En estos días se cumplen setenta años
del fin de la Segunda Guerra Mundial y la muerte de uno de los mayores
criminales que registra la historia: Adolfo Hitler. Parece el momento oportuno
de rememorar los trágicos acontecimientos ocurridos en esos años
EL HUEVO DE LA SERPIENTE
Al finalizar la Primera Guerra
Mundial, Alemania se encontraba postrada debido a la crisis económica, la
humillación de la derrota militar. En ese ambiente, la débil República de
Weimar que sucedió al Imperio Alemán, se convirtió en el blanco preferido de
las críticas, sobre todo de los grupos de ex combatientes y de los
nacionalistas que la acusaban de ser la responsable de la decadencia de
Alemania luego de la firma del Tratado de Versalles.
El 10 de noviembre de 1918, el capellán
luterano del Hospital Militar de Pasewalk, cerca de Stettin, en Pomerania,
convocó a los pacientes para decirles que la casa de Hohenzollern había caído.
Alemania era ahora una república. La noticia cayo como un rayo sobre los
soldados heridos. Uno de ellos era Adolfo Hitler, un suboficial de veintinueve
años. Había combatido en el Decimosexto Regimiento de Infantería de Reserva de
Baviera, destacado en el Frente Occidental a lo largo de toda la guerra, en el dos
veces se había distinguido en acción, y anteriormente ese mismo año había
recibido el desusado espaldarazo de la
Cruz de Hierro de Primera Clase. Un mes antes, el 13 de
octubre, al sur de Ypres, se había ocultado en una ladera mientras los
británicos hacían llover granadas de gas mostaza sobre las trincheras alemanas.
A través de la oscuridad el gas siseaba desde los botes en dirección a las
líneas germanas. Por la mañana los ojos de Hitler eran “carbones al rojo vivo” y él quedó temporalmente ciego, lo que
obligo a su evacuación a un hospital militar de la retaguardia.
Hitler fue el producto de una época
cada vez más obsesionada por la política. Nunca intentó seriamente ganarse la
vida empleando otros medios. Se sentía realmente cómodo en un mundo en el cual
la búsqueda del poder mediante la conspiración, la agitación y la fuerza
constituían el objeto y la satisfacción principales de la existencia. En ese
mundo frío y gris se movía como un ajedrecista. Poseía gran egoísmo intelectual,
no dudaba de sí mismo, se mostraba implacable en el campo de las relaciones
personales, prefería la fuerza antes que la discusión y, lo que era más
importante, poseía la capacidad de combinar la fidelidad absoluta a un
propósito de largo alcance con el oportunismo más hábil.
La fuerza de Hitler residió en que
compartía, con muchos otros alemanes, la devoción a las nuevas y las antiguas
imágenes nacionales: los bosques brumosos donde nacían y se formaban rubios
titanes: las alegres aldeas campesinas a la sombra de los castillos
ancestrales; las ciudades jardines construidas donde antes había ghettos y barrios bajos, las valquirias
ecuestres, los Valhallas llameantes, los nuevos amaneceres y las alboradas, en
que las estructuras brillantes y milenarias surgirían de las cenizas del pasado
para perdurar durante siglos. Hitler tenía en común con el ideal del alemán
medio precisamente estas imágenes reverenciales implantadas por casi un siglo
de propaganda nacionalista.
Probablemente pueda afirmarse que las
cualidades culturales de Hitler fueron la fuente de su atracción. La repulsa
popular frente a la cultura de Weimar constituía una enorme fuente de energía
política, y Hitler la utilizó complacido. En Alemania, la música era política,
y tal cosa podía afirmarse sobre todo del drama musical. Una de las razones que
motivaban la admiración de Hitler por Wagner fue que había aprendido mucho de
él, y sobre todo de la opera Persifal,
que se convirtió en modelo de sus grandes espectáculos políticos. La lección
que extrajo del Frente Occidental fue que las guerras podían ganarse o perderse
en el área de la propaganda. El propósito de toda propaganda –escribió- es “presionar y limitar el libre albedrío del
hombre”. La escenografía de su oratoria estaba concebida y realizada con
envidiable habilidad profesional; la atención al detalle era fanática. Hitler
fue el primero en apreciar el poder de la amplificación y el efecto demoníaco
de los focos: al parecer inventó el son
et lumière –luz y sombras- y lo aplicó con tremendo efecto en los mítines
nocturnos de masas. Importó insignias y atuendos políticos de la Italia de Mussolini,
pero los mejoró, de modo que los uniformes hitlerianos –diseñados por el sastre
Hugo Boss- continúan fijando la norma de la excelencia en el vestuario de los
totalitarismos.
Rápidamente, sus ansias de poder y sus
dotes de orador lo convirtieron en líder del un minúsculo grupo proletario, el Partido Obrero Alemán –que en 1920 se convirtió en el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán
–NSDAP-, fundado al terminar la guerra en una cervecería de Munich.
Hitler proporcionó al NSDAP una política exterior –anulación
de Versalles, la Gran
Alemania , la expansión hacia el Este, la supresión de la
ciudadanía a los judíos- y había reorganizado sus objetivos económicos para
formar un programa radical de veinticinco puntos, entre los que sobresalían: la
confiscación de las ganancias de guerra, la abolición de los ingresos no
obtenidos mediante el trabajo y la intervención del Estado para asumir el
control de los trusts y participar en los beneficios de la industria,
expropiación sin indemnización de la tierra que la nación necesitaba, etc..
En sus comienzos, el NSDAP
fue un partido muy pequeño, pero durante la década de los años veinte logró
captar adherentes entre la amplia gama de descontentos de la posguerra: ex
oficiales y soldados, desocupados y sectores medios rurales y urbanos que se
sentían amenazados por el doble peligro de la revolución proletaria y del
descenso social. De un total de 4.800 afiliados en 1923, el 34,5% provenía de
la clase trabajadora, el 31% de la clase media baja, el 6,2% estaba formado por
funcionarios de menor jerarquía, y además había un 11,1% de empleados, y un
13,6% de pequeños comerciantes.
La ideología del Partido Nazi era una
mezcla de lemas nacionalistas con vagas reivindicaciones sociales y delirios
racistas. El partido carecía de un programa concreto, más allá de una serie de
consignas sobre la potencia de la cultura alemana, la supremacía de la raza
aria y el antisemitismo.
El 8 de noviembre de 1923, Hitler, ya
al frente del NSDAP, protagonizó un
intento de golpe de Estado, realizando una marcha con tres mil hombres sobre
Baviera –copiando la Marcha
sobre Roma que había permitido a Benito Mussolini convertirse en Duce de la
nueva Italia fascista.- Pero la policía abrió fuego decididamente contra los
manifestantes y la columna se dispersó. Posteriormente, Hitler fue arrestado
como responsable del Punch y a su debido tiempo sentenciado a cinco años de
cárcel en la fortaleza de Landsberg.
De todos modos, las autoridades no
tenían intención de que cumpliese su sentencia. Hitler aprovechó la doble norma
que favorecía a los criminales partidarios “del
Este”. “El prisionero de Landsberg”
era un recluso popular y mimado. Consagraba hasta seis horas diarias a recibir
una corriente constante de visitantes incluso admiradoras y políticos
temerosos. Los meses que pasó allí le permitieron escribir un libro delirante que
se convirtió en la “biblia” del movimiento nazi, Mein Kampf –Mi Lucha-, mecanografiando
el texto el mismo. Dieciocho meses después de su detención Hitler estaba
nuevamente en las calles, haciendo política esta vez rodeado de una aureola de mártir
popular.
En realidad, el programa verdadero de
Hitler era mucho más amplio de lo que el pueblo, podía advertir, e
inevitablemente implicaba no sólo la guerra sino una serie de guerras. Su idea central era que Alemania debía conformar
una comunidad racial e ideológicamente homogénea, sometida a los poderes
ilimitados de un único representante del pueblo, el Führer –caudillo-. Hitler hablaba en serio cuando escribió en su
libro “Mein Kampf” –Mi lucha-: “Alemania
tiene que ser una potencia mundial o no habrá Alemania”[i] La lección que Hitler había aprendido de la Primera Guerra
Mundial y del análisis del general Ludendorff era que Alemania necesitaba,
vitalmente, salir de su base en Europa Central, en la que siempre podía verse
rodeada. A juicio de Hitler, Ludendorff había comenzado a alcanzar esa meta en
Brest-Litovsk, pero entonces la “puñalada
por la espalda” del frente interior había arruinado todo.
Por lo tanto, los verdaderos planes de
Hitler comenzaban donde Brest-Litovsk había terminado: había que retroceder el
reloj a la primavera de 1918, pero con una Alemania sólida, unida, renovada, y
sobre todo, “purificada”. Podemos
reconstruir los objetivos de Hitler no sólo a partir de su propia Mein Kampf, donde se destaca la “política hacia el Este”, sino mediante
sus discursos tempranos y el llamado “Segundo
Libro” o “Libro Secreto” de 1928.
Este documento declara que el proceso de “depuración”
–la eliminación de los judíos- era esencial para la totalidad de la estrategia
general. Dada su condición de socialista racial y no clasista, Hitler creía que
la dinámica de la historia estaba en la raza. La dinámica se interrumpía cuando
sobrevenía la contaminación racial. El veneno provenía sobre todo de los
judíos. Hitler admiraba a los judíos en su condición de “superhombres negativos”. En su Charla
de Sobremesa observó que si cinco mil judíos emigraban a Suecia, en muy
poco tiempo ocuparían todas las posiciones fundamentales: ello respondía al
hecho de que “la pureza de la sangre”,
como él decía en Mein Kampf, “es un
factor que el judío preserva mejor que otro pueblo cualquiera de la tierra”.
En cambio, los alemanes habían sido “contaminados”.
Por eso habían perdido la
Primera Guerra Mundial.
Lo que caracterizaba a la teoría racial
hitleriana era, en primer lugar, esta profunda convicción de que la “depuración” debía convertir a Alemania
en la primera superpotencia auténtica, y en definitiva en la primera potencial
suprema del mundo; y en segundo lugar, su convicción absoluta de que la “contaminación racial judía” y el
comunismo eran uno y el mismo fenómeno.
En lo internacional, el programa
político de Hitler consistía en:
1º.- Obtener el control de la propia Alemania,
y comenzar el proceso de depuración en el país.
2º.- Destruir el Tratado de Versalles y afirmar
la posición de Alemania como potencia dominante en Europa Central. Todo eso
podía realizarse sin necesidad de llegar a una guerra.
3º.- Sobre
esa base de poder destruir a la Unión Soviética –mediante la guerra- para
eliminar el “foco” judeo - marxista,
y mediante la colonización, crear un sólida base de poder económico y
estratégico que permitiese organizar un imperio continental, en el cual Francia
e Italia serían meros satélites.
4º.- Conquistar
un gran imperio colonial en África, construir una gran armada oceánica, de modo
que sería una de las cuatro potencias, además de Gran Bretaña, Japón y los
Estados Unidos.
5º.- Finalmente,
en la generación que siguiese a su muerte, Hitler concebía una lucha decisiva
entre Alemania y Estados Unidos por el dominio del mundo.
Aunque Hitler siempre adaptaba la
táctica de modo que armonizara con el momento, perseguía su estrategia de largo
plazo con una decisión brutal, que rara vez ha sido igualada en la historia de
la ambición humana. A diferencia de la mayoría de los tiranos, nunca se sentía
tentado de aflojar la tensión en vista del exceso de poder autocrático. Todo lo
contrario. Siempre estaba aumentado las apuestas sobre la mesa y tratando de
acelerar el ritmo de la historia. Temía que su revolución perdiese el dinamismo
necesario. Se creía indispensable, y por lo menos cuatro de sus fases debían
concretarse mientras el estaba no sólo vivo, sino en la cumbre de su capacidad.
Su impaciencia era el factor que lo convertía en un individuo tan peligroso a
corto plazo y tan ineficaz a largo plazo.[ii]
Fracasada la táctica de llegar al poder
por medio de un golpe de Estado, Hitler modificó su estrategia y recurrió a la
vía electoral. Esto no implicaba renunciar a enfrentar a los comunistas por el
control de las calles. Para ello recurrió a las SA -“Sturm Abetilungen” o tropas de asalto-. Las SA fueron creadas
en 1923, sus miembros vestían camisa parda y formaban la milicia del Partido.
Su organizador y primer jefe fue Hermann Göering. La SA contaba con 450.000 miembros
cuando Hitler recibió la cancillería el 30 de enero de 1933, incrementaron
rápidamente su número hasta alcanzar a 2.900.000 en marzo de 1934.
Mientras Hitler aumentaba su
representación en el Reichstag –Parlamento- el mundo entraba en la crisis de
1929. Esta crisis tuvo un efecto desastroso en Alemania, donde el nivel de
desempleo creció hasta alcanzar la cifra de más de seis millones de alemanes
–alrededor de un tercio de la población activa- y tuvo lugar un proceso de
hiperinflación. El NSDAP aprovechó
este descontento para expandir su discurso por todo el país a través de actos,
desfiles y festivales deportivos, en los cuales se apelaba a la emotividad más
que a la racionalidad del auditorio. Luego de haber logrado un masivo apoyo
popular, los siguientes pasos de Hitler estuvieron dirigidos a ganarse la
confianza de la poderosa burguesía industrial alemana.
HITLER ALCANZA EL PODER
En 1932, trece millones de alemanes
votaron por NSDAP, el 37,4% del total del electorado. Aunque no era el partido
mayoritario, contaba con suficiente apoyo parlamentario para poder formar
gobierno. En enero de 1933, Hitler fue nombrado canciller iniciando así el
proceso de control de la totalidad del poder, que lograría poco después. Ese
momento constituyó un punto de no retorno para Alemania y para el mundo entero.
Como observó proféticamente Goebbels: “Si
tenemos el poder, jamás renunciaremos a él, salvo que nos saquen muertos de
nuestros despachos”.[iii]
Una vez en el poder, las primeras
medidas del gobierno nacionalsocialista se dirigieron a eliminar a la oposición
y a desarmar las instituciones republicanas. El incendio del edificio del
Reichstag cometido por un anarquista con las facultades alteradas, sirvió de
excusa para disolver el parlamento. El gobierno nazi también decidió la censura
a la prensa, la clausura de los periódicos opositores, la prohibición y
clausura de los sindicatos y partidos políticos opositores. El NSDAP se convirtió en el único partido.
Se efectuaron detenciones masivas de comunistas, socialdemócratas y cualquier
persona cuya lealtad al régimen fuera dudosa y se los envió a campos de
concentración. El sentido del accionar nazi quedó expuesto crudamente por el
ministro prusiano del Interior, Herman Göering: “Mis medidas no estarán condicionadas
por escrúpulos legales o por la burocracia. No he venido a hacer justicia. Mi
tarea es aniquilar y extorsionar, ¡eso es todo!”. Días más tarde,
para que no quedara ninguna duda sobre el alcance de estas terribles palabras,
arengó al personal policial a sus órdenes diciendo: “Aquel que en el cumplimiento de su deber al servicio del Estado, aquel
que obedezca mis órdenes y adopte medidas severas contra el enemigo del Estado,
aquel que utilice sin piedad el revólver cuando sea atacado, puede tener la certeza
que será protegido... Si alguien dice que esto es un asesinato, entonces soy un
asesino”.[iv] Así desapreció toda sombra de
democracia y respeto por los derechos humanos en Alemania hasta el fin de la
guerra en 1945.
En 1934, Hitler depuró al mismo
movimiento nazi de elementos dudosos. Las SA,
la más obrera de todas las organizaciones del NSDAP tenía dirigentes que hablaban de la “segunda revolución”, en
la cual los nazis sustituirían a todas las demás elites, y en la cual la masa
de los SA formarían la base de un nuevo
“ejército del pueblo”, nazi y
revolucionario.
Ante la alarma del Ejército y de los
sectores de la derecha conservadora, Hitler actuó decisivamente. En la noche
del 30 de junio de 1934, que se llamó de la “Depuración
Sangrienta” -o Noche de los Cuchillos-, escuadras de elite de las SS
asesinaron aproximadamente a cien personajes políticos, entre ellos al ex
capitán Ernst Roehm, jefe de la SA
y varios altos jefes de esta organización, a Gregor Strasser, y también a
varias figuras de la derecha autoritaria, como el general von Scheicher. Esto
no sólo reafirmo el control completo de Hitler, sino que, en cierto modo,
tranquilizó a los altos jefes militares, a los industriales y a los
conservadores en general, que temían a los radicales de la SA.
Las SS -sigla que identifica a las Schütz Staffeln o escuadras de
autodefensa- se formaron en 1925 para proteger a Hitler y otros jefes del
partido y constituían una rama especial de las SA. Casi desde el principio los
componentes de las SS llevaron gorras negras con una macabra insignia de
muerte: clavera y tibias cruzadas. Mas tarde se haría famosa la inscripción de
la hebilla de su cinturón: “Meine Ehre
heisst Treue” -Mi honor es mi lealtad-.
En 1929, se nombró Reichsführer de las
SS a Heinrich Himmler, y desde entonces la organización creció rápidamente.
Himmler concibió a las SS como la elite racial del Partido Nazi, el 31 de
diciembre de 1931 las definió como: “Las
SS son una agrupación de alemanes de características nórdicas, especialmente
seleccionados...” En consecuencia estructuró a la organización como una “orden de caballería”, en cierto modo
según el modelo medieval de los Caballeros Teutónicos, y fue obteniendo
una autonomía creciente para ella.
Himmler tomó el control de las
funciones especiales de policía del Partido y en abril de 1934 le concedieron
el mando de la nueva policía política del gobierno, la Gestapo –Geheime Staats Polizei, un acrónimo de
Policía Secreta del Estado-.
Los campos de concentración que se
establecieron en la primavera de 1933, contaban con personal de las SA y de las
SS, pero a mediados del año siguiente pasaron a depender exclusivamente de las
SS.[v] En 1937 había tres campos principales,
bajo el control de las unidades especiales de las SS llamadas “Totenkopfverbände”
-Unidades de Calaveras, por su insignia-.
Terminada toda oposición, y tras la
muerte del presidente Hindenburg, Hitler reunió en su persona los cargos de
presidente y canciller, se adjudicó el título de Führer y anunció el comienzo
del Tercer Reich[vi], un nuevo imperio alemán que pretendía
dar comienzo a un orden destinado a durar mil años. En los hechos, el régimen
nazi disolvió la seguridad jurídica, y las personas perdieron sus derechos más
elementales a la vida, a la libertad y a la igualdad ante la ley. Como oportunamente
aclaro Göering: “La ley y la voluntad del
Führer son una sola cosa”.[vii]
Hacia fines de la década de los años
treinta, Adolfo Hitler se mostró como un habilísimo manipulador de las técnicas
de regateo, debidamente respaldadas por la amenaza del empleo de la fuerza
militar. Para aquellos dirigentes de Europa que deseaban la paz casi a
cualquier precio, la estrategia aplicada por Adolfo Hitler era irresistible.
Es importante tener en consideración
que casi todos los alemanes eran “revisionistas”
en mayor o menor medida y que gran parte de los objetivos que Hitler perseguía
en el campo internacional eran prácticamente una proyección de las antiguas
aspiraciones de los nacionalistas alemanes. Las rectificaciones fronterizas
ocurridas entre 1919 y 1922, en Europa del Este y Central, eran
insatisfactorios para otras naciones y grupos étnicos, que exigían cambios
mucho antes de que los nazis se apoderasen de la escena y estaban dispuestos a
unirse a Berlín para corregirlas. Alemania, a pesar de sus pérdidas en
territorio, población y materia prima, conservaba potencial industrial para ser
la principal fuerza impulsora de Europa. Además, el sistema de alianzas
internacionales necesario para evitar un resurgir de la grandeza alemana eran
entonces muy diferente y estaban mucho menos coordinado que antes de 1914.
Los años 1933 y 1934 fueron consagrados
básicamente a la consolidación y el rearme internos. La acción comenzó el 13 de
enero de 1935, cuando Hitler ganó el plebiscito del Sarre; once días después
del retorno del Sarre a Alemania, el 7 de marzo, Hitler repudió las cláusulas
de Versalles referidas al desarme, y el 18 de junio firmó con Gran Bretaña el
Tratado Naval Anglo-germano que otorgó a Alemania el derecho de tener el 35% de
la fuerza británica de buques de superficie y paridad en submarinos.
En 1936, aprovecho la crisis de
Abisinia –la invasión italiana a este país africano- para remilitarizar la Renania , convirtiendo los
tratados de Versalles y Locarno en pedazos de papel sin valor. En adelante,
Hitler estuvo en condiciones de resistir una invasión proveniente del Oeste.
Entre 1936 – 1937, explotó al máximo la turbulencia internacional. Primero sacó
ventajas de la Guerra
Civil Española, y después del conflicto chino – japonés,
mientras tanto se rearmaba sin descanso y fortalecía sus alianzas. La creación
del Eje Roma – Berlín, el 1º de
noviembre de 1936, seguido poco después por el Pacto Anticomintern con el agregado de Japón, alteró las ecuaciones
navales y aéreas tan radicalmente como los aviones que salían de las nuevas
fábricas de Hitler. En 1937 Alemania tenía 800 bombarderos contra cuarenta y
ocho de Gran Bretaña. En mayo del mismo año se calculaba que las fuerzas aéreas
alemana e italiana podían descargar 600 toneladas de bombas diarias.
LA
POLÍTICA DEL HECHO CONSUMADO
La Sociedad de las Naciones mostró su
impotencia ante los avances de Hitler cuando el 13 de marzo de 1938, realizó el
Anschluss, -la anexión de Austria- y
a principios de 1939 se apoderó de Checoeslovaquia. La política de las
potencias occidentales, de establecer una suerte de “cordón sanitario” en torno de la Unión Soviética
para evitar la propagación del comunismo, hizo que al principio no se opusieran
al rearme de Alemania y a los primeros avances territoriales de los nazis.
Cuando Gran Bretaña y Francia reaccionaron era demasiado tarde.
Debido a que no había voluntad política
y pública de guerra en Occidente, hasta el año 1939, Hitler pudo incorporar
gran cantidad de territorio al Tercer Reich a un precio relativamente bajo. Sus
aspiraciones crecían aún más con cada éxito. El equilibrio se inclinó todavía
más a favor de Hitler después del arreglo de Munich. La eliminación de
Checoslovaquia como sustancial potencia intermedia europea, en marzo de 1939,
la adquisición por los alemanes de armas, fábricas y materias primas checas, y
los crecientes recelos de Stalin con respecto a Occidente, tuvieron más
influencia que los factores que trabajaban a favor de un entendimiento con
Londres y París, tales como el considerable aumento de la producción británica
de armas, la más íntima colaboración militar anglo-francesa o la decisión del
gobierno inglés de contener a Hitler por cualquier medio.
En enero de 1939, el primer ministro
británico Neville Chamberlain fracasó al intentar separar a Italia del Eje o de
disuadir a Mussolini de expandirse hacia los Balcanes. El Duce había quedado
muy impresionado por la ocupación alemana de Praga, y la había utilizado como
justificativo para invadir Albania, el 7 de Abril. Cuarenta días más tarde, el
22 de mayo, se suscribió el denominado “Pacto
de Acero” por el cual ambos dictadores declaraba que el orden internacional
salido de Versalles quedaba totalmente suprimido.
El 24 de agosto, Hitler culminó su
maniobra estratégica llegando a un acuerdo con Stalin que evitaba a Alemania el
riesgo de afrontar una guerra en dos frentes similar a la que había librado
entre 1914 a
1918.
El Pacto de No Agresión Germano –
Soviético, conocido como Pacto Ribbentrop – Molotov por el nombre de los
ministros de relaciones exteriores que lo concretaron, fue en la práctica un
pacto de agresión contra Polonia. Un protocolo secreto establecía la división
de Europa Oriental en esferas de influencia y dejaba sin resolver “si los intereses de las dos partes
determinan que el mantenimiento de un Estado polaco parezca deseable y cómo se
trazarán las fronteras de ese Estado”. Así, se dispuso la división de
Polonia, que fue efectuada el 17 de septiembre de 1939, al ser invadida por
tropas soviéticas.
Finalmente, el Tratado Germano –
Soviético de Fronteras y Amistad del 28 de septiembre de 1939, estableció un
reparto territorial aún más amplio. Stalin recibió el control de una parte de
Polonia, Finlandia, la mayor parte de los estados Bálticos y parte de Rumania –la Besarabia-. De esta
manera, en el otoño de 1939, la Unión Soviética obligó a Letonia, Estonia y
Lituania los llamados “tratados de
seguridad”, que implicaban la entrada de tropas soviéticas. Cuando los
finlandeses se resistieron, Stalin los atacó –el 30 de noviembre de 1939- con
el consentimiento de Alemania.
Cuando Hitler se anexó Checoslovaquia e
Italia invadió Albania, se despertó en la opinión pública tanto de Gran Bretaña
como de Francia un profundo clamor demandando a sus gobiernos que detuvieran
los desmanes de Hitler. En consecuencia, los gobiernos francés y británico se
vieron obligados a garantizar unilateralmente la soberanía territorial de
Polonia, Grecia, Rumania y Turquía. En realidad esta garantía era poco más que
un gesto simbólico destinado a advertir a Hitler que se había agotado la
paciencia y que no se tolerarían nuevas anexiones territoriales, pero
principalmente a calmar a la opinión pública. Debido a que por ese entonces la
estrategia de las fuerzas armadas francesas era de carácter eminentemente
defensivo apoyada en posiciones fortificadas como la célebre línea Maginot.
Mientras que los británicos concentraban sus esfuerzos en mejorar las defensas
aéreas de las islas.
Debido a la posición geopolítica de
Polonia –que carecía de puertos de ultramar, a excepción de Danzing y de
fronteras comunes con Francia-, este país solo podía recibir apoyo eficaz de la Unión Soviética.
Pero, las intenciones de Stalin despertaban los temores tanto de Londres como
de Varsovia, donde el gobierno polaco se oponía permitir el ingreso de tropas
rusas a su territorio. El tiempo daría la razón a los dirigentes polacos.
EL ESTALLIDO
El sorpresivo anuncio del Pacto
Ribbentrop – Molotov, el 23 de agosto de 1939, no sólo fortaleció la situación
estratégica de Alemania, sino que constituyó, en la práctica, una declaración
de guerra para Polonia y por ende para Francia y Gran Bretaña ambas ligadas por
la “garantía”.
En los veinte años que separaban a
ambas guerras se inventaron y desarrollaron pocas armas realmente nuevas –como el
radas y los cohetes autopropulsados, etc.- pero la mayoría de las armas
conocidas habían incrementado notablemente su eficacia. Los aviones habían
triplicado su velocidad, si antes desarrollaban una velocidad de 100 millas por hora en
1939 alcanzaban las 300
millas , mientras que los blindados pasaron de una
velocidad 3 millas
a una de 30 millas .
La artillería, montada sobre vehículos con motor y llantas de caucho había
incrementado su movilidad con relación a la antigua impulsada a sangre y con
ruedas metálicas. El camión que en 1918 se fabricaba a mano y era un vehículo
no demasiado seguro, se producía ahora en grandes cantidades gracias a la
producción en serie y revolucionaria la logística de los ejércitos liberándolos
de su dependencia de las vías férreas. La guerra adquiría una nueva movilidad.
Pero, si los medios ofensivos habían
incrementado notablemente su eficacia, no ocurrió lo mismo con los medios
defensivos. El cañón antiaéreo de 1938, equipado con telémetros de insólita
precisión, hizo que su predecesor de la Gran Guerra pareciera obsoleto. Los cañones
antitanques presentaron mejoras similares; pero la mayoría de los ejércitos
mantuvieron el mismo modelo de fusil de infantería y, las ametralladoras no
habían mejorado significativamente desde 1918.
En otras palabras, la defensiva se
había quedado rezagada veinte años, mientras que la velocidad potencial de la
ofensiva se había incrementado diez veces, desde las tres millas de un ejército
que marchaba a pie hasta las treinta millas de un ejército mecanizado. Esta
disparidad implica la diferencia entre la guerra de trinchera y la guerra
relámpago.[viii]
El comienzo de esta nueva contienda
mundial encontró nuevamente a Gran Bretaña y Francia enfrentadas con Alemania
y, tal como sucediera en 1914, una fuerza expedicionaria británica cruzó el
canal de la Mancha ,
mientras que un contingente naval anglo-francés bloqueaba los puertos germanos.
Sin embargo, la situación geoestratégica de los Aliados era mucho más
comprometida en 1939. No sólo no había un frente oriental, sino que el Pacto
Ribbentrop – Molotov se completó con acuerdos económicos que al suministrar
materias primas soviéticas a Alemania contribuía a atenuar los efectos del
bloqueo sobre la economía germana.
Durante el primer año de la contienda,
el nivel de las reservas de petróleo y otras materias primas esenciales fue
alarmantemente bajo para Alemania, pero la producción de artículos sucedáneos,
el mineral de hierro sueco y los crecientes envíos desde la Unión Soviética
ayudaron a sobrellevar esta situación. Por otra parte, la poca agresividad de
los aliados en el Frente Occidental significó muy poca presión sobre los
abastecimientos de combustible y municiones de los alemanes.[ix]
Al mismo tiempo, Alemania no tenía
aliados débiles que –como Austria – Hungría en la guerra pasada- significaran
una carga adicional para su economía. Si Italia hubiese tomado parte en el
conflicto, en septiembre de 1939, sus propias deficiencias económicas hubieran
impactado sobre las alicaídas reservas del Reich y puesto en riesgo el ataque
alemán de 1940 sobre Francia. La participación italiana habría complicado la
situación de las fuerzas anglo-francesas en la región del Mediterráneo, pero no
lo suficiente para compensar sus efectos sobre la economía. Mientras que la
neutralidad de Italia favorecía al comercio alemán una situación que el gobierno
germano no deseaba modificar.
Esta etapa de “sitzkrieg” -falsa guerra-, impuesta por las condiciones
climáticas del invierno europeo, al no poner en jaque a la precaria
economía alemana, permitiendo a Hitler perfeccionar su instrumento estratégico
ajustando el funcionamiento de la
Wehrmacht después de la Campaña de Polonia.
LA
BLITZKRIEG
Los alemanes también modificaron las
técnicas de instrucción de infantería. Muchas de las antiguas formaciones
alemanas de método envolvente, basadas en el tirador aislado, más útiles para
la defensiva en línea fueron abandonadas. En su lugar se introdujeron métodos
de entrenamiento con munición real –las ametralladoras disparaban a pocos
centímetros de las cabezas de los reclutas-, ataques simulados sobre modelos de
fortificaciones enemigas, etc.
La campaña polaca, precisamente, reveló
la superioridad de la doctrina operacional alemana, de su empleo de armas
combinadas, del poder aéreo táctico y de las operaciones ofensivas conducidas
en forma descentralizada. Las bajas germanas en esa campaña fueron tan sólo de
10.000 muertos y 30.000 heridos, aquella rápida victoria alentó el triunfalismo
alemán. La doctrina de la “Blitzkrieg” –guerra relámpago- fue revisada y
corregida, reforzando la confianza de los generales alemanes en su capacidad
para derrotar mediante rápidos ataques por sorpresa, empleando una adecuada
concentración de fuerzas aéreas y blindadas, a cualquier enemigo que asumiera
posiciones defensivas.
La “Blitzkrieg” fue una
combinación entre un movimiento lateral y otro de avance produciendo el efecto
de una máquina veloz que tritura a la vez que desgarra. La dirección de los
tres ataques de rotura no era, necesariamente, recta hacia delante, sino
lateral a menudo dentro de un ángulo que seguía la trayectoria de la menor
resistencia. Y mientras la vanguardia realizaba sus rápidas arremetidas, se
implementaban ataques menores a uno y otro lado para ensanchar la brecha. El
nombre de guerra relámpago fue aplicado para describir esa trayectoria en
zigzag, así como la velocidad de los asaltos de dirección continuamente cambiante.
La sorpresa y el engaño eran elementos sustanciales de esta estrategia, por lo
que el enemigo sólo podía estar seguro de que la siguiente embestida sería
dirigida contra el punto en que su resistencia pareciera ser el más débil.
Esta apreciación del Alto Mando Alemán
se vio corroborada en el rápido éxito alcanzado durante la invasión a Dinamarca
y los Países Bajos. En Noruega, las características geopolíticas del país lo
tornaban inaccesibles para las divisiones Panzer, en tanto que era especialmente
propicio para el empleo del poder marítimo anglo-francés, lo que puso en duda
el resultado de la campaña durante un tiempo, hasta que la superioridad de la Luftwaffe le dio el
dominio del aire y decidió la contienda. Quizás, el mejor ejemplo de la eficacia
de la doctrina operacional alemana fue la campaña de Francia de mayo – junio de
1940, donde las más numerosas fuerzas aliadas fueron destrozadas por las
columnas de tanques y de infantería motorizada alemanas al mando del general
Guderian. Mientras que los franceses se aferraban aún a los principios
estratégicos de la
Primera Guerra Mundial de la línea fortificada. Los tratados
militares alemanes hablaban en términos de “Flächen und lückentaktik”, tácticas
de espacio y brecha. De ahí que el frente de diez o doce millas de la guerra
relámpago significó el punto de partida para una explosión de acciones locales,
tratado de reducir un área entera en el menor tiempo posible.[x] En todas estas operaciones los
alemanes contaron con superioridad aérea.
Al triunfar tan decisivamente, Alemania
pudo capturar importantes reservas de petróleo y otras materias primas,
mientras que las propias reservas no se vieron seriamente disminuidas debido a
la corta duración de la campaña. Además, la victoria proporcionó Hitler una
ruta terrestre para las materias primas españolas, los minerales suecos estaban
ahora a salvo de las expediciones aliadas, en tanto que Stalin impresionado por
los éxitos alemanes trataba de ganar todo el tiempo posible aumentando sus
envíos. En estas circunstancias, el ingreso de Italia en la contienda en el
momento en que Francia se estaba derrumbando no tuvo la incidencia negativa que
pudo haber tenido en otras circunstancias, por el contrario, desvió los
recursos británicos de Europa al Próximo Oriente, aunque los posteriores
desastres de Italia demostraron que su poderío había sido sobredimensionado a
lo largo de los años treinta.
Si el conflicto se hubiese reducido a
los tres beligerantes iniciales, es difícil saber cual habría sido el resultado
final ni cuanto habría durado. El imperio británico bajo la conducción de
Winston Churchill, como primer ministro, parecía resuelto a continuar la lucha
y movilizar todos sus recursos humanos y materiales, superando por ejemplo a
Alemania, tanto en producción de aviones como de tanques, en 1940. Y si lo que
poseía entonces Gran Bretaña en oro y dólares era insuficiente para pagar los
suministros americanos, el presidente estadounidense, Franklin D. Roosevelt,
estaba consiguiendo derogar la perjudicial legislación de neutralidad y
persuadir al Congreso de que, para la propia seguridad del país, era
conveniente apoyar a Gran Bretaña, mediante la Ley de Préstamo y Arriendo, la entrega de “destructores por bases”, la protección
de convoyes, etcétera.[xi]
El resultado de estas intervenciones
fue establecer cierta paridad estratégica. Si la Batalla de Inglaterra había hecho imposible una
invasión alemana a través del Canal, el desequilibrio en medios terrestres y la
paridad en medios aéreos imposibilitaba también un desembarco inglés en el
continente. Las incursiones de los bombarderos británicos sobre Alemania, en
esta etapa de la guerra, solo tenían un valor simbólico sobre la moral de los
ingleses. A pesar de sus ocasionales operaciones en el Atlántico Norte, la
flota de superficie alemana no estaba en condiciones de enfrentarse con la Royal Navy , tan sólo la
guerra submarina llevada a cabo por Almirante Döenitz había logrado algunos
éxitos. En el norte de África, Somalia y Abisinia, las fuerzas británicas
derrotaron con facilidad a las tropas italianas, la situación se revirtió
cuando intervino el Afrika Korps, al
mando del general Erwin Rommel, el célebre “zorro
del desierto”.
LA GUERRA RUSO FILANDESA
Aún cuando el resultado no podía ser
otro que la derrota del pequeño país nórdico, los finlandeses se ganaron la
admiración del mundo con una defensa heroica, inteligente y decidida y los
soviéticos mostraron las debilidades del Ejército Rojo para adaptarse a la
guerra mecanizada.
Los finlandeses supieron aprovechar las
fallas de los equipos mecánicos soviéticos bajo condiciones árticas, al
descender las marcas térmicas a cuarenta grados bajo cero, en uno de los más rigurosos
inviernos del norte de Europa.
Las columnas invasoras soviéticas
fueron atraídas cada vez más profundamente hacia los bosques por tropas
finlandesas que, usando uniformes camuflados de blanco, se retiraban tras
incendiar y destruir todo cuanto pudiera ser utilizado por el enemigo.
Patrullas de esquiadores atacaron las cocinas de campaña y camiones de
abastecimiento, hasta que las sufridas tropas rusas se encontraron tan
hambrientas y agotadas que presentaron escasa resistencia a un enemigo que
conocía el terreno y los superaba en número.
Los soviéticos terminaron por ser
víctimas de la misma estrategia de “tierra arrasada” y repliegue
estratégico que sus antepasados emplearon contra la “Grande Armée” de
Napoleón en 1812. A medida que penetraban profundamente en un terreno helado de
lagos y bosques, los finlandeses los aniquilaban gradualmente. En la batalla de
Suomussalmi, una división soviética se rindió, otra fue destrozada y una
tercera reducida a grupos dispersos, por efectivos finlandeses muy inferiores
–en una proporción de tres a uno-. Los blindados resultaban un estorbo en medio
de las ventiscas y las temperaturas árticas. Sufriendo 900 muertos y 1.700
heridos, los finlandeses provocaron 27.500 muertos, 1.500 prisioneros y un
número no precisado de heridos a los invasores.
Los contraataques finlandeses de la
orilla nordeste del Lago Ladoga, obligaron a retroceder hasta Pitkarantea,
donde fueron cercadas, a dos divisiones soviéticas de infantería y a una
brigada de tanques. Los abastecimientos enviados por vía aérea no fueron
suficientes, y los sobrevivientes de una división de infantería y la brigada de
tanques se rindieron, siendo neutralizada la división restante hasta el final
del conflicto.
Stalin empleó dos ejércitos en el istmo
de Carelia para aplastar a los finlandeses por la gravitación del número de sus
efectivos. Los ataques soviéticos a la línea Mannerheim fracasaron con
terribles bajas en las tropas de asalto bloqueadas por campos de minas, trampas
antitanques y emplazamientos de ametralladoras ocultos por una reciente nevada.
A principios de enero de 1940, los rusos hicieron un alto, dedicando le resto
del mes a reorganizarse y prepararse para realizar un esfuerzo supremo.
En febrero de 1940, los soviéticos
lanzaron trece divisiones sobre el istmo de Carelia para arrollar a los
finlandeses. Combates aéreos, bombardeos de artillería y asaltos de infantería
se desarrollaron durante el día. Los blindados soviéticos avanzaban en forma
masiva, llevando dispositivos para hacer detonar los campos de minas y
arrastrando trineos cargados de tropas de infantería. Durante catorce días
descargaron 300.000 disparos de artillería contra las fortificaciones
finlandesas, agotadas por el esfuerzo continuo.
El resultado fue el previsible. La brecha
abierta por los soviéticos el 13 de febrero, obligó a los finlandeses a
replegarse combatiendo valientemente para establecer una nueva línea defensiva
en Viipuri. Las columnas soviéticas atravesaron el congelado Golfo de Finlandia
y tomaron de flanco a las posiciones finlandesas. Los defensores resistieron
varios días el inevitable final, pero el 13 de marzo cesaron las hostilidades,
al aceptar el mariscal Mannerheim los duros términos de paz impuestos por
Stalin.
Mientras que los finlandeses sufrieron
60.000 bajas, incluyendo 18.000 muertos. Las cifras de bajas soviéticas –48.795
muertos y 158.836 heridos- no son confiables. El pobre rendimiento del Ejército
Rojo hizo pensar a Hitler y al alto mando alemán que este no era un adversario
de envergadura.
LA GRAN GUERRA
PATRIÓTICA
En el marco de indefinición estratégica
que siguió a la Batalla de Inglaterra, la demencial decisión de Hitler de
atacar a la Unión Soviética, en junio de 1941, midificó totalmente el panorama
de la contienda. Alemania, que no estaba en condiciones de terminar su
conflicto con Gran Bretaña, debería a partir de entonces librar una guerra en
varios frentes. Una tarea que estaba más allá de sus fuerzas. La Luftwaffe, por
ejemplo, debía desplegar sus escuadrillas en teatros de operaciones de
colosales dimensiones entre el Oeste, Este y el Mediterráneo.
En esta forma los británicos pudieron
retener el control parcial del Mediterráneo y utilizarlo como trampolín para
una futura invasión al continente europeo. Pero lo más importante era que la
gran extensión geográfica, al demandar extensas líneas logísticas para
desarrollar una campaña a cientos de kilómetros en el interior del territorio
ruso, reducía la mayor ventaja de la Wehrmacht: su capacidad de lanzar ataques
por sorpresa en teatros de operaciones más reducidos, de manera que aniquilaba
a sus enemigos antes de que el agotamiento de sus abastecimientos afectase el
óptimo funcionamiento de su maquinaria. En contraste con la formidable fuerza
de primera línea desplegada por Alemania y sus aliados para la Operación Barbarroja, en junio de 1941,
su estructura logística y de mantenimiento era mínima y se vería afectada por
el precario sistema de carreteras ruso. Para colmo de males, el excesivo
optimismo de los planificadores militares presumía que la duración de la
campaña sería de tres meses, es decir, que habría concluido antes de la llegada
del terrible invierno ruso.
En ese contexto el potencial industrial
de Alemania comenzó a crujir. La producción germana de aviones en 1941 era bastante
más pequeña que la de Gran Bretaña o la Unión Soviética, para no mencionar la
de Estados Unidos; la Wehrmacht tenía muchos menos tanques que la URSS, y las
reservas de petróleo y de municiones disminuyeron rápidamente por la extensa
campaña.
Aunque la Wehrmacht logró triunfos
espectaculares en los campos de batalla rusos y las inadecuadas órdenes de
despliegue de Stalin –como así también su negativa a autorizar cualquier tipo
de repliegue- cuando el ataque era inminente, permitieron que los alemanes capturasen
o matasen a tres millones de soldados soviéticos en los primeros cuatro meses,
esto no fue suficiente para definir el conflicto. La Unión Soviética, bajo la férrea dictadura
stalinista podía soportar grandes pérdidas de hombres y equipos, sacrificar un
millón de kilómetros cuadrados a manos de sus enemigos y estar segura de que su
población haría sacrificios sobrehumanos para derrotar al invasor y que su
territorio proporcionaría las reservas suficientes para continuar la lucha. En
estas condiciones la campaña rusa era un gigantesco “hoyo negro” que atraía hacia una segura destrucción la eficiente
maquinaria bélica alemana.
Mientras tanto, otros actores se
involucraban en el conflicto. Japón iniciaba operaciones en el Sudeste asiático
para apoderarse de las indefensas colonias europeas de la región, pese a las
advertencias del presidente Roosevelt. La decisión estadounidense de congelar
los activos financieros japoneses y suspender los embarques de petróleo y
materias primas a Tokio, en represalia por la ocupación de la Indochina
Francesa, precipitaron los acontecimientos. Los japoneses decidieron poner a
prueba su suerte en un sorpresivo ataque sobre las instalaciones
norteamericanas en el Pacífico. El blanco fue la base naval de Pearl Harbor.
El año 1941 terminó dramáticamente. La
guerra se hizo verdaderamente mundial. Stalin pudo retirar sus mejores
divisiones de Siberia y lanzarlas en un feroz contragolpe de invierno, desde
Moscú, que demostró el fracaso de la Blitzkrieg en los campos de Rusia. Si bien
los japoneses parecían invencibles en los primeros meses de la guerra, ninguno
de los territorios que capturaron –ni siquiera Singapur o las Filipinas- tenían
gran importancia estratégica o afectaban al esfuerzo de lucha aliado. El hecho
más significativo fue que el ataque japonés y la posterior declaración de
guerra de Hitler, justificaron la directa participación de la principal
potencia mundial. Desde luego que la productividad industrial no podía asegurar
por sí sola la efectividad militar, pero la formación de una Gran Alianza, como
le gustaba denominarla a Churchill, era tan superior en medios materiales al
Eje, y sus bases estratégicas de producción estaban fuera del alcance de los
ataques alemanes o japoneses.
La conversión del conflicto de guerra
europea en guerra mundial alteró totalmente el equilibrio global de fuerzas en
cuanto los nuevos beligerantes movilizaron todo su potencial. Mientras tanto,
las máquinas de guerra alemana y japonesa podían continuar sus conquistas;
pero, cuanto más se extendían, menos capaces eran de resistir las
contraofensivas que estaban preparando los Aliados.
La primera de éstas se produjo en el
Pacífico, donde los aparatos del almirante Nimitz con base en los portaviones
habían ya contenido el impulso japonés en el mar de Coral y hacia Midway y
mostrado lo vital que era la fuerza aeronaval en las vastas extensiones de
aquel océano. A finales de aquel año, las tropas japonesas habían sido
expulsadas de Guadalcanal y las fuerzas australianas y americanas estaban
avanzando en Nueva Guinea. Cuando empezó la contraofensiva en el Pacífico
central a finales de 1943, las dos poderosas flotas de guerra americanas que
cubrían la invasión de las islas Gilbert estuvieron a su vez protegidas por cuatro
fuerzas rápidas de transporte –doce portaviones- con un control abrumador del
aire.
Un todavía mayor desequilibrio de
fuerzas había permitido que las divisiones del Imperio británico rompiesen las
posiciones alemanas en la batalla de “El
Alamein”, en octubre de 1942, y empujasen a las unidades de Rommel hacia
Túnez; cuando Montgomery ordenó el ataque, tenía seis veces más tanques que su
adversario, el triple de soldados y el dominio casi completo del aire. En el
mes siguiente, las tropas angloamericanas de Eisenhower, compuesta de 100.000
hombres, desembarcaron en el África del Norte francesa, para empezar un “movimiento de tenazas” desde el Oeste
contra las fuerzas germanas e italianas, que daría por resultado la rendición
en masa de éstas en mayo de 1943. En la misma época, también Doenitz había sido
obligado a retirar sus submarinos del Atlántico Norte, donde había sufrido
fuertes bajas al atacar los convoyes aliados ahora protegidos por aviones
bombarderos “liberators” de gran radio de acción, portaviones y grupos de
escolta equipados con el radar más moderno y cargas de profundidad, y
conocedores de los movimientos de los submarinos gracias a los aparatos de
descifrado de las comunicaciones alemanas: la máquina “Ultra”. Aunque los
aliados tardarían más tiempo en lograr el “dominio del aire” en Europa para
completar su dominio del mar, la solución se encontraría rápidamente en forma
del caza escuadrillas de bombardeo de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos
en diciembre de 1943; al cabo de pocos meses, la capacidad de la Luftwaffe para
defender el espacio aéreo sobre las fábricas, los soldados y la población civil
del Tercer Reich se había deteriorado irreversiblemente.
El Ejército Rojo tenía todavía 5,5
millones de hombres en sus filas y era numéricamente superior en tanques y
aviones. Desde luego, no podía igualar la experiencia profesional de los militares
alemanes en tierra o en el aire –incluso en una fecha tan avanzada como el año
1944, los rusos perdían cinco o seis hombres por cada soldado alemán muerto o
capturado- y cuando pasó el terrible invierno de 1941 – 1942, la máquina de
guerra de Hitler pudo empezar de nuevo la ofensiva, esta vez hacia Stalingrado
y el desastre. Después de Stalingrado, en el verano de 1943, la Wehrmacht hizo
un nuevo intento, reuniendo sus fuerzas blindadas para llegar al fantástico
total de diecisiete divisiones “Panzer” para el cerco de Kursk.
Pero, en la que iba a ser con mucho la más grande batalla de tanques de la
Segunda Guerra Mundial, el Ejército Rojo contaba con treinta y cuatro
divisiones blindadas, unos 4.000 vehículos contra los 2.700 de Alemania. Y si
el número de tanques soviéticos había quedado reducido a menos de la mitad en
una semana, habían destruido a la mayor parte de las “Panzerarmeé” y
estaban ahora dispuestos para la implacable contraofensiva hacia Berlín.
Entonces, la noticia del desembarco aliado en Italia dio a Hitler el pretexto
para retirarse de los que había sido un desastre absoluto, y confirmó el grado
en que los enemigos del Reich estaban completando el cerco.[xii]
A estas alturas resulta evidente que
tanto Berlín como Tokio se habían excedido. En noviembre de 1943, el general
Jodl calculó que 3,9 millones de alemanes –junto con sólo 283.000 soldados
aliados del Eje- estaban tratando de contener a 5,5 millones de rusos en el Frente
Oriental. Otros 177.000 soldados alemanes estaban en Finlandia, y otros 486.000
hombres se hallaban de guarnición en Noruega y Dinamarca. Otros 612.000 hombres
estaban atados en los Balcanes, y había 412.000 en Italia. Los ejércitos de
Hitler estaban dispersos a lo largo y a lo ancho de Europa y eran inferiores en
número y en equipo en todos los frentes. El propio “Día D” -el
desembarco aliado en Normandía del 6 de junio de 1944-, por ejemplo, los
alemanes pudieron reunir 319 aviones contra los 12.830 de los Aliados en el
Oeste. Lo mismo podía decir de las divisiones japonesas, esparcidas en el
Extremo Oriente desde Birmania hasta las islas Aleutianas.
Los aliados poseían el doble de fuerza
manufacturera –según cifras inexactas de 1938, que subestiman la parte de los
Estados Unidos-, el triple del “potencial de guerra” y el triple
de la renta nacional de las potencias del Eje, aunque las partes francesas se
sumasen al total de Alemania. En 1942 y 1943, estas cifras de poder potencial
estaban siendo cambiadas en la moneda fuerte de aviones, cañones, tanques y
barcos, ciertamente, en 1943 – 1944, ¡sólo los Estados Unidos producían un
barco carguero al día y un avión cada cinco minutos! Más aún, los Aliados
estaban produciendo muchos tipos nuevos de armas –Superfortalezas, Mustangs,
portaviones ligeros-, mientras que las potencias del Eje sólo podían producir
armas de avanzadas –aviones cazas de reacción, submarinos Tipo 23- en
cantidades relativamente pequeñas.
Por muy inteligentemente que preparase
la Wehrmacht sus contrataques en los frentes occidental y oriental, hasta casi
los últimos meses de la guerra, tenía que ser en definitiva arrollada por la
enorme masa de poder de fuego de los Aliados. En 1945, los miles de bombarderos
que machacaban diariamente el Reich y los cientos de divisiones del Ejército
Rojo listas para apoderarse de Berlín y de Viena no eran más que
manifestaciones diferentes de un mismo hecho categórico. En una guerra de
coalición, larga y a gran escala, los países con mayor potencial prevalecen al
final.
FIN DE
LA GUERRA EN EUROPA
El 25 de abril de 1945, la 69ª División
de Infantería americana y la 58ª División de Guardias soviéticos del 5º
Ejército de Guardias hicieron contacto sobre el río Elba. El 30 de abril de
1945, el dictador Adolfo Hitler se suicidó en su búnker de la Cancillería del
Reich junto a su esposa Eva Braun, entendiendo que la guerra estaba perdida
para el Tercer Reich. Para evitar que su cuerpo fuera encontrado sus ayudantes,
siguiendo sus estrictas órdenes, lo quemaron.
En su último testamento, Hitler nombró
a su sucesores: el almirante Karl Dönitz como el nuevo Reichspräsident y al
Ministro de Propaganda Joseph Goebbels como el nuevo Reichskanzler. Sin
embargo, Goebbels se suicidó junto con su esposa y sus nueve hijos, en Berlín,
en la mañana del 1º de mayo. Dönitz debió orquestar solo la rendición.
A las 02,41 de mañana del 7 de mayo de
1945, en los cuarteles del SHAEF, en Reims, Francia, el Jefe del Estado Mayor
del Alto Mando de la Wehrmacht, el General Alfred Jodl, firmó el acta de
rendición incondicional para todas las fuerzas alemanas ante los Aliados. Esta
incluía la frase “todas las fuerzas bajo
el mando alemán cesarán las operaciones activas a las 23,01 horas, hora de
Europa Central, el 8 de mayo de 1945”.
El
antiguo Tercer Reich fue dividido
tal como se había acordado previamente por los Aliados en la Conferencia de
Yalta. Algunas regiones como Prusia Oriental fueron
repartidas entre Polonia y la URSS, mientras que las regiones germanas de
Pomerania y Silesia, al este del río Oder, fueron transferidas a Polonia según
lo pactado por Reino Unido, Estados Unidos, la Unión Soviética y Francia en los
Acuerdos de Potsdam. El resto de Alemania, excluyendo a Berlín, quedaba
dividido en cuatro zonas militares de ocupación: estadounidense, británica,
francesa y soviética.
Austria,
que había sido anexada por el Tercer Reich en 1938, mediante el Anschluss, fue separada de Alemania y
dividida de manera similar entre los vencedores. En 1955, Austria firmó el Tratado del Estado Austríaco y, bajo la condición de que
permaneciera neutral, el país se convirtió en un república totalmente
independiente. En1949, la zona de ocupación soviética se convirtió en la
República Democrática Alemana. En ese mismo año, las otras tres zonas se
convertían en la República Federal Alemana.
La
ciudad de Berlín, la cual también estaba dividida en cuatro zonas, permaneció
bajo ocupación militar formal, hasta el 12 de septiembre de 1990, cuando el “Tratado
sobre el Acuerdo Final Con Respecto a Alemania” fue firmado por las cuatro potencias y
los dos gobiernos alemanes, el cual fue el tratado final de paz y la
restauración de la plena soberanía alemana al acordarse oficialmente el fin de
la ocupación extranjera. Esto permitió que la reunificación alemana se llevara
a cabo el 3 de octubre de 1990 y el país reunificado obtuviera soberanía total
nuevamente el 15 de marzo de 1991. Alemania firmó un tratado separado con
Polonia, confirmando en ese mismo año la plena validez de la frontera
polaco-germana establecida en 1945.
FIN DE LA GUERRA EN EL PACÍFICO
Lo mismo puede decirse sobre el colapso
del Japón en la guerra del Pacífico. La triunfal campaña submarina americana
amenazaba con matar de hambre al Japón, los enjambres de bombarderos “B-29”
estaban reduciendo a cenizas sus pueblos y ciudades –la incursión sobre Tokio
de 9 de marzo de 1945, causó, aproximadamente, 185.000 víctimas y destruyó
267.000 edificios-, y los planificadores americanos y sus aliados estaban
preparando una invasión masiva de la islas japonesas propiamente dichas. Los
complejos motivos que, a pesar de ciertas reservas llevaron a tomar la decisión
de lanzar bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki –el deseo de salvar vidas estadounidenses,
la intención de hacer una advertencia a Stalin, la necesidad de justificar los
enormes gastos del proyecto atómico- son todavía objeto de debate, pero lo que
aquí interesa es que, en aquella época, los Estados Unidos eran los únicos que
tenían recursos de producción y tecnológicos suficientes, no sólo para sostener
dos guerras convencionales a gran escala, sino también para invertir en
científicos, materias primas y dinero –unos dos mil millones de dólares- para
la fabricación de una nueva arma que podía dar o no dar resultado. La
devastación infligida a Hiroshima, junto con la caída de Berlín en manos del
Ejército Rojo, no sólo simbolizaron el final de otra guerra, sino que marcaron
también el principio de un orden nuevo en los asuntos mundiales.[xiii]
[i] JOHNSON, Paul: “Tiempos modernos”. Javier Vergara
Ed. Bs. As. 1988. Pág. 348.
[ii] JOHNSON, Paul: Op. Cit. Pág. 350
[iii] JOHNSON, Paul: Op. Cit. Pág. 291.
[iv] JOHNSON, Paul: Op. Cit. Pág. 292.
[v] CAMPOS DE CONCENTRACIÓN: Los campos de concentración fueron creados
por los ingleses durante las guerras boers (1900 – 1902) para internar a la
población hostil. En Alemania el primer campo de concentración se creó el 22 de
marzo de 1933, cuando Hitler aún no había cumplido dos meses en el gobierno del
país. Se situaba en Dachau y albergaba a cinco mil prisioneros.
[vi] TERCER REICH: la denominación corresponde al historiador de la
cultura Arthur Moeller van den Bruck, en 1923. El primer Reich, era el imperio
medieval que había formado a Europa. El segundo Reich, había sido creado por el
conde Otto von Bismarck, era artificial, porque había aceptado la corrupción
del liberalismo. El Tercer Reich sería el definitivo Estado, que englobaría
todos los valores de Alemania y perduraría mil años.
[vii] JOHNSON, Paul: Op. Cit. Pág. 296.
[viii] MONTROSS, Lynn: “Historia de las guerras”. Ed.
Jano. Barcelona 1963. Pág. 510.
[ix] KENNEDY, Paul: “Auge y caída de las grandes
potencias”. Ed. Plaza & Janés. Barcelona 1989. Pág. 423.
[x] MONTROSS, Lynn: Op. Cit. Pág. 513.
[xi] KENNEDY, Paul: Op. Cit. 425.
[xii] KENNEDY, Paul: Op. Cit. 434.
[xiii] KENNEDY, Paul: Op. Cit. Pág. 442.
No hay comentarios:
Publicar un comentario