Putin apela a la figura del dictador
soviético Iósif Stalin para alentar el espíritu patriótico de los rusos tras
tres años de guerra en Ucrania.
Buenos Aires — El pasado 15 de mayo, mientras la guerra sigue
devastando Ucrania y el Kremlin intensifica su retórica patriótica, las
autoridades rusas inauguraron en el centro de Moscú una estatua de Iósif Vissariónovich
Dzhugashvili, más conocido por
su seudónimo de Iósif Stalin – 1878 / 1953- (Stalin significa acero en ruso). El
conjunto escultórico muestra a Stalin mirando
sagazmente a lo lejos, flanqueado por trabajadores que lo veneran y niños que
le ofrecen flores. La estatua, réplica de una que se retiró
en 1966 durante una campaña de desestalinización, se convirtió con rapidez en
una atracción: la gente le dejaba flores, se detenía a posar para hacerse
fotos, incluso con sus hijos, o simplemente la observaban con detenimiento.
El monumento se erige en la estación Taganskaya de Moscú. Un homenaje
que dice tanto del presente como del pasado: en la Rusia de Vladímir Putin, el
dictador georgiano regresa no como símbolo del terror, sino como emblema del
espíritu nacional.
Desde hace años, el Kremlin ensaya una relectura del
siglo XX en la que Stalin —pese a sus crímenes— aparece como el artífice de la
victoria sobre la Alemania nazi. Pero la presencia pétrea de su efigie en Moscú
marca un salto cualitativo: no se trata solo de revisionismo histórico, sino de
una herramienta política. En plena ofensiva sobre Ucrania, Putin invoca el
espíritu de la Gran Guerra Patria para galvanizar la moral nacional. Y pocos
iconos resultan tan potentes —y tan controvertidos— como Stalin.
El dictador soviético, fallecido en 1953, gobernó con
puño de hierro durante tres décadas. El Estado policial creó la categoría de “enemigo
del pueblo” para designar a los detenidos. Una vez capturado, el
infortunado perdía su condición de tovarich (camarada) y se convertía en
zeki: ya no era una persona, sino un nombre en una lista, destinado al
fusilamiento o al Gulag.
La persecución se extendía a los familiares del
condenado, convertidos en “la madre, la esposa o los hijos de un enemigo del
pueblo”. Estos, cuando escapaban de la cárcel, sufrían represalias:
restricciones de movimiento, despidos laborales, prohibición de acceso a la
universidad y otras sanciones.
Stalin utilizó primero esa etiqueta para eliminar a la
“vieja guardia revolucionaria bolchevique” —Trotsky, Zinóviev, Kámenev,
Piatakov, Rádek, Bujarin, Rýkov, entre otros—, a quienes su paranoia
consideraba amenazas. Luego, cuando los planes quinquenales fracasaban, culpaba
a sus ministros, acusándolos de espionaje y sabotaje al servicio del capitalismo.
Tras sus “confesiones”, eran condenados y ejecutados.
La purga no se detuvo allí. Entre 1937 y 1938, alcanzó
al Ejército Rojo: fueron eliminados tres de los cinco mariscales (Tujachevski,
Yegórov y Blücher), 13 de los 15 generales de Ejército, 8 de los 9 almirantes,
50 de 57 generales de cuerpo, 150 de 186 generales de división, y todos los
comisarios de ejército. La represión se extendió a intelectuales, profesores,
astrónomos, estadísticos, biólogos opositores al pseudocientífico Lysenko, y a
médicos judíos acusados en la conspiración de las “Batas Blancas”.
Ni siquiera la NKVD escapó a la limpieza: su jefe,
Nikolái Yezhov, fue ejecutado en 1940, acusado de crímenes que él mismo había
perpetrado por orden de Stalin.
Para sostener esta maquinaria de represión, Stalin
creó la red de campos de concentración conocida como Gulag (Glavnoye
Upravlenie Lagerei). El premio Nobel Alexandr Solzhenitsyn estimó que
veinte millones de personas pasaron por el sistema, y tres millones murieron en
condiciones extremas, como en las obras del canal entre el mar Blanco y el
Báltico.
La cifra pudo haber sido aún mayor. El 27 de marzo de
1953, dos semanas tras la muerte de Stalin, Lavrenti Beria ordenó la amnistía
de 1.200.000 presos. Aun así, los campos
siguieron saturados.
Stalin convirtió a la URSS en una superpotencia
industrial y militar, pero a un coste humano catastrófico. La Gran Purga de los
años treinta y el Holodomor —la hambruna causada por la colectivización forzada
en Ucrania— han sido reconocidos como crímenes de lesa humanidad. En Ucrania,
se considera un genocidio deliberado: millones murieron entre 1932 y 1933
mientras el grano era requisado por el Estado soviético.
Nada de eso fue recordado en la ceremonia. Las
autoridades destacaron el “liderazgo decisivo” de Stalin en la derrota del
nazismo y el “resurgir del orgullo ruso”. Al acto asistieron
funcionarios del Gobierno, veteranos de guerra y miembros del Partido
Comunista, que jamás renunció al culto del líder de acero. Algunos portaban
banderas con la hoz y el martillo; otros, retratos de Stalin en uniforme de
mariscal.
Tras la muerte del dictador, en marzo de 1953, el
nuevo secretario general Nikita Jrushchov emprendió la desestalinización. En
1956, durante el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS, denunció sus
crímenes en el célebre “Discurso Secreto”. Ese mismo año, el cuerpo
embalsamado de Stalin fue retirado del mausoleo de Lenin y enterrado
discretamente tras la muralla del Kremlin, entre las tumbas de Kalinin y
Suslov.
Jrushchov fue también quien transfirió Crimea a Ucrania
mediante un cambio administrativo. Esa cesión, hoy revivida por el conflicto,
es uno de los ejes de la actual confrontación ruso-ucraniana.
Desde el inicio de la invasión en 2022, el Kremlin ha
adoptado un relato que emula la Segunda Guerra Mundial. Kiev es descrita como
un régimen “neonazi” y la ofensiva como una operación de “desnazificación”.
Putin ha comparado la defensa de Donetsk con la resistencia de Leningrado. En
ese marco, Stalin resurge como el comandante supremo que salvó la patria: un
precedente que, según esta lógica, legitima la movilización nacional.
En 2021, Yuri Dmitriev, historiador que descubrió
fosas comunes del estalinismo, fue condenado a 15 años por supuestos abusos
contra su hija adoptiva, cargos que su entorno considera fabricados. El Museo
del Gulag cerró en 2024 alegando fallos de seguridad y no ha vuelto a abrir. Su
exdirector, Román Románov, fue destituido y las exposiciones están siendo
reconfiguradas.
Ese mismo año, el Gobierno rebautizó el aeropuerto de
Volgogrado como “Stalingrado”, recuperando el nombre que la ciudad ostentó
entre 1925 y 1961, en homenaje a la célebre batalla y a su epónimo.
“La reestalinización progresiva del país es peligrosa
no solo para la sociedad —porque justifica las peores atrocidades del Estado—,
sino también para el propio poder”,
advirtió Lev Shlósberg, político opositor del partido liberal Yábloko, que
promovió una petición para desmontar el monumento en Moscú. “Tarde o
temprano, la represión devora al gobierno que la impulsa”.
La rehabilitación simbólica de Stalin hiere
profundamente la sensibilidad ucraniana y la de buena parte del mundo. Allí no
se le recuerda como héroe, sino como el responsable de uno de los mayores
crímenes del siglo XX. El Holodomor, reconocido como genocidio por decenas de
países, sigue siendo una herida abierta. Su exaltación —en plena guerra y bajo
el espectro del imperialismo ruso— agrava la fractura entre ambos pueblos.
Fuera de Rusia, la estatua ha suscitado indignación.
La embajada ucraniana en Moscú denunció “la glorificación inaceptable del
verdugo de Ucrania”. En Bruselas, el Parlamento Europeo pidió
explicaciones. Organismos de derechos humanos alertaron sobre la “normalización
del totalitarismo”.
Dentro del país, la sociedad se muestra dividida.
Según el Centro Levada, la mayoría de los rusos tiene una visión positiva de
Stalin, valorando su papel en la victoria de 1945 y la industrialización.
Muchos justifican la represión como “necesaria” o creen que está
exagerada por la propaganda occidental. Para las nuevas generaciones, formadas
en una narrativa cada vez más nacionalista, el dictador aparece como un líder
eficaz, severo, pero justo.
La nueva estatua de Stalin no es solo un homenaje de
bronce: es un reflejo de la batalla por el relato histórico. En tiempos de
guerra, el pasado se convierte en trinchera. Y el Kremlin, que necesita héroes
más que verdades, ha elegido a uno de los más temibles. Como en los años más
sombríos de su reinado, el acero vuelve a alzarse en Moscú. Esta vez, con la sonrisa tácita del poder.
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