lunes, 2 de junio de 2025

Una nueva estatua para un fantasma del pasado


 

Putin apela a la figura del dictador soviético Iósif Stalin para alentar el espíritu patriótico de los rusos tras tres años de guerra en Ucrania.

Buenos Aires — El pasado 15 de mayo, mientras la guerra sigue devastando Ucrania y el Kremlin intensifica su retórica patriótica, las autoridades rusas inauguraron en el centro de Moscú una estatua de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido por su seudónimo de Iósif Stalin – 1878 / 1953- (Stalin significa acero en ruso). El conjunto escultórico muestra a Stalin mirando sagazmente a lo lejos, flanqueado por trabajadores que lo veneran y niños que le ofrecen flores. La estatua, réplica de una que se retiró en 1966 durante una campaña de desestalinización, se convirtió con rapidez en una atracción: la gente le dejaba flores, se detenía a posar para hacerse fotos, incluso con sus hijos, o simplemente la observaban con detenimiento. 

El monumento se erige en  la estación Taganskaya de Moscú. Un homenaje que dice tanto del presente como del pasado: en la Rusia de Vladímir Putin, el dictador georgiano regresa no como símbolo del terror, sino como emblema del espíritu nacional.

Desde hace años, el Kremlin ensaya una relectura del siglo XX en la que Stalin —pese a sus crímenes— aparece como el artífice de la victoria sobre la Alemania nazi. Pero la presencia pétrea de su efigie en Moscú marca un salto cualitativo: no se trata solo de revisionismo histórico, sino de una herramienta política. En plena ofensiva sobre Ucrania, Putin invoca el espíritu de la Gran Guerra Patria para galvanizar la moral nacional. Y pocos iconos resultan tan potentes —y tan controvertidos— como Stalin.

El dictador soviético, fallecido en 1953, gobernó con puño de hierro durante tres décadas. El Estado policial creó la categoría de “enemigo del pueblo” para designar a los detenidos. Una vez capturado, el infortunado perdía su condición de tovarich (camarada) y se convertía en zeki: ya no era una persona, sino un nombre en una lista, destinado al fusilamiento o al Gulag.

La persecución se extendía a los familiares del condenado, convertidos en “la madre, la esposa o los hijos de un enemigo del pueblo”. Estos, cuando escapaban de la cárcel, sufrían represalias: restricciones de movimiento, despidos laborales, prohibición de acceso a la universidad y otras sanciones.

Stalin utilizó primero esa etiqueta para eliminar a la “vieja guardia revolucionaria bolchevique” —Trotsky, Zinóviev, Kámenev, Piatakov, Rádek, Bujarin, Rýkov, entre otros—, a quienes su paranoia consideraba amenazas. Luego, cuando los planes quinquenales fracasaban, culpaba a sus ministros, acusándolos de espionaje y sabotaje al servicio del capitalismo. Tras sus “confesiones”, eran condenados y ejecutados.

La purga no se detuvo allí. Entre 1937 y 1938, alcanzó al Ejército Rojo: fueron eliminados tres de los cinco mariscales (Tujachevski, Yegórov y Blücher), 13 de los 15 generales de Ejército, 8 de los 9 almirantes, 50 de 57 generales de cuerpo, 150 de 186 generales de división, y todos los comisarios de ejército. La represión se extendió a intelectuales, profesores, astrónomos, estadísticos, biólogos opositores al pseudocientífico Lysenko, y a médicos judíos acusados en la conspiración de las “Batas Blancas”.

Ni siquiera la NKVD escapó a la limpieza: su jefe, Nikolái Yezhov, fue ejecutado en 1940, acusado de crímenes que él mismo había perpetrado por orden de Stalin.

Para sostener esta maquinaria de represión, Stalin creó la red de campos de concentración conocida como Gulag (Glavnoye Upravlenie Lagerei). El premio Nobel Alexandr Solzhenitsyn estimó que veinte millones de personas pasaron por el sistema, y tres millones murieron en condiciones extremas, como en las obras del canal entre el mar Blanco y el Báltico.

La cifra pudo haber sido aún mayor. El 27 de marzo de 1953, dos semanas tras la muerte de Stalin, Lavrenti Beria ordenó la amnistía de 1.200.000 presos. Aun así, los campos siguieron saturados.

Stalin convirtió a la URSS en una superpotencia industrial y militar, pero a un coste humano catastrófico. La Gran Purga de los años treinta y el Holodomor —la hambruna causada por la colectivización forzada en Ucrania— han sido reconocidos como crímenes de lesa humanidad. En Ucrania, se considera un genocidio deliberado: millones murieron entre 1932 y 1933 mientras el grano era requisado por el Estado soviético.

Nada de eso fue recordado en la ceremonia. Las autoridades destacaron el “liderazgo decisivo” de Stalin en la derrota del nazismo y el “resurgir del orgullo ruso”. Al acto asistieron funcionarios del Gobierno, veteranos de guerra y miembros del Partido Comunista, que jamás renunció al culto del líder de acero. Algunos portaban banderas con la hoz y el martillo; otros, retratos de Stalin en uniforme de mariscal.

Tras la muerte del dictador, en marzo de 1953, el nuevo secretario general Nikita Jrushchov emprendió la desestalinización. En 1956, durante el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS, denunció sus crímenes en el célebre “Discurso Secreto”. Ese mismo año, el cuerpo embalsamado de Stalin fue retirado del mausoleo de Lenin y enterrado discretamente tras la muralla del Kremlin, entre las tumbas de Kalinin y Suslov.

Jrushchov fue también quien transfirió Crimea a Ucrania mediante un cambio administrativo. Esa cesión, hoy revivida por el conflicto, es uno de los ejes de la actual confrontación ruso-ucraniana.

Desde el inicio de la invasión en 2022, el Kremlin ha adoptado un relato que emula la Segunda Guerra Mundial. Kiev es descrita como un régimen “neonazi” y la ofensiva como una operación de “desnazificación”. Putin ha comparado la defensa de Donetsk con la resistencia de Leningrado. En ese marco, Stalin resurge como el comandante supremo que salvó la patria: un precedente que, según esta lógica, legitima la movilización nacional.

En 2021, Yuri Dmitriev, historiador que descubrió fosas comunes del estalinismo, fue condenado a 15 años por supuestos abusos contra su hija adoptiva, cargos que su entorno considera fabricados. El Museo del Gulag cerró en 2024 alegando fallos de seguridad y no ha vuelto a abrir. Su exdirector, Román Románov, fue destituido y las exposiciones están siendo reconfiguradas.

Ese mismo año, el Gobierno rebautizó el aeropuerto de Volgogrado como “Stalingrado”, recuperando el nombre que la ciudad ostentó entre 1925 y 1961, en homenaje a la célebre batalla y a su epónimo.

“La reestalinización progresiva del país es peligrosa no solo para la sociedad —porque justifica las peores atrocidades del Estado—, sino también para el propio poder”, advirtió Lev Shlósberg, político opositor del partido liberal Yábloko, que promovió una petición para desmontar el monumento en Moscú. “Tarde o temprano, la represión devora al gobierno que la impulsa”.

La rehabilitación simbólica de Stalin hiere profundamente la sensibilidad ucraniana y la de buena parte del mundo. Allí no se le recuerda como héroe, sino como el responsable de uno de los mayores crímenes del siglo XX. El Holodomor, reconocido como genocidio por decenas de países, sigue siendo una herida abierta. Su exaltación —en plena guerra y bajo el espectro del imperialismo ruso— agrava la fractura entre ambos pueblos.

Fuera de Rusia, la estatua ha suscitado indignación. La embajada ucraniana en Moscú denunció “la glorificación inaceptable del verdugo de Ucrania”. En Bruselas, el Parlamento Europeo pidió explicaciones. Organismos de derechos humanos alertaron sobre la “normalización del totalitarismo”.

Dentro del país, la sociedad se muestra dividida. Según el Centro Levada, la mayoría de los rusos tiene una visión positiva de Stalin, valorando su papel en la victoria de 1945 y la industrialización. Muchos justifican la represión como “necesaria” o creen que está exagerada por la propaganda occidental. Para las nuevas generaciones, formadas en una narrativa cada vez más nacionalista, el dictador aparece como un líder eficaz, severo, pero justo.

La nueva estatua de Stalin no es solo un homenaje de bronce: es un reflejo de la batalla por el relato histórico. En tiempos de guerra, el pasado se convierte en trinchera. Y el Kremlin, que necesita héroes más que verdades, ha elegido a uno de los más temibles. Como en los años más sombríos de su reinado, el acero vuelve a alzarse en Moscú. Esta vez, con la sonrisa tácita del poder.

 

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