerte había sido producto de un asesinato y que el gobierno kirchnerista tenía responsabilidad al menos en el encubrimiento del mismo.
Sin posibilidades de reelección y carente de un heredero político confiable, Cristina Kirchner debió ceder a disgusto la presidencia al centrista Mauricio Macri. Por primera vez en los últimos cien años llega a la presidencia constitucional de la Argentina un político que nunca perteneció ni a la Unión Cívica Radical y al Partido Justicialista.
Tras las derrotas en las urnas de Cristina Kirchner, Nicolás Maduro y Evo Morales, el presidente Rafael Correa prudentemente a renunciado a presentarse para un tercer mandato presidencial.
En Brasil, Dilma Rousseff, con su imagen absolutamente deteriorada, intenta denodadamente sobrevivir políticamente a la crisis económica que afecta a su país y a los reiterados escándalos de corrupción que involucran a su gobierno y a su partido.
La investigación sobre lavado de dinero y corrupción en la empresa petrolera estatal, Petrobras, derivo, además de la detención de ex ministro y es legisladores pertencientes al partido de gobierno, en un allanamiento policial en el domicilio del ex presidente Luis Inácio Lula da Silva quien fue llevado a declarar por la fuerza pública. Hasta ese momento, el popular Lula era el candidato del Partido de los Trabajadores con más posibilidades de suceder a Dilma en 2018.
La crisis de corrupción política parece haber terminado con la posibilidad de que el Partido de los Trabajadores siga gobernando en Brasil por un nuevo período presidencial.
La crisis brasileña, ha afectado a la clase política en su conjunto y anuncia también “un fin de ciclo” en el gigante sudamericano.
FINAL ABIERTO
Resta saber cómo se efectuará el repliegue y eventualmente la desaparición de los regímenes populistas y de que signo político serán los gobiernos que posiblemente los reemplazarán.
Aún es muy pronto para saber si la llegada de Mauricio Macri a la presidencia inaugurará un nuevo ciclo y que signo político asumirá la etapa que comienza, pero los vientos de cambio soplan en el sur de América.   












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