lunes, 4 de mayo de 2015

LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL SETENTA AÑOS DESPUÉS


En estos días se cumplen setenta años del fin de la Segunda Guerra Mundial y la muerte de uno de los mayores criminales que registra la historia: Adolfo Hitler. Parece el momento oportuno de rememorar los trágicos acontecimientos ocurridos en esos años

EL HUEVO DE LA SERPIENTE


Al finalizar la Primera Guerra Mundial, Alemania se encontraba postrada debido a la crisis económica, la humillación de la derrota militar. En ese ambiente, la débil República de Weimar que sucedió al Imperio Alemán, se convirtió en el blanco preferido de las críticas, sobre todo de los grupos de ex combatientes y de los nacionalistas que la acusaban de ser la responsable de la decadencia de Alemania luego de la firma del Tratado de Versalles.

El 10 de noviembre de 1918, el capellán luterano del Hospital Militar de Pasewalk, cerca de Stettin, en Pomerania, convocó a los pacientes para decirles que la casa de Hohenzollern había caído. Alemania era ahora una república. La noticia cayo como un rayo sobre los soldados heridos. Uno de ellos era Adolfo Hitler, un suboficial de veintinueve años. Había combatido en el Decimosexto Regimiento de Infantería de Reserva de Baviera, destacado en el Frente Occidental a lo largo de toda la guerra, en el dos veces se había distinguido en acción, y anteriormente ese mismo año había recibido el desusado espaldarazo de la Cruz de Hierro de Primera Clase. Un mes antes, el 13 de octubre, al sur de Ypres, se había ocultado en una ladera mientras los británicos hacían llover granadas de gas mostaza sobre las trincheras alemanas. A través de la oscuridad el gas siseaba desde los botes en dirección a las líneas germanas. Por la mañana los ojos de Hitler eran “carbones al rojo vivo” y él quedó temporalmente ciego, lo que obligo a su evacuación a un hospital militar de la retaguardia.

Hitler fue el producto de una época cada vez más obsesionada por la política. Nunca intentó seriamente ganarse la vida empleando otros medios. Se sentía realmente cómodo en un mundo en el cual la búsqueda del poder mediante la conspiración, la agitación y la fuerza constituían el objeto y la satisfacción principales de la existencia. En ese mundo frío y gris se movía como un ajedrecista. Poseía gran egoísmo intelectual, no dudaba de sí mismo, se mostraba implacable en el campo de las relaciones personales, prefería la fuerza antes que la discusión y, lo que era más importante, poseía la capacidad de combinar la fidelidad absoluta a un propósito de largo alcance con el oportunismo más hábil.

La fuerza de Hitler residió en que compartía, con muchos otros alemanes, la devoción a las nuevas y las antiguas imágenes nacionales: los bosques brumosos donde nacían y se formaban rubios titanes: las alegres aldeas campesinas a la sombra de los castillos ancestrales; las ciudades jardines construidas donde antes había ghettos y barrios bajos, las valquirias ecuestres, los Valhallas llameantes, los nuevos amaneceres y las alboradas, en que las estructuras brillantes y milenarias surgirían de las cenizas del pasado para perdurar durante siglos. Hitler tenía en común con el ideal del alemán medio precisamente estas imágenes reverenciales implantadas por casi un siglo de propaganda nacionalista.   

Probablemente pueda afirmarse que las cualidades culturales de Hitler fueron la fuente de su atracción. La repulsa popular frente a la cultura de Weimar constituía una enorme fuente de energía política, y Hitler la utilizó complacido. En Alemania, la música era política, y tal cosa podía afirmarse sobre todo del drama musical. Una de las razones que motivaban la admiración de Hitler por Wagner fue que había aprendido mucho de él, y sobre todo de la opera Persifal, que se convirtió en modelo de sus grandes espectáculos políticos. La lección que extrajo del Frente Occidental fue que las guerras podían ganarse o perderse en el área de la propaganda. El propósito de toda propaganda –escribió- es “presionar y limitar el libre albedrío del hombre”. La escenografía de su oratoria estaba concebida y realizada con envidiable habilidad profesional; la atención al detalle era fanática. Hitler fue el primero en apreciar el poder de la amplificación y el efecto demoníaco de los focos: al parecer inventó el son et lumière –luz y sombras- y lo aplicó con tremendo efecto en los mítines nocturnos de masas. Importó insignias y atuendos políticos de la Italia de Mussolini, pero los mejoró, de modo que los uniformes hitlerianos –diseñados por el sastre Hugo Boss- continúan fijando la norma de la excelencia en el vestuario de los totalitarismos.

Rápidamente, sus ansias de poder y sus dotes de orador lo convirtieron en líder del un minúsculo grupo proletario, el Partido Obrero Alemán –que en 1920 se convirtió en el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán –NSDAP-, fundado al terminar la guerra en una cervecería de Munich.

Hitler proporcionó al NSDAP una política exterior –anulación de Versalles, la Gran Alemania, la expansión hacia el Este, la supresión de la ciudadanía a los judíos- y había reorganizado sus objetivos económicos para formar un programa radical de veinticinco puntos, entre los que sobresalían: la confiscación de las ganancias de guerra, la abolición de los ingresos no obtenidos mediante el trabajo y la intervención del Estado para asumir el control de los trusts y participar en los beneficios de la industria, expropiación sin indemnización de la tierra que la nación necesitaba, etc..

En sus comienzos, el NSDAP fue un partido muy pequeño, pero durante la década de los años veinte logró captar adherentes entre la amplia gama de descontentos de la posguerra: ex oficiales y soldados, desocupados y sectores medios rurales y urbanos que se sentían amenazados por el doble peligro de la revolución proletaria y del descenso social. De un total de 4.800 afiliados en 1923, el 34,5% provenía de la clase trabajadora, el 31% de la clase media baja, el 6,2% estaba formado por funcionarios de menor jerarquía, y además había un 11,1% de empleados, y un 13,6% de pequeños comerciantes.

La ideología del Partido Nazi era una mezcla de lemas nacionalistas con vagas reivindicaciones sociales y delirios racistas. El partido carecía de un programa concreto, más allá de una serie de consignas sobre la potencia de la cultura alemana, la supremacía de la raza aria y el antisemitismo.

El 8 de noviembre de 1923, Hitler, ya al frente del NSDAP, protagonizó un intento de golpe de Estado, realizando una marcha con tres mil hombres sobre Baviera –copiando la Marcha sobre Roma que había permitido a Benito Mussolini convertirse en Duce de la nueva Italia fascista.- Pero la policía abrió fuego decididamente contra los manifestantes y la columna se dispersó. Posteriormente, Hitler fue arrestado como responsable del Punch y a su debido tiempo sentenciado a cinco años de cárcel en la fortaleza de Landsberg.

De todos modos, las autoridades no tenían intención de que cumpliese su sentencia. Hitler aprovechó la doble norma que favorecía a los criminales partidarios “del Este”. “El prisionero de Landsberg” era un recluso popular y mimado. Consagraba hasta seis horas diarias a recibir una corriente constante de visitantes incluso admiradoras y políticos temerosos. Los meses que pasó allí le permitieron escribir un libro delirante que se convirtió en la “biblia” del movimiento nazi, Mein Kampf –Mi Lucha-, mecanografiando el texto el mismo. Dieciocho meses después de su detención Hitler estaba nuevamente en las calles, haciendo política esta vez rodeado de una aureola de mártir popular.

En realidad, el programa verdadero de Hitler era mucho más amplio de lo que el pueblo, podía advertir, e inevitablemente implicaba no sólo la guerra sino una serie de guerras.  Su idea central era que Alemania debía conformar una comunidad racial e ideológicamente homogénea, sometida a los poderes ilimitados de un único representante del pueblo, el Führer –caudillo-. Hitler hablaba en serio cuando escribió en su libro “Mein Kampf” –Mi lucha-: “Alemania tiene que ser una potencia mundial o no habrá Alemania”[i] La lección que Hitler había aprendido de la Primera Guerra Mundial y del análisis del general Ludendorff era que Alemania necesitaba, vitalmente, salir de su base en Europa Central, en la que siempre podía verse rodeada. A juicio de Hitler, Ludendorff había comenzado a alcanzar esa meta en Brest-Litovsk, pero entonces la “puñalada por la espalda” del frente interior había arruinado todo.

Por lo tanto, los verdaderos planes de Hitler comenzaban donde Brest-Litovsk había terminado: había que retroceder el reloj a la primavera de 1918, pero con una Alemania sólida, unida, renovada, y sobre todo, “purificada”. Podemos reconstruir los objetivos de Hitler no sólo a partir de su propia Mein Kampf, donde se destaca la “política hacia el Este”, sino mediante sus discursos tempranos y el llamado “Segundo Libro” o “Libro Secreto” de 1928. Este documento declara que el proceso de “depuración” –la eliminación de los judíos- era esencial para la totalidad de la estrategia general. Dada su condición de socialista racial y no clasista, Hitler creía que la dinámica de la historia estaba en la raza. La dinámica se interrumpía cuando sobrevenía la contaminación racial. El veneno provenía sobre todo de los judíos. Hitler admiraba a los judíos en su condición de “superhombres negativos”. En su Charla de Sobremesa observó que si cinco mil judíos emigraban a Suecia, en muy poco tiempo ocuparían todas las posiciones fundamentales: ello respondía al hecho de que “la pureza de la sangre”, como él decía en Mein Kampf, “es un factor que el judío preserva mejor que otro pueblo cualquiera de la tierra”. En cambio, los alemanes habían sido “contaminados”. Por eso habían perdido la Primera Guerra Mundial.

Lo que caracterizaba a la teoría racial hitleriana era, en primer lugar, esta profunda convicción de que la “depuración” debía convertir a Alemania en la primera superpotencia auténtica, y en definitiva en la primera potencial suprema del mundo; y en segundo lugar, su convicción absoluta de que la “contaminación racial judía” y el comunismo eran uno y el mismo fenómeno.

En lo internacional, el programa político de Hitler consistía en:

1º.-      Obtener el control de la propia Alemania, y comenzar el proceso de depuración en el país.

2º.-      Destruir el Tratado de Versalles y afirmar la posición de Alemania como potencia dominante en Europa Central. Todo eso podía realizarse sin necesidad de llegar a una guerra.

3º.-      Sobre esa base de poder destruir a la Unión Soviética –mediante la guerra- para eliminar el “foco” judeo - marxista, y mediante la colonización, crear un sólida base de poder económico y estratégico que permitiese organizar un imperio continental, en el cual Francia e Italia serían meros satélites.

4º.-      Conquistar un gran imperio colonial en África, construir una gran armada oceánica, de modo que sería una de las cuatro potencias, además de Gran Bretaña, Japón y los Estados Unidos.

5º.-      Finalmente, en la generación que siguiese a su muerte, Hitler concebía una lucha decisiva entre Alemania y Estados Unidos por el dominio del mundo.

Aunque Hitler siempre adaptaba la táctica de modo que armonizara con el momento, perseguía su estrategia de largo plazo con una decisión brutal, que rara vez ha sido igualada en la historia de la ambición humana. A diferencia de la mayoría de los tiranos, nunca se sentía tentado de aflojar la tensión en vista del exceso de poder autocrático. Todo lo contrario. Siempre estaba aumentado las apuestas sobre la mesa y tratando de acelerar el ritmo de la historia. Temía que su revolución perdiese el dinamismo necesario. Se creía indispensable, y por lo menos cuatro de sus fases debían concretarse mientras el estaba no sólo vivo, sino en la cumbre de su capacidad. Su impaciencia era el factor que lo convertía en un individuo tan peligroso a corto plazo y tan ineficaz a largo plazo.[ii]

Fracasada la táctica de llegar al poder por medio de un golpe de Estado, Hitler modificó su estrategia y recurrió a la vía electoral. Esto no implicaba renunciar a enfrentar a los comunistas por el control de las calles. Para ello recurrió a las SA -“Sturm Abetilungen” o tropas de asalto-. Las SA fueron creadas en 1923, sus miembros vestían camisa parda y formaban la milicia del Partido. Su organizador y primer jefe fue Hermann Göering. La SA contaba con 450.000 miembros cuando Hitler recibió la cancillería el 30 de enero de 1933, incrementaron rápidamente su número hasta alcanzar a 2.900.000 en marzo de 1934.

Mientras Hitler aumentaba su representación en el Reichstag –Parlamento- el mundo entraba en la crisis de 1929. Esta crisis tuvo un efecto desastroso en Alemania, donde el nivel de desempleo creció hasta alcanzar la cifra de más de seis millones de alemanes –alrededor de un tercio de la población activa- y tuvo lugar un proceso de hiperinflación. El NSDAP aprovechó este descontento para expandir su discurso por todo el país a través de actos, desfiles y festivales deportivos, en los cuales se apelaba a la emotividad más que a la racionalidad del auditorio. Luego de haber logrado un masivo apoyo popular, los siguientes pasos de Hitler estuvieron dirigidos a ganarse la confianza de la poderosa burguesía industrial alemana.

HITLER ALCANZA EL PODER


En 1932, trece millones de alemanes votaron por NSDAP, el 37,4% del total del electorado. Aunque no era el partido mayoritario, contaba con suficiente apoyo parlamentario para poder formar gobierno. En enero de 1933, Hitler fue nombrado canciller iniciando así el proceso de control de la totalidad del poder, que lograría poco después. Ese momento constituyó un punto de no retorno para Alemania y para el mundo entero. Como observó proféticamente Goebbels: “Si tenemos el poder, jamás renunciaremos a él, salvo que nos saquen muertos de nuestros despachos”.[iii]

Una vez en el poder, las primeras medidas del gobierno nacionalsocialista se dirigieron a eliminar a la oposición y a desarmar las instituciones republicanas. El incendio del edificio del Reichstag cometido por un anarquista con las facultades alteradas, sirvió de excusa para disolver el parlamento. El gobierno nazi también decidió la censura a la prensa, la clausura de los periódicos opositores, la prohibición y clausura de los sindicatos y partidos políticos opositores. El NSDAP se convirtió en el único partido. Se efectuaron detenciones masivas de comunistas, socialdemócratas y cualquier persona cuya lealtad al régimen fuera dudosa y se los envió a campos de concentración. El sentido del accionar nazi quedó expuesto crudamente por el ministro prusiano del Interior, Herman Göering: “Mis medidas no estarán condicionadas por escrúpulos legales o por la burocracia. No he venido a hacer justicia. Mi tarea es aniquilar y extorsionar, ¡eso es todo!”. Días más tarde, para que no quedara ninguna duda sobre el alcance de estas terribles palabras, arengó al personal policial a sus órdenes diciendo: “Aquel que en el cumplimiento de su deber al servicio del Estado, aquel que obedezca mis órdenes y adopte medidas severas contra el enemigo del Estado, aquel que utilice sin piedad el revólver cuando sea atacado, puede tener la certeza que será protegido... Si alguien dice que esto es un asesinato, entonces soy un asesino”.[iv] Así desapreció toda sombra de democracia y respeto por los derechos humanos en Alemania hasta el fin de la guerra en 1945.

En 1934, Hitler depuró al mismo movimiento nazi de elementos dudosos. Las SA, la más obrera de todas las organizaciones del NSDAP tenía dirigentes que hablaban de la “segunda revolución”, en la cual los nazis sustituirían a todas las demás elites, y en la cual la masa de los SA formarían la base de un nuevo “ejército del pueblo”, nazi y revolucionario.

Ante la alarma del Ejército y de los sectores de la derecha conservadora, Hitler actuó decisivamente. En la noche del 30 de junio de 1934, que se llamó de la “Depuración Sangrienta” -o Noche de los Cuchillos-, escuadras de elite de las SS asesinaron aproximadamente a cien personajes políticos, entre ellos al ex capitán Ernst Roehm, jefe de la SA y varios altos jefes de esta organización, a Gregor Strasser, y también a varias figuras de la derecha autoritaria, como el general von Scheicher. Esto no sólo reafirmo el control completo de Hitler, sino que, en cierto modo, tranquilizó a los altos jefes militares, a los industriales y a los conservadores en general, que temían a los radicales de la SA.

Las SS -sigla que identifica a las Schütz Staffeln o escuadras de autodefensa- se formaron en 1925 para proteger a Hitler y otros jefes del partido y constituían una rama especial de las SA. Casi desde el principio los componentes de las SS llevaron gorras negras con una macabra insignia de muerte: clavera y tibias cruzadas. Mas tarde se haría famosa la inscripción de la hebilla de su cinturón: “Meine Ehre heisst Treue” -Mi honor es mi lealtad-.

En 1929, se nombró Reichsführer de las SS a Heinrich Himmler, y desde entonces la organización creció rápidamente. Himmler concibió a las SS como la elite racial del Partido Nazi, el 31 de diciembre de 1931 las definió como: “Las SS son una agrupación de alemanes de características nórdicas, especialmente seleccionados...” En consecuencia estructuró a la organización como una “orden de caballería”, en cierto modo según el modelo medieval de los Caballeros Teutónicos, y fue obteniendo una autonomía creciente para ella.

Himmler tomó el control de las funciones especiales de policía del Partido y en abril de 1934 le concedieron el mando de la nueva policía política del gobierno, la Gestapo –Geheime Staats Polizei, un acrónimo de Policía Secreta del Estado-.

Los campos de concentración que se establecieron en la primavera de 1933, contaban con personal de las SA y de las SS, pero a mediados del año siguiente pasaron a depender exclusivamente de las SS.[v] En 1937 había tres campos principales, bajo el control de las unidades especiales de las SS llamadas “Totenkopfverbände” -Unidades de Calaveras, por su insignia-.

Terminada toda oposición, y tras la muerte del presidente Hindenburg, Hitler reunió en su persona los cargos de presidente y canciller, se adjudicó el título de Führer y anunció el comienzo del Tercer Reich[vi], un nuevo imperio alemán que pretendía dar comienzo a un orden destinado a durar mil años. En los hechos, el régimen nazi disolvió la seguridad jurídica, y las personas perdieron sus derechos más elementales a la vida, a la libertad y a la igualdad ante la ley. Como oportunamente aclaro Göering: “La ley y la voluntad del Führer son una sola cosa”.[vii]

Hacia fines de la década de los años treinta, Adolfo Hitler se mostró como un habilísimo manipulador de las técnicas de regateo, debidamente respaldadas por la amenaza del empleo de la fuerza militar. Para aquellos dirigentes de Europa que deseaban la paz casi a cualquier precio, la estrategia aplicada por Adolfo Hitler era irresistible.

Es importante tener en consideración que casi todos los alemanes eran “revisionistas” en mayor o menor medida y que gran parte de los objetivos que Hitler perseguía en el campo internacional eran prácticamente una proyección de las antiguas aspiraciones de los nacionalistas alemanes. Las rectificaciones fronterizas ocurridas entre 1919 y 1922, en Europa del Este y Central, eran insatisfactorios para otras naciones y grupos étnicos, que exigían cambios mucho antes de que los nazis se apoderasen de la escena y estaban dispuestos a unirse a Berlín para corregirlas. Alemania, a pesar de sus pérdidas en territorio, población y materia prima, conservaba potencial industrial para ser la principal fuerza impulsora de Europa. Además, el sistema de alianzas internacionales necesario para evitar un resurgir de la grandeza alemana eran entonces muy diferente y estaban mucho menos coordinado que antes de 1914.

Los años 1933 y 1934 fueron consagrados básicamente a la consolidación y el rearme internos. La acción comenzó el 13 de enero de 1935, cuando Hitler ganó el plebiscito del Sarre; once días después del retorno del Sarre a Alemania, el 7 de marzo, Hitler repudió las cláusulas de Versalles referidas al desarme, y el 18 de junio firmó con Gran Bretaña el Tratado Naval Anglo-germano que otorgó a Alemania el derecho de tener el 35% de la fuerza británica de buques de superficie y paridad en submarinos.

En 1936, aprovecho la crisis de Abisinia –la invasión italiana a este país africano- para remilitarizar la Renania, convirtiendo los tratados de Versalles y Locarno en pedazos de papel sin valor. En adelante, Hitler estuvo en condiciones de resistir una invasión proveniente del Oeste. Entre 1936 – 1937, explotó al máximo la turbulencia internacional. Primero sacó ventajas de la Guerra Civil Española, y después del conflicto chino – japonés, mientras tanto se rearmaba sin descanso y fortalecía sus alianzas. La creación del Eje Roma – Berlín, el 1º de noviembre de 1936, seguido poco después por el Pacto Anticomintern con el agregado de Japón, alteró las ecuaciones navales y aéreas tan radicalmente como los aviones que salían de las nuevas fábricas de Hitler. En 1937 Alemania tenía 800 bombarderos contra cuarenta y ocho de Gran Bretaña. En mayo del mismo año se calculaba que las fuerzas aéreas alemana e italiana podían descargar 600 toneladas de bombas diarias.

LA POLÍTICA DEL HECHO CONSUMADO


La Sociedad de las Naciones mostró su impotencia ante los avances de Hitler cuando el 13 de marzo de 1938, realizó el Anschluss, -la anexión de Austria- y a principios de 1939 se apoderó de Checoeslovaquia. La política de las potencias occidentales, de establecer una suerte de “cordón sanitario” en torno de la Unión Soviética para evitar la propagación del comunismo, hizo que al principio no se opusieran al rearme de Alemania y a los primeros avances territoriales de los nazis. Cuando Gran Bretaña y Francia reaccionaron era demasiado tarde.

Debido a que no había voluntad política y pública de guerra en Occidente, hasta el año 1939, Hitler pudo incorporar gran cantidad de territorio al Tercer Reich a un precio relativamente bajo. Sus aspiraciones crecían aún más con cada éxito. El equilibrio se inclinó todavía más a favor de Hitler después del arreglo de Munich. La eliminación de Checoslovaquia como sustancial potencia intermedia europea, en marzo de 1939, la adquisición por los alemanes de armas, fábricas y materias primas checas, y los crecientes recelos de Stalin con respecto a Occidente, tuvieron más influencia que los factores que trabajaban a favor de un entendimiento con Londres y París, tales como el considerable aumento de la producción británica de armas, la más íntima colaboración militar anglo-francesa o la decisión del gobierno inglés de contener a Hitler por cualquier medio.

En enero de 1939, el primer ministro británico Neville Chamberlain fracasó al intentar separar a Italia del Eje o de disuadir a Mussolini de expandirse hacia los Balcanes. El Duce había quedado muy impresionado por la ocupación alemana de Praga, y la había utilizado como justificativo para invadir Albania, el 7 de Abril. Cuarenta días más tarde, el 22 de mayo, se suscribió el denominado “Pacto de Acero” por el cual ambos dictadores declaraba que el orden internacional salido de Versalles quedaba totalmente suprimido.

El 24 de agosto, Hitler culminó su maniobra estratégica llegando a un acuerdo con Stalin que evitaba a Alemania el riesgo de afrontar una guerra en dos frentes similar a la que había librado entre 1914 a 1918.

El Pacto de No Agresión Germano – Soviético, conocido como Pacto Ribbentrop – Molotov por el nombre de los ministros de relaciones exteriores que lo concretaron, fue en la práctica un pacto de agresión contra Polonia. Un protocolo secreto establecía la división de Europa Oriental en esferas de influencia y dejaba sin resolver “si los intereses de las dos partes determinan que el mantenimiento de un Estado polaco parezca deseable y cómo se trazarán las fronteras de ese Estado”. Así, se dispuso la división de Polonia, que fue efectuada el 17 de septiembre de 1939, al ser invadida por tropas soviéticas.

Finalmente, el Tratado Germano – Soviético de Fronteras y Amistad del 28 de septiembre de 1939, estableció un reparto territorial aún más amplio. Stalin recibió el control de una parte de Polonia, Finlandia, la mayor parte de los estados Bálticos y parte de Rumania –la Besarabia-. De esta manera, en el otoño de 1939, la Unión Soviética obligó a Letonia, Estonia y Lituania los llamados “tratados de seguridad”, que implicaban la entrada de tropas soviéticas. Cuando los finlandeses se resistieron, Stalin los atacó –el 30 de noviembre de 1939- con el consentimiento de Alemania.

Cuando Hitler se anexó Checoslovaquia e Italia invadió Albania, se despertó en la opinión pública tanto de Gran Bretaña como de Francia un profundo clamor demandando a sus gobiernos que detuvieran los desmanes de Hitler. En consecuencia, los gobiernos francés y británico se vieron obligados a garantizar unilateralmente la soberanía territorial de Polonia, Grecia, Rumania y Turquía. En realidad esta garantía era poco más que un gesto simbólico destinado a advertir a Hitler que se había agotado la paciencia y que no se tolerarían nuevas anexiones territoriales, pero principalmente a calmar a la opinión pública. Debido a que por ese entonces la estrategia de las fuerzas armadas francesas era de carácter eminentemente defensivo apoyada en posiciones fortificadas como la célebre línea Maginot. Mientras que los británicos concentraban sus esfuerzos en mejorar las defensas aéreas de las islas.

Debido a la posición geopolítica de Polonia –que carecía de puertos de ultramar, a excepción de Danzing y de fronteras comunes con Francia-, este país solo podía recibir apoyo eficaz de la Unión Soviética. Pero, las intenciones de Stalin despertaban los temores tanto de Londres como de Varsovia, donde el gobierno polaco se oponía permitir el ingreso de tropas rusas a su territorio. El tiempo daría la razón a los dirigentes polacos.

EL ESTALLIDO


El sorpresivo anuncio del Pacto Ribbentrop – Molotov, el 23 de agosto de 1939, no sólo fortaleció la situación estratégica de Alemania, sino que constituyó, en la práctica, una declaración de guerra para Polonia y por ende para Francia y Gran Bretaña ambas ligadas por la “garantía”.

En los veinte años que separaban a ambas guerras se inventaron y desarrollaron pocas armas realmente nuevas –como el radas y los cohetes autopropulsados, etc.- pero la mayoría de las armas conocidas habían incrementado notablemente su eficacia. Los aviones habían triplicado su velocidad, si antes desarrollaban una velocidad de 100 millas por hora en 1939 alcanzaban las 300 millas, mientras que los blindados pasaron de una velocidad 3 millas a una de 30 millas. La artillería, montada sobre vehículos con motor y llantas de caucho había incrementado su movilidad con relación a la antigua impulsada a sangre y con ruedas metálicas. El camión que en 1918 se fabricaba a mano y era un vehículo no demasiado seguro, se producía ahora en grandes cantidades gracias a la producción en serie y revolucionaria la logística de los ejércitos liberándolos de su dependencia de las vías férreas. La guerra adquiría una nueva movilidad.

Pero, si los medios ofensivos habían incrementado notablemente su eficacia, no ocurrió lo mismo con los medios defensivos. El cañón antiaéreo de 1938, equipado con telémetros de insólita precisión, hizo que su predecesor de la Gran Guerra pareciera obsoleto. Los cañones antitanques presentaron mejoras similares; pero la mayoría de los ejércitos mantuvieron el mismo modelo de fusil de infantería y, las ametralladoras no habían mejorado significativamente desde 1918.

En otras palabras, la defensiva se había quedado rezagada veinte años, mientras que la velocidad potencial de la ofensiva se había incrementado diez veces, desde las tres millas de un ejército que marchaba a pie hasta las treinta millas de un ejército mecanizado. Esta disparidad implica la diferencia entre la guerra de trinchera y la guerra relámpago.[viii] 

El comienzo de esta nueva contienda mundial encontró nuevamente a Gran Bretaña y Francia enfrentadas con Alemania y, tal como sucediera en 1914, una fuerza expedicionaria británica cruzó el canal de la Mancha, mientras que un contingente naval anglo-francés bloqueaba los puertos germanos. Sin embargo, la situación geoestratégica de los Aliados era mucho más comprometida en 1939. No sólo no había un frente oriental, sino que el Pacto Ribbentrop – Molotov se completó con acuerdos económicos que al suministrar materias primas soviéticas a Alemania contribuía a atenuar los efectos del bloqueo sobre la economía germana.

Durante el primer año de la contienda, el nivel de las reservas de petróleo y otras materias primas esenciales fue alarmantemente bajo para Alemania, pero la producción de artículos sucedáneos, el mineral de hierro sueco y los crecientes envíos desde la Unión Soviética ayudaron a sobrellevar esta situación. Por otra parte, la poca agresividad de los aliados en el Frente Occidental significó muy poca presión sobre los abastecimientos de combustible y municiones de los alemanes.[ix]

Al mismo tiempo, Alemania no tenía aliados débiles que –como Austria – Hungría en la guerra pasada- significaran una carga adicional para su economía. Si Italia hubiese tomado parte en el conflicto, en septiembre de 1939, sus propias deficiencias económicas hubieran impactado sobre las alicaídas reservas del Reich y puesto en riesgo el ataque alemán de 1940 sobre Francia. La participación italiana habría complicado la situación de las fuerzas anglo-francesas en la región del Mediterráneo, pero no lo suficiente para compensar sus efectos sobre la economía. Mientras que la neutralidad de Italia favorecía al comercio alemán una situación que el gobierno germano no deseaba modificar.

Esta etapa de “sitzkrieg” -falsa guerra-, impuesta por las condiciones climáticas del invierno europeo, al no poner en jaque a la precaria economía alemana, permitiendo a Hitler perfeccionar su instrumento estratégico ajustando el funcionamiento de la Wehrmacht después de la Campaña de Polonia.

LA BLITZKRIEG

La Wehrmacht había roto bruscamente con el pasado, motorizando a sus fuerzas y alcanzado una velocidad de desplazamiento por ese entonces inusitada. Y mientras otros ejércitos insistían en la especialización de sus armamentos, los germanos desarrollaron en su pieza de 105 mm. Una combinación entre cañón y obús para dotar a la infantería. En el mismo sentido, el célebre cañón de “88” fue empleado como arma antitanque, antiaéreo y de campaña.

Los alemanes también modificaron las técnicas de instrucción de infantería. Muchas de las antiguas formaciones alemanas de método envolvente, basadas en el tirador aislado, más útiles para la defensiva en línea fueron abandonadas. En su lugar se introdujeron métodos de entrenamiento con munición real –las ametralladoras disparaban a pocos centímetros de las cabezas de los reclutas-, ataques simulados sobre modelos de fortificaciones enemigas, etc.

La campaña polaca, precisamente, reveló la superioridad de la doctrina operacional alemana, de su empleo de armas combinadas, del poder aéreo táctico y de las operaciones ofensivas conducidas en forma descentralizada. Las bajas germanas en esa campaña fueron tan sólo de 10.000 muertos y 30.000 heridos, aquella rápida victoria alentó el triunfalismo alemán. La doctrina de la “Blitzkrieg” –guerra relámpago- fue revisada y corregida, reforzando la confianza de los generales alemanes en su capacidad para derrotar mediante rápidos ataques por sorpresa, empleando una adecuada concentración de fuerzas aéreas y blindadas, a cualquier enemigo que asumiera posiciones defensivas.

La “Blitzkrieg” fue una combinación entre un movimiento lateral y otro de avance produciendo el efecto de una máquina veloz que tritura a la vez que desgarra. La dirección de los tres ataques de rotura no era, necesariamente, recta hacia delante, sino lateral a menudo dentro de un ángulo que seguía la trayectoria de la menor resistencia. Y mientras la vanguardia realizaba sus rápidas arremetidas, se implementaban ataques menores a uno y otro lado para ensanchar la brecha. El nombre de guerra relámpago fue aplicado para describir esa trayectoria en zigzag, así como la velocidad de los asaltos de dirección continuamente cambiante. La sorpresa y el engaño eran elementos sustanciales de esta estrategia, por lo que el enemigo sólo podía estar seguro de que la siguiente embestida sería dirigida contra el punto en que su resistencia pareciera ser el más débil. 

Esta apreciación del Alto Mando Alemán se vio corroborada en el rápido éxito alcanzado durante la invasión a Dinamarca y los Países Bajos. En Noruega, las características geopolíticas del país lo tornaban inaccesibles para las divisiones Panzer, en tanto que era especialmente propicio para el empleo del poder marítimo anglo-francés, lo que puso en duda el resultado de la campaña durante un tiempo, hasta que la superioridad de la Luftwaffe le dio el dominio del aire y decidió la contienda. Quizás, el mejor ejemplo de la eficacia de la doctrina operacional alemana fue la campaña de Francia de mayo – junio de 1940, donde las más numerosas fuerzas aliadas fueron destrozadas por las columnas de tanques y de infantería motorizada alemanas al mando del general Guderian. Mientras que los franceses se aferraban aún a los principios estratégicos de la Primera Guerra Mundial de la línea fortificada. Los tratados militares alemanes hablaban en términos de “Flächen und lückentaktik”, tácticas de espacio y brecha. De ahí que el frente de diez o doce millas de la guerra relámpago significó el punto de partida para una explosión de acciones locales, tratado de reducir un área entera en el menor tiempo posible.[x] En todas estas operaciones los alemanes contaron con superioridad aérea.

Al triunfar tan decisivamente, Alemania pudo capturar importantes reservas de petróleo y otras materias primas, mientras que las propias reservas no se vieron seriamente disminuidas debido a la corta duración de la campaña. Además, la victoria proporcionó Hitler una ruta terrestre para las materias primas españolas, los minerales suecos estaban ahora a salvo de las expediciones aliadas, en tanto que Stalin impresionado por los éxitos alemanes trataba de ganar todo el tiempo posible aumentando sus envíos. En estas circunstancias, el ingreso de Italia en la contienda en el momento en que Francia se estaba derrumbando no tuvo la incidencia negativa que pudo haber tenido en otras circunstancias, por el contrario, desvió los recursos británicos de Europa al Próximo Oriente, aunque los posteriores desastres de Italia demostraron que su poderío había sido sobredimensionado a lo largo de los años treinta.

Si el conflicto se hubiese reducido a los tres beligerantes iniciales, es difícil saber cual habría sido el resultado final ni cuanto habría durado. El imperio británico bajo la conducción de Winston Churchill, como primer ministro, parecía resuelto a continuar la lucha y movilizar todos sus recursos humanos y materiales, superando por ejemplo a Alemania, tanto en producción de aviones como de tanques, en 1940. Y si lo que poseía entonces Gran Bretaña en oro y dólares era insuficiente para pagar los suministros americanos, el presidente estadounidense, Franklin D. Roosevelt, estaba consiguiendo derogar la perjudicial legislación de neutralidad y persuadir al Congreso de que, para la propia seguridad del país, era conveniente apoyar a Gran Bretaña, mediante la Ley de Préstamo y Arriendo, la entrega de “destructores por bases”, la protección de convoyes, etcétera.[xi]

El resultado de estas intervenciones fue establecer cierta paridad estratégica. Si la Batalla de Inglaterra había hecho imposible una invasión alemana a través del Canal, el desequilibrio en medios terrestres y la paridad en medios aéreos imposibilitaba también un desembarco inglés en el continente. Las incursiones de los bombarderos británicos sobre Alemania, en esta etapa de la guerra, solo tenían un valor simbólico sobre la moral de los ingleses. A pesar de sus ocasionales operaciones en el Atlántico Norte, la flota de superficie alemana no estaba en condiciones de enfrentarse con la Royal Navy, tan sólo la guerra submarina llevada a cabo por Almirante Döenitz había logrado algunos éxitos. En el norte de África, Somalia y Abisinia, las fuerzas británicas derrotaron con facilidad a las tropas italianas, la situación se revirtió cuando intervino el Afrika Korps, al mando del general Erwin Rommel, el célebre “zorro del desierto”.

LA GUERRA RUSO FILANDESA


La Unión Soviética inició el 30 de noviembre de 1939 su propia guerra. Stalin no confiaba en la validez del Pacto Ribbentrop – Molotov intuía que Hitler terminaría por atacarlo. En consecuencia mientras intentaba ganar tiempo preparaba a la URSS para la guerra. Los estrategas soviéticos estaban preocupados por la seguridad de la ciudad de Leningrado, que estaba al alcance de la artillería emplazada en suelo finlandés. Anticipándose, a que Finlandia se pudiera convertir en aliada de Alemania, Stalin intentó negociar una más favorable situación estratégica, pidió a Finlandia que le cediera o vendiera cinco zonas. La negativa finlandesa precipitó la agresión.

Aún cuando el resultado no podía ser otro que la derrota del pequeño país nórdico, los finlandeses se ganaron la admiración del mundo con una defensa heroica, inteligente y decidida y los soviéticos mostraron las debilidades del Ejército Rojo para adaptarse a la guerra mecanizada.

Los finlandeses supieron aprovechar las fallas de los equipos mecánicos soviéticos bajo condiciones árticas, al descender las marcas térmicas a cuarenta grados bajo cero, en uno de los más rigurosos inviernos del norte de Europa.

Las columnas invasoras soviéticas fueron atraídas cada vez más profundamente hacia los bosques por tropas finlandesas que, usando uniformes camuflados de blanco, se retiraban tras incendiar y destruir todo cuanto pudiera ser utilizado por el enemigo. Patrullas de esquiadores atacaron las cocinas de campaña y camiones de abastecimiento, hasta que las sufridas tropas rusas se encontraron tan hambrientas y agotadas que presentaron escasa resistencia a un enemigo que conocía el terreno y los superaba en número.

Los soviéticos terminaron por ser víctimas de la misma estrategia de “tierra arrasada” y repliegue estratégico que sus antepasados emplearon contra la “Grande Armée” de Napoleón en 1812. A medida que penetraban profundamente en un terreno helado de lagos y bosques, los finlandeses los aniquilaban gradualmente. En la batalla de Suomussalmi, una división soviética se rindió, otra fue destrozada y una tercera reducida a grupos dispersos, por efectivos finlandeses muy inferiores –en una proporción de tres a uno-. Los blindados resultaban un estorbo en medio de las ventiscas y las temperaturas árticas. Sufriendo 900 muertos y 1.700 heridos, los finlandeses provocaron 27.500 muertos, 1.500 prisioneros y un número no precisado de heridos a los invasores.

Los contraataques finlandeses de la orilla nordeste del Lago Ladoga, obligaron a retroceder hasta Pitkarantea, donde fueron cercadas, a dos divisiones soviéticas de infantería y a una brigada de tanques. Los abastecimientos enviados por vía aérea no fueron suficientes, y los sobrevivientes de una división de infantería y la brigada de tanques se rindieron, siendo neutralizada la división restante hasta el final del conflicto.

Stalin empleó dos ejércitos en el istmo de Carelia para aplastar a los finlandeses por la gravitación del número de sus efectivos. Los ataques soviéticos a la línea Mannerheim fracasaron con terribles bajas en las tropas de asalto bloqueadas por campos de minas, trampas antitanques y emplazamientos de ametralladoras ocultos por una reciente nevada. A principios de enero de 1940, los rusos hicieron un alto, dedicando le resto del mes a reorganizarse y prepararse para realizar un esfuerzo supremo.

En febrero de 1940, los soviéticos lanzaron trece divisiones sobre el istmo de Carelia para arrollar a los finlandeses. Combates aéreos, bombardeos de artillería y asaltos de infantería se desarrollaron durante el día. Los blindados soviéticos avanzaban en forma masiva, llevando dispositivos para hacer detonar los campos de minas y arrastrando trineos cargados de tropas de infantería. Durante catorce días descargaron 300.000 disparos de artillería contra las fortificaciones finlandesas, agotadas por el esfuerzo continuo.

El resultado fue el previsible. La brecha abierta por los soviéticos el 13 de febrero, obligó a los finlandeses a replegarse combatiendo valientemente para establecer una nueva línea defensiva en Viipuri. Las columnas soviéticas atravesaron el congelado Golfo de Finlandia y tomaron de flanco a las posiciones finlandesas. Los defensores resistieron varios días el inevitable final, pero el 13 de marzo cesaron las hostilidades, al aceptar el mariscal Mannerheim los duros términos de paz impuestos por Stalin.

Mientras que los finlandeses sufrieron 60.000 bajas, incluyendo 18.000 muertos. Las cifras de bajas soviéticas –48.795 muertos y 158.836 heridos- no son confiables. El pobre rendimiento del Ejército Rojo hizo pensar a Hitler y al alto mando alemán que este no era un adversario de envergadura.

LA GRAN GUERRA PATRIÓTICA


En el marco de indefinición estratégica que siguió a la Batalla de Inglaterra, la demencial decisión de Hitler de atacar a la Unión Soviética, en junio de 1941, midificó totalmente el panorama de la contienda. Alemania, que no estaba en condiciones de terminar su conflicto con Gran Bretaña, debería a partir de entonces librar una guerra en varios frentes. Una tarea que estaba más allá de sus fuerzas. La Luftwaffe, por ejemplo, debía desplegar sus escuadrillas en teatros de operaciones de colosales dimensiones entre el Oeste, Este y el Mediterráneo.

En esta forma los británicos pudieron retener el control parcial del Mediterráneo y utilizarlo como trampolín para una futura invasión al continente europeo. Pero lo más importante era que la gran extensión geográfica, al demandar extensas líneas logísticas para desarrollar una campaña a cientos de kilómetros en el interior del territorio ruso, reducía la mayor ventaja de la Wehrmacht: su capacidad de lanzar ataques por sorpresa en teatros de operaciones más reducidos, de manera que aniquilaba a sus enemigos antes de que el agotamiento de sus abastecimientos afectase el óptimo funcionamiento de su maquinaria. En contraste con la formidable fuerza de primera línea desplegada por Alemania y sus aliados para la Operación Barbarroja, en junio de 1941, su estructura logística y de mantenimiento era mínima y se vería afectada por el precario sistema de carreteras ruso. Para colmo de males, el excesivo optimismo de los planificadores militares presumía que la duración de la campaña sería de tres meses, es decir, que habría concluido antes de la llegada del terrible invierno ruso.

En ese contexto el potencial industrial de Alemania comenzó a crujir. La producción germana de aviones en 1941 era bastante más pequeña que la de Gran Bretaña o la Unión Soviética, para no mencionar la de Estados Unidos; la Wehrmacht tenía muchos menos tanques que la URSS, y las reservas de petróleo y de municiones disminuyeron rápidamente por la extensa campaña.

Aunque la Wehrmacht logró triunfos espectaculares en los campos de batalla rusos y las inadecuadas órdenes de despliegue de Stalin –como así también su negativa a autorizar cualquier tipo de repliegue- cuando el ataque era inminente, permitieron que los alemanes capturasen o matasen a tres millones de soldados soviéticos en los primeros cuatro meses, esto no fue suficiente para definir el conflicto.  La Unión Soviética, bajo la férrea dictadura stalinista podía soportar grandes pérdidas de hombres y equipos, sacrificar un millón de kilómetros cuadrados a manos de sus enemigos y estar segura de que su población haría sacrificios sobrehumanos para derrotar al invasor y que su territorio proporcionaría las reservas suficientes para continuar la lucha. En estas condiciones la campaña rusa era un gigantesco “hoyo negro” que atraía hacia una segura destrucción la eficiente maquinaria bélica alemana.

Mientras tanto, otros actores se involucraban en el conflicto. Japón iniciaba operaciones en el Sudeste asiático para apoderarse de las indefensas colonias europeas de la región, pese a las advertencias del presidente Roosevelt. La decisión estadounidense de congelar los activos financieros japoneses y suspender los embarques de petróleo y materias primas a Tokio, en represalia por la ocupación de la Indochina Francesa, precipitaron los acontecimientos. Los japoneses decidieron poner a prueba su suerte en un sorpresivo ataque sobre las instalaciones norteamericanas en el Pacífico. El blanco fue la base naval de Pearl Harbor.

El año 1941 terminó dramáticamente. La guerra se hizo verdaderamente mundial. Stalin pudo retirar sus mejores divisiones de Siberia y lanzarlas en un feroz contragolpe de invierno, desde Moscú, que demostró el fracaso de la Blitzkrieg en los campos de Rusia. Si bien los japoneses parecían invencibles en los primeros meses de la guerra, ninguno de los territorios que capturaron –ni siquiera Singapur o las Filipinas- tenían gran importancia estratégica o afectaban al esfuerzo de lucha aliado. El hecho más significativo fue que el ataque japonés y la posterior declaración de guerra de Hitler, justificaron la directa participación de la principal potencia mundial. Desde luego que la productividad industrial no podía asegurar por sí sola la efectividad militar, pero la formación de una Gran Alianza, como le gustaba denominarla a Churchill, era tan superior en medios materiales al Eje, y sus bases estratégicas de producción estaban fuera del alcance de los ataques alemanes o japoneses.       
               
La conversión del conflicto de guerra europea en guerra mundial alteró totalmente el equilibrio global de fuerzas en cuanto los nuevos beligerantes movilizaron todo su potencial. Mientras tanto, las máquinas de guerra alemana y japonesa podían continuar sus conquistas; pero, cuanto más se extendían, menos capaces eran de resistir las contraofensivas que estaban preparando los Aliados.

La primera de éstas se produjo en el Pacífico, donde los aparatos del almirante Nimitz con base en los portaviones habían ya contenido el impulso japonés en el mar de Coral y hacia Midway y mostrado lo vital que era la fuerza aeronaval en las vastas extensiones de aquel océano. A finales de aquel año, las tropas japonesas habían sido expulsadas de Guadalcanal y las fuerzas australianas y americanas estaban avanzando en Nueva Guinea. Cuando empezó la contraofensiva en el Pacífico central a finales de 1943, las dos poderosas flotas de guerra americanas que cubrían la invasión de las islas Gilbert estuvieron a su vez protegidas por cuatro fuerzas rápidas de transporte –doce portaviones- con un control abrumador del aire.

Un todavía mayor desequilibrio de fuerzas había permitido que las divisiones del Imperio británico rompiesen las posiciones alemanas en la batalla de “El Alamein”, en octubre de 1942, y empujasen a las unidades de Rommel hacia Túnez; cuando Montgomery ordenó el ataque, tenía seis veces más tanques que su adversario, el triple de soldados y el dominio casi completo del aire. En el mes siguiente, las tropas angloamericanas de Eisenhower, compuesta de 100.000 hombres, desembarcaron en el África del Norte francesa, para empezar un “movimiento de tenazas” desde el Oeste contra las fuerzas germanas e italianas, que daría por resultado la rendición en masa de éstas en mayo de 1943. En la misma época, también Doenitz había sido obligado a retirar sus submarinos del Atlántico Norte, donde había sufrido fuertes bajas al atacar los convoyes aliados ahora protegidos por aviones bombarderos “liberators” de gran radio de acción, portaviones y grupos de escolta equipados con el radar más moderno y cargas de profundidad, y conocedores de los movimientos de los submarinos gracias a los aparatos de descifrado de las comunicaciones alemanas: la máquina “Ultra”. Aunque los aliados tardarían más tiempo en lograr el “dominio del aire” en Europa para completar su dominio del mar, la solución se encontraría rápidamente en forma del caza escuadrillas de bombardeo de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en diciembre de 1943; al cabo de pocos meses, la capacidad de la Luftwaffe para defender el espacio aéreo sobre las fábricas, los soldados y la población civil del Tercer Reich se había deteriorado irreversiblemente.

El Ejército Rojo tenía todavía 5,5 millones de hombres en sus filas y era numéricamente superior en tanques y aviones. Desde luego, no podía igualar la experiencia profesional de los militares alemanes en tierra o en el aire –incluso en una fecha tan avanzada como el año 1944, los rusos perdían cinco o seis hombres por cada soldado alemán muerto o capturado- y cuando pasó el terrible invierno de 1941 – 1942, la máquina de guerra de Hitler pudo empezar de nuevo la ofensiva, esta vez hacia Stalingrado y el desastre. Después de Stalingrado, en el verano de 1943, la Wehrmacht hizo un nuevo intento, reuniendo sus fuerzas blindadas para llegar al fantástico total de diecisiete divisiones “Panzer” para el cerco de Kursk. Pero, en la que iba a ser con mucho la más grande batalla de tanques de la Segunda Guerra Mundial, el Ejército Rojo contaba con treinta y cuatro divisiones blindadas, unos 4.000 vehículos contra los 2.700 de Alemania. Y si el número de tanques soviéticos había quedado reducido a menos de la mitad en una semana, habían destruido a la mayor parte de las “Panzerarmeé” y estaban ahora dispuestos para la implacable contraofensiva hacia Berlín. Entonces, la noticia del desembarco aliado en Italia dio a Hitler el pretexto para retirarse de los que había sido un desastre absoluto, y confirmó el grado en que los enemigos del Reich estaban completando el cerco.[xii]

A estas alturas resulta evidente que tanto Berlín como Tokio se habían excedido. En noviembre de 1943, el general Jodl calculó que 3,9 millones de alemanes –junto con sólo 283.000 soldados aliados del Eje- estaban tratando de contener a 5,5 millones de rusos en el Frente Oriental. Otros 177.000 soldados alemanes estaban en Finlandia, y otros 486.000 hombres se hallaban de guarnición en Noruega y Dinamarca. Otros 612.000 hombres estaban atados en los Balcanes, y había 412.000 en Italia. Los ejércitos de Hitler estaban dispersos a lo largo y a lo ancho de Europa y eran inferiores en número y en equipo en todos los frentes. El propio “Día D” -el desembarco aliado en Normandía del 6 de junio de 1944-, por ejemplo, los alemanes pudieron reunir 319 aviones contra los 12.830 de los Aliados en el Oeste. Lo mismo podía decir de las divisiones japonesas, esparcidas en el Extremo Oriente desde Birmania hasta las islas Aleutianas.

Los aliados poseían el doble de fuerza manufacturera –según cifras inexactas de 1938, que subestiman la parte de los Estados Unidos-, el triple del “potencial de guerra” y el triple de la renta nacional de las potencias del Eje, aunque las partes francesas se sumasen al total de Alemania. En 1942 y 1943, estas cifras de poder potencial estaban siendo cambiadas en la moneda fuerte de aviones, cañones, tanques y barcos, ciertamente, en 1943 – 1944, ¡sólo los Estados Unidos producían un barco carguero al día y un avión cada cinco minutos! Más aún, los Aliados estaban produciendo muchos tipos nuevos de armas –Superfortalezas, Mustangs, portaviones ligeros-, mientras que las potencias del Eje sólo podían producir armas de avanzadas –aviones cazas de reacción, submarinos Tipo 23- en cantidades relativamente pequeñas.

Por muy inteligentemente que preparase la Wehrmacht sus contrataques en los frentes occidental y oriental, hasta casi los últimos meses de la guerra, tenía que ser en definitiva arrollada por la enorme masa de poder de fuego de los Aliados. En 1945, los miles de bombarderos que machacaban diariamente el Reich y los cientos de divisiones del Ejército Rojo listas para apoderarse de Berlín y de Viena no eran más que manifestaciones diferentes de un mismo hecho categórico. En una guerra de coalición, larga y a gran escala, los países con mayor potencial prevalecen al final.

FIN DE LA GUERRA EN EUROPA

El 25 de abril de 1945, la 69ª División de Infantería americana y la 58ª División de Guardias soviéticos del 5º Ejército de Guardias hicieron contacto sobre el río Elba. El 30 de abril de 1945, el dictador Adolfo Hitler se suicidó en su búnker de la Cancillería del Reich junto a su esposa Eva Braun, entendiendo que la guerra estaba perdida para el Tercer Reich. Para evitar que su cuerpo fuera encontrado sus ayudantes, siguiendo sus estrictas órdenes, lo quemaron.

En su último testamento, Hitler nombró a su sucesores: el almirante Karl Dönitz como el nuevo Reichspräsident y al Ministro de Propaganda Joseph Goebbels como el nuevo Reichskanzler. Sin embargo, Goebbels se suicidó junto con su esposa y sus nueve hijos, en Berlín, en la mañana del 1º de mayo. Dönitz debió orquestar solo la rendición.

A las 02,41 de mañana del 7 de mayo de 1945, en los cuarteles del SHAEF, en Reims, Francia, el Jefe del Estado Mayor del Alto Mando de la Wehrmacht, el General Alfred Jodl, firmó el acta de rendición incondicional para todas las fuerzas alemanas ante los Aliados. Esta incluía la frase “todas las fuerzas bajo el mando alemán cesarán las operaciones activas a las 23,01 horas, hora de Europa Central, el 8 de mayo de 1945”.

El antiguo Tercer Reich fue dividido tal como se había acordado previamente por los Aliados en la Conferencia de Yalta. Algunas regiones como Prusia Oriental fueron repartidas entre Polonia y la URSS, mientras que las regiones germanas de Pomerania y Silesia, al este del río Oder, fueron transferidas a Polonia según lo pactado por Reino Unido, Estados Unidos, la Unión Soviética y Francia en los Acuerdos de Potsdam. El resto de Alemania, excluyendo a Berlín, quedaba dividido en cuatro zonas militares de ocupación: estadounidense, británica, francesa y soviética.
Austria, que había sido anexada por el Tercer Reich en 1938, mediante el Anschluss, fue separada de Alemania y dividida de manera similar entre los vencedores. En 1955, Austria firmó el Tratado del Estado Austríaco y, bajo la condición de que permaneciera neutral, el país se convirtió en un república totalmente independiente. En1949, la zona de ocupación soviética se convirtió en la República Democrática Alemana. En ese mismo año, las otras tres zonas se convertían en la República Federal Alemana.
La ciudad de Berlín, la cual también estaba dividida en cuatro zonas, permaneció bajo ocupación militar formal, hasta el 12 de septiembre de 1990, cuando el Tratado sobre el Acuerdo Final Con Respecto a Alemania” fue firmado por las cuatro potencias y los dos gobiernos alemanes, el cual fue el tratado final de paz y la restauración de la plena soberanía alemana al acordarse oficialmente el fin de la ocupación extranjera. Esto permitió que la reunificación alemana se llevara a cabo el 3 de octubre de 1990 y el país reunificado obtuviera soberanía total nuevamente el 15 de marzo de 1991. Alemania firmó un tratado separado con Polonia, confirmando en ese mismo año la plena validez de la frontera polaco-germana establecida en 1945.
FIN DE LA GUERRA EN EL PACÍFICO

Lo mismo puede decirse sobre el colapso del Japón en la guerra del Pacífico. La triunfal campaña submarina americana amenazaba con matar de hambre al Japón, los enjambres de bombarderos “B-29” estaban reduciendo a cenizas sus pueblos y ciudades –la incursión sobre Tokio de 9 de marzo de 1945, causó, aproximadamente, 185.000 víctimas y destruyó 267.000 edificios-, y los planificadores americanos y sus aliados estaban preparando una invasión masiva de la islas japonesas propiamente dichas. Los complejos motivos que, a pesar de ciertas reservas llevaron a tomar la decisión de lanzar bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki –el deseo de salvar vidas estadounidenses, la intención de hacer una advertencia a Stalin, la necesidad de justificar los enormes gastos del proyecto atómico- son todavía objeto de debate, pero lo que aquí interesa es que, en aquella época, los Estados Unidos eran los únicos que tenían recursos de producción y tecnológicos suficientes, no sólo para sostener dos guerras convencionales a gran escala, sino también para invertir en científicos, materias primas y dinero –unos dos mil millones de dólares- para la fabricación de una nueva arma que podía dar o no dar resultado. La devastación infligida a Hiroshima, junto con la caída de Berlín en manos del Ejército Rojo, no sólo simbolizaron el final de otra guerra, sino que marcaron también el principio de un orden nuevo en los asuntos mundiales.[xiii]  
                                                                                                                                                                                                     
                                                                                                                                                                                                                                    




[i] JOHNSON, Paul: “Tiempos modernos”. Javier Vergara Ed. Bs. As. 1988. Pág. 348.
[ii] JOHNSON, Paul: Op. Cit. Pág. 350
[iii] JOHNSON, Paul: Op. Cit. Pág. 291.
[iv] JOHNSON, Paul: Op. Cit. Pág. 292.
[v] CAMPOS DE CONCENTRACIÓN: Los campos de concentración fueron creados por los ingleses durante las guerras boers (1900 – 1902) para internar a la población hostil. En Alemania el primer campo de concentración se creó el 22 de marzo de 1933, cuando Hitler aún no había cumplido dos meses en el gobierno del país. Se situaba en Dachau y albergaba a cinco mil prisioneros.
[vi] TERCER REICH: la denominación corresponde al historiador de la cultura Arthur Moeller van den Bruck, en 1923. El primer Reich, era el imperio medieval que había formado a Europa. El segundo Reich, había sido creado por el conde Otto von Bismarck, era artificial, porque había aceptado la corrupción del liberalismo. El Tercer Reich sería el definitivo Estado, que englobaría todos los valores de Alemania y perduraría mil años.
[vii] JOHNSON, Paul: Op. Cit. Pág. 296.
[viii] MONTROSS, Lynn: “Historia de las guerras”. Ed. Jano. Barcelona 1963. Pág. 510.
[ix] KENNEDY, Paul: “Auge y caída de las grandes potencias”. Ed. Plaza & Janés. Barcelona 1989. Pág. 423.
[x] MONTROSS, Lynn: Op. Cit. Pág. 513.
[xi] KENNEDY, Paul: Op. Cit. 425.
[xii] KENNEDY, Paul: Op. Cit. 434.
[xiii] KENNEDY, Paul: Op. Cit. Pág. 442.

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