El reciente intento de magnicidio cometido
contra la vicepresidente Cristina Fernández de Kirchner nos lleva a revisar
otros intentos similares ocurridos a lo largo de la historia argentina.
Los
magnicidios son asesinatos motivados por el cargo que ocupan las personas en
ese momento. En algunos casos la legislación aplica esta figura jurídica tan
sólo a la muerte del Jefe de Estado. En otros es más amplia, pues incluye al
presidente del Gobierno o primer ministro, a los presidentes del Parlamento o
Congreso y a la familia de Jefes de Estado, cuando el sistema es una monarquía.
En este último caso, se incluye la muerte de los sucesores o herederos directos
de la Corona.
Revisando
la historia argentina veremos que muchos presidentes sufrieron atentados contra
su vida, en el momento en que ocupaban el cargo o tiempo después. Los métodos
empleados contra ellos fueron muy diversos, abarcaron desde piedras arrojadas
con gran fuerza y mortífera puntería hasta atentados explosivos.
No
todos fueron intentos fallidos, dos presidentes argentinos fueron salvajemente
asesinados años después de concluidos sus mandatos, por hechos más o menos
desvinculados con su desempeño en la Casa Rosada. Se trató del General Justo
José de Urquiza, primer presidente de la Confederación Argentina ultimado, en
1870, en su residencia del Palacio San José y del presidente de facto, Teniente
General Pedro E. Aramburu, secuestrado y luego asesinado por el grupo
terrorista Montoneros en venganza por los fusilamientos de junio de 1956 y por
la desaparición del cadáver de María Eva Duarte de Perón.
Veamos
una breve cronología de los magnicidios e intentos de magnicidios ocurridos a
lo largo de la historia argentina
27
de marzo de 1841: un grupo de exiliados unitarios residentes en
la ciudad de Montevideo, encabezados por José Rivera Indarte, remitieron al
gobernador de Buenos Aires Brigadier General Juan Manuel de Rosas la llamada “máquina
infernal”. Una supuesta caja de medallas que contenía en su interior 16
cañoncitos cargados con pólvora y proyectiles que dispararían en todas
direcciones cuando el Restaurador de las Leyes levantara la tapa.
La
caja fue abierta por Manuelita Rosas pero afortunadamente el dispositivo letal
no funcionó. La “máquina infernal” está actualmente exhibida en el Museo
Histórico Nacional.
11
de abril de 1870: Una partida de asesinos enviados por el
general Ricardo López Jordán irrumpió en el Palacio San José, residencia del
gobernador de Entre Ríos y expresidente de la Confederación Argentina, general
Justo José de Urquiza.
La
muerte del general Urquiza sería responsabilidad del grupo de feroces asesinos
que dirigía el sargento mayor Simón Luengo y que integraban otros cuatro
hombres el uruguayo Nicomedes Coronel, el tuerto Álvarez, otro cordobés y un
oriental el pardo Luna, a ellos se sumaría el capitán José María Mosqueira.
Eran
aproximadamente las siete y media de una tarde de otoño, cuando la partida de
asesinos arribó a la residencia del gobernador Urquiza quién se encontraba en
esos momentos en el “Patio de Honor”
conversando con uno de sus administradores, Juan P. Solano. Fue entonces cuando
escuchó unos gritos airados que provenían de las puertas del fondo. Por un
instante pensó que se trataba del arribo de peones provenientes de Nogoya pero,
inmediatamente, salió de su error. Los gritos de “¡Abajo el tirano Urquiza!” y “¡Viva
el general López Jordán!” lo alarman, comprende que esos hombres buscan
terminar con su vida
En
un instante evalúa la situación y exclama: “¡Son
asesinos… cierren la puerta del pasillo!” Urquiza tiene sesenta y nueve
años, pero es un hombre vigoroso que aparenta menos edad y acaba de ser padre
una vez más. Es un veterano curtido en decenas de combates y sabe lo que se
avecina. Él podría ponerse a salvo refugiándose en la torre del palacio, donde
había armas preparadas para la resistencia, pero entonces las mujeres y los
niños hubieran quedado a merced de los atacantes. Decidió correr hacia la
salita donde estaba su esposa Dolores y sus hijas.
Ensayó
defenderse, pero estaba sólo y desarmado, rodeado tan solo de mujeres y de
algunos hombres sin valor militar, como el profesor de piano de sus hijas. Los
asesinos se acercan. Por toda arma cuenta con una escopeta de pequeño calibre
que usa para cazar pájaros. Enfrenta a sus agresores gritándoles “¡No se
mata así a un hombre en su casa, canallas!” y seguidamente efectúa un único
disparo que hiere en el hombro al negro Luna. “Álvarez, entonces -relata el coronel Carlos Anderson, ayudante de
Urquiza y jefe de la Guardia del Palacio, a quien los atacantes han hecho
prisionero y es testigo de los hechos- le tiró con un revolver, y le pegó al
lado de la boca: herida mortal sin vuelta. El general cayó en el vano de la
puerta y en esa posición “Nico” Coronel le pegó dos puñaladas y tres el
cordobés Luengo, el único que venía de militar y que lo alcanzó cuando ya la
señora Dolores y Lola, la hija, tomaban el cuerpo y lo entraban en una piecita,
en la cual se encerraron con él yendo a recostarlo en la esquina del frente,
donde se conservan hasta ahora, las manchas de sangre en las baldosas”.
En esta forma trágica terminó
sus días el Vencedor de Caseros.
23 de
agosto de 1873: a las 21.00 horas, un grupo de asesinos que respondía a las órdenes
del general Ricardo López Jordán a través de su hombre de confianza Carlos
Querencio y compuesto por cuatro marineros italianos: Aquiles Segabrugo
(Sesaburgo o Seaburg, el nombre real nunca quedó en claro, los hermanos
Francisco y Pedro Guerri y Luis Casimir (alias Aníbal) intentaron asesinar al
presidente Domingo F. Sarmiento empleando tres “trabucos naranjeros” (armas de bronce de avancarga
con boca ancha, muy efectivas a corta distancia) y puñales.
El carruaje que conducía al
presidente llegaba a la intersección de la calle Maipú con la Avenida
Corrientes cuando Francisco Guerri disparó su arma, que sobrecargada de pólvora
estalló hiriendo gravemente al frustrado asesino. Los proyectiles impactaron en
una pared sin afectar a nadie ni dañar al carruaje. Los caballos que tiraban
del transporte presidencial se encabritaron y aceleraron la marcha, pero el
diestro cochero logró controlarlos.
En el interior del carruaje,
el presidente Sarmiento, que para ese entonces sufría de una sordera casi
total, no escucho nada y permaneció en absoluta calma.
La policía detuvo a los
hermanos Guerri en el lugar y a Luis Casimir en el puerto cuando intentaba huir
como marinero de un barco. En tanto, Segabrugo logró escapar a Montevideo donde
terminó siendo ultimado por jordanista Carlos Querencio, de tres disparos, en
un intento por borrar la trama del complot.
10 de Mayo
de 1886:
A las 15.00 horas, un joven correntino de 36 años, Ignacio Montes, golpeó
fuertemente en la cabeza al presidente Julio A. Roca con un adoquín
provocándole una seria herida en la frente. Solo su grueso sombrero de gala
salvó la vida del presidente. El intento de magnicidio se produjo en la esquina
de las calles Balcarce y Victoria (actualmente calle Hipólito Yrigoyen) cuando
el presidente se dirigía al recinto del Congreso Nacional, en ese entonces
ubicado en ese lugar, para abrir el período de sesiones de la legislatura.
19 d
febrero de 1891: en las primeras horas de la tarde un joven inmigrante italiano de tan
solo quince años, llamado Tomás Sambrizi disparó con un antiguo revolver estadounidense
“Bulldog”, de calibre 38, contra el
carruaje que transitaba por la calle 25 de mayo rumbo al norte, a la altura de
la calle Lavalle, conduciendo en su interior al ministro del Interior, general
Julio A. Roca y al doctor Gregorio Soler.
El proyectil impacto en la
parte trasera del vehículo donde un resorte, y el relleno del respaldo del
asiento amortiguaron su impacto. El expresidente Roca solo recibió un hematoma
en la región lumbar.
Roca desenvainó su bastón
estoque y persiguió al joven agresor. Con la ayuda de un transeúnte, “El
Zorro”
logró capturar a su agresor que abría actuado influenciado por las ideas
anarquistas. Al ver la juventud del frustrado asesino, Roca se limitó a
fustigarlo con el bastón y entregarlo a la Policía. Por su edad, Sambrizi sólo
fue expulsado del país. Pero retornó más tarde al país radicándose en la
provincia de San Juan abandonando sus juveniles veleidades de revolucionario.
Eran los tiempos de
Centenario y las ideas del anarquismo revolucionario que llegaban desde Europa
agitaban a los medios obreros de Argentina, formados mayoritariamente por
inmigrantes europeos.
Los atentados realizados
en otros países por anarquistas que practicaban la llamada “propaganda por la acción” incitaban la imitación de algunos
elementos locales sumamente radicalizados.
Esto provocó una
seguidilla de atentados contra otros presidentes argentinos: Manuel Quintana,
José Figuera Alcorta, Victorino de la Plaza e Hipólito Yrigoyen salvaron
milagrosamente su vida cuando las balas y bombas que emplearon los anarquistas
contra ellos fallaron por hechos fortuitos ajenos a su voluntad.
11 de
agosto de 1905: Ese viernes se presentó como un
día inestable, frío y plomizo. A las 14.10 horas, el presidente Manuel P.
Quintana, inconfundible por su alta e imponente figura coronada por la
cabellera y la frondosa barba blanca dejó su vivienda, sita en la calle Artes
1245, cruzó la vereda con paso firme, piso el estribo de hierro del carruaje
Victoria y se apoltronó junto al Edecán Militar de turno, capitán de fragata
José Donato Álvarez, dentro de la cupe reforzada. Al verificar que su ilustre
pasajero se había acomodado en el interior del vehículo, el cochero Adolfo
Piñol azuzó los caballos percherones y en el pescante el lacayo Juan Forrestiel
adoptó un aire marcial.
El carruaje presidencial iniciado su itinerario habitual
tomó la calle Arenales rumbo a la Plaza San Martín. Al llegar a este punto un
hombre aguardaba en la plaza con un arma al carruaje. Pero el capitán Álvarez
estaba atento a la situación e inmediatamente cubrió al presidente con su
propio cuerpo para protegerlo. El sorprendido Quintana –que no alcanzó a ver al
agresor- preguntó: “¿Qué sucede?”
“Nada. Absolutamente nada Presidente” –trató de tranquilizarle el edecán-. Afortunadamente
los dos disparos efectuados por el atacante habrían fallado. Inmediatamente el
capitán José Donato Álvarez se lanzó del carruaje –que en ningún momento había
detenido su marcha- en persecución del atacante.
Al lanzarse del vehículo en marcha Álvarez resbaló –la
llovizna había humedecido a los adoquines de madera que cubrían la calle- y
cayó sobre el pavimento.
Pero, el transporte presidencial era acompañado otro
carruaje Victoria perteneciente a la policía de la Capital. El vehículo de
custodia era conducido por un agente de investigaciones, el moreno Antonio
Mallato, y a bordo de este se encontraba el subcomisario Felipe Pereyra. Los
hombres de la custodia presidencial rápidamente salieron a dar casa al
frustrado asesino. El atacante al ver que sus disparos no salían retornó a la
plaza corriendo e intentando suicidarse. Nuevamente su arma falló. Los policías
pronto redujeron al agresor y lo condujeron esposado al Departamento Central de
Policía.
Cuando el edecán José Donato Álvarez cayó al pavimento,
el presidente apretó la bomba de goma y el silbato estremeció al cochero Piñol
que detuvo el carruaje a la vez que el lacayo Forrestiel se lanzó desde el
pescante. El edecán José Donato Álvarez aprovechó la ocasión para subir
nuevamente al carruaje e informar al presidente: “Acaba Usted de salvarse de
un atentado” dijo al consternado primer mandatario.
El coche Victoria presidencial retomó su marcha por el
recorrido habitual. Dejó la calle Arenales e ingresó por Florida (que en ese
entonces no era una calle peatonal) y al arribar a la esquina de la calle
Tucumán, uno de los caballos tropezó y cayó de costado arrastrando también al otro
equino al piso. Nuevamente el edecán tomó el control de la situación. Sin
inmutarse Álvarez detuvo a otro coche Victoria, este de alquiler, que trasportó
al atribulado presidente hasta la Casa de Gobierno para proseguir la
accidentada tarde.
¿Pero, quién era el frustrado atacante? Se trataba de un
anarquista catalán llamado Salvador Enrique José Planas y Virella. Un joven de
veintitrés años, de piel trigueña, ojos pardos, cabello negro y poblado, de
nariz corta con relación al rostro y porte robusto. Cuando los médicos legistas
lo examinen encontrarán que sus encías presentan síntomas de saturnismo. Al
observar una “coloración azul oscura,
fenómeno debido a uno de tantos accidentes a que exponen a los obreros de
imprenta, las emanaciones de plomo”. El frustrado asesino trabajaba como
tipógrafo.
28 de enero de 1908: A las seis y media de la tarde la residencia del
presidente era custodiada por el oficial inspector José González, perteneciente
al numerario de la Comisaría 3º. En un zaguán cercano –Tucumán 842- un joven
simulaba cubrirse de la lluvia mientras aguardaba al tranvía.
Mientras tanto, José Figueroa Alcorta había dejado la
Casa de Gobierno y a bordo de su carruaje transitó las calles Rivadavia,
Florida y finalmente Tucumán. Cuando el transporte presidencial arribó a la
residencia en el número 848, Figueroa Alcorta descendió para ingresar a su
domicilio.
Fue el momento que aprovechó el joven oculto en el zaguán
para arrojar a los pies del mandatario un envoltorio humeante. El presidente,
con gran prestancia de ánimo, reaccionó
rápidamente pateando el envoltorio. Simultáneamente la custodia presidencial
empujó a Figueroa Alcorta dentro del portal de su residencia.
Todo esto sucedió a un ritmo vertiginoso. El lacayo Juan
Casanova que presenció la escena y observó la fuga del terrorista, gritó desde
el pescante: “¡Atájenlo!”. Mientras tanto, algunos vecinos que también
seguían el desarrollo de los acontecimientos asistieron a la custodia
presidencial arrojando baldes de agua sobre el artefacto explosivo que, aunque
había fallado, seguía emanando un alarmante humillo.
En ese momento otro policía, el oficial inspector Luis
Ayala, también perteneciente a la Comisaría 3º, que se encontraba de recorrida
por la zona logró capturar al frustrado agresor. El atacante intentó resistirse
armado con un cuchillo por lo cual el oficial extrajo su arma reglamentaria, lo
desarmó, e hizo sonar su silbato de alerta. Inmediatamente concurrieron dos
agentes que patrullaban el vecindario y ayudaron a conducir al detenido a la
seccional policial.
El frustrado agresor resultó ser un joven salteño, de 21
años, llamado Francisco Solano Rojas o Regis, de profesión mosaiquista.
Regis alquilaba una pieza en un conventillo sito en la
calle Avellaneda 352 del barrio de Caballito. Allí había preparado el artefacto
explosivo. Su intención era atacar al presidente cuando ingresara a la Casa de
Gobierno. Pero, viajó en tranvía y llegó tarde. A su arribo el presidente se
encontraba dentro de su despacho, por lo cual Regis decidió aguardar a que el
primer mandatario retornara a su residencia por la tarde para llevar a cabo su
ataque.
Francisco Solano Regis o Rojas fue juzgado y encontrado
culpable de intento de asesinato. Fue condenado a veinte años de cárcel con la
accesoria de diez días de confinamiento solitario en los aniversarios del día
en que cometió su atentado. Cumplía esta condena cuando, el 6 de enero de 1911,
se fugó de la Penitenciaría Nacional.
9
de julio de 1916: durante la conmemoración del Centenario
de la Declaración de la Independencia el presidente Victorino de la Plaza presenciaba desde la Casa
Rosada el desfile militar. Eran las tres y media de la tarde y pasaba la última
formación del desfile cuando, de entre la multitud que llenaba la Plaza de Mayo
y la popular Avenida de Mayo, salió un hombre que disparó un tiro de revólver
hacia el balcón en que estaba el Presidente. El proyectil impactó contra una
moldura, el individuo intentó disparar otra vez pero ya algunos transeúntes se
apresuraron a desarmarlo, luego del atentado Victorino de la Plaza permaneció
en el lugar con sus ministros y miembros del cuerpo diplomático. El agresor
estuvo a punto de ser linchado por el público y la policía debió esforzarse
para rescatarlo, en tanto de la Plaza seguía presidiendo, inmutable, los actos
conmemorativos.
En la comisaría, el
sujeto, de nombre Juan Mandrini, porteño y soltero, alegó que su intento de
asesinar al Dr. de la Plaza tenía por motivo vengar a Lauro y a Salvatto, a
quienes consideraba injustamente ejecutados. Los pescadores italianos Giovanni
Bautista Lauro y Francisco Salvatto, fueron condenados a muerte y fusilados el
22 de junio de ese año en la Penitenciaria Nacional, por asesinar de 36 puñaladas al contador Frank
Carlos Livingston en el vestíbulo de su domicilio del barrio de Palermo. Los
asesinos actuaron contratados por la esposa de la víctima Carmen Guillot.
La explicación de Mandrini
ante las autoridades hizo dudar de su cordura; le hicieron pericias médicas que
concluyeron en que padecía de poca capacidad de raciocinio pero tenía conocimiento
de sus actos. Se le enjuició, no por tentativa de homicidio sino por disparo de
arma de fuego, y lo condenaron a un año y cuatro meses de cárcel.
Algunos historiadores
señalan que el Presidente ordenó liberar a su agresor por considerarlo un
hombre enfermo. No fue así. Mandrini no estuvo en una cárcel sino que se lo mantuvo
preso en una Alcaidía policial; el 1º de febrero de 1918, habiendo cumplido su
condena, se lo puso en libertad.
24
de diciembre de 1929: la mañana navideña se presentaba calurosa,
como todos los días, aproximadamente a las 11.00 horas de la mañana, el
presidente Hipólito Yrigoyen salió de su modesta vivienda de la calle Brasil
1039, a pocos metros de la estación Constitución del Ferrocarril Central Sur,
rumbo a su despacho en la Casa de Gobierno.
El
mandatario viajaba acompañado de su amigo y médico particular, el doctor
Osvaldo Meabe, sentados ambos en el asiento trasero de un automóvil oficial. En
el asiento delantero van el chofer Eudosio Giffi y el oficial de custodia del
presidente, el comisario Alfredo Pizzia Bonelli de la Policía de la Capital.
El
automóvil tomó por la calle Brasil, rumbo a la avenida Paseo Colón, cruzó la
calle Bernardo de Yrigoyen donde se encontraba de facción el agente Carlos
María Sicilia y al llegar al Hotel Tigre, frente del número 924 de la calle
Brasil, un hombre sale violentamente al paso del vehículo oficial.
El
intruso va humildemente vestido, no lleva sombrero y tiene el cabello revuelto,
en su mano derecha porta un revolver Webley Scott, modelo Britighs Bulldog,
calibre 38 de cinco tiros. Rápidamente corre en dirección al vehículo
presidencial y cuando está cerca dispara toda la carga del revolver. Uno de los
proyectiles impactó en el abdomen al comisario Pizzia Bonelli y los restantes
se incrustaron en la carrocería del coche sin herir a sus otros ocupantes.
El
comisario Piccia pese a la gravedad de su herida logró repeler la agresión con
su arma reglamentaria y la ayuda del agente Sicilia que también resulto herido,
pero tan solo en una pierna y se desplazó hacia el lugar de los hechos al
escuchar el sonido de los disparos. Los dos policías hicieron fuego contra el
atacante que cayó muerto al suelo acribillado de cinco disparos. La autopsia
revelaría que el agresor recibió dos proyectiles en el rostro, una en la caja
torácica, otra en el pecho y la última en el omóplato. Tres de las heridas eran
mortales.
El
atacante era un anarquista italiano de 44 años,
llamado Gualberto Marinelli. Qu había llegado al país en 1905 y tenía un
taller dental instalado en Brasil 811.
Marinelli
había adquirido unos días antes el revolver estadounidense marca Iver Jonson’s, con extractor automático, apertura basculante
y cilindro con capacidad para cinco proyectiles calibre 32 S&W de pólvora
negra, con un largo de cañón de 5,4 pulgadas, con el cual realizó algunas
prácticas de tiro antes de emplearlo para atentar contra el presidente.
El
magnicida pertenecía a una organización anarquista denominada “Nueva Era”, pero
las autoridades no pudieron establecer que otros miembros de este grupo hayan
participado del frustrado atentado.
El
presidente, pálido y asombrado, aunque sereno, subió a un automóvil taxímetro
que circulaba por el lugar, con el que se dirigió a la comisaría 16ª donde fue
conducido el cadáver del atacante. Allí contemplo, desconcertado, el cadáver
del hombre que había intentado asesinarlo. Con los ojos nublados por las
lágrimas, el antiguo comisario de Balvanera, el nieto del ahorcado en la
Concepción, el político curtido y adorado por las multitudes, se quiebra y deja
escapar una sentida reflexión: - “¡Y
yo que nunca hice mal a nadie!”, murmuraba.
Cuando
Yrigoyen llega a la Casa Rosada, la noticia se ha expandido por la ciudad; los
diarios hacer sonar las sirenas. Un grupo de curiosos se reúne frente a la casa
de gobierno y al aparecer el presidente la multitud lo vitorea, cante el Himno
Nacional, Yrigoyen conmovido se detiene y permanece erguido por un momento
luego entra al edificio mientras la gente lo aplaude. Durante toda la jornada desfila
la gente por la avenida Paseo Colón -donde se encuentra la ventana del despacho
presidencial-. Por la tarde, el presidente se asoma al balcón para saludar a
los manifestantes con el sombrero en un gesto agradecido.
16
de junio de 1955: En horas de la mañana aviones rebeldes pertenecientes
a la Marina de Guerra y la Aeronáutica (como se denominaba en ese entonces a la
Fuerza Aérea) bombardearon la Casa Rosada, el Ministerio de Guerra y la
histórica Plaza de Mayo en un intento por terminar con la vida del presidente
Juan D. Perón y llevar a cabo un golpe de Estado. El ataque fracasó pero dejó
un saldo de más de cuatrocientos muertos y heridos.
25 de mayo de 1957: el expresidente Juan D. Perón se encontraba exilado en la
capital venezolana, Caracas, donde alquilaba una casa de varios cuartos en el
barrio de El Rosal, disponía de cocineros, mucamas y guardaespaldas. El
Servicio de Inteligencia del Ejército logró infiltrar en el entorno de Perón a
un agente, el sargento primero Juan Sorolla, haciéndolo pasar por un fanático
peronista fugado de Argentina.
Después de una falsa y escandalosa fuga, Sorolla viajó de
Montevideo a La Paz y de allí a Lima y Bogotá, desde donde llegó en ómnibus a
Caracas. Lo primero que hizo fue presentarse ante Perón. El supuesto desertor contó
al exiliado la historia que el SIE había fraguado para él y Perón le dijo que
simpatizaba con su caso. "He venido hasta acá para ponerme a sus
órdenes, mi general", se cuadró Sorolla. "Disponga de mí para lo
que sea necesario. "¿Qué sabe hacer usted, hijo, aparte de pegar buenas
trompadas?", le preguntó Perón. "Soy mecánico de coches y sé
limpiar armas", respondió el fugitivo. "Entonces hable con
Gilaberte", le indicó el general. "Lleva ya años sirviéndome
de chofer y no tiene quién lo alivie. Quédese y trabaje con él."
Sorolla era comedido, silencioso y jamás se quejaba. En pocos
días ganó la confianza de los otros domésticos y empezó a tomar notas
cuidadosas de las rutinas de Perón, que rara vez variaban. Según los servicios
de inteligencia de los Estados Unidos, quince custodios del expresidente
argentino vivían en un edificio situado al frente de su nueva casa. Cada vez
que éste salía a dar un paseo, se apostaban a lo largo de la ruta e iban
indicando si los cien o doscientos metros siguientes estaban libres de peligro.
Aunque es posible que el embajador argentino en Caracas -un general llamado
Carlos Severo Toranzo Montero, frenético antiperonista- haya tramado alguna
conjura contra el incómodo huésped de El Rosal, la misión de Sorolla se hizo en
absoluto secreto y sin el menor contacto con la embajada.
El general se levantaba todos los días a las seis, y a las
siete, luego de un desayuno frugal y de una ojeada a los titulares de los
diarios, se hacía llevar por Issac Gilaberte hasta el parque Los Caobos, para
una caminata de 45 minutos. Su único guardián era entonces Sorolla, que iba
armado con un revólver calibre 38. Después, Perón se daba una ducha y salía
rumbo a sus oficinas de la avenida Urdaneta, en el centro de la ciudad, donde
se encerraba a trabajar con el mayor Pablo Vicente, que lo asistía en aquellos
menesteres. Los cambios de horario eran mínimos: los sábados y domingos
empleaba más tiempo en leer los diarios, porque el tránsito de la ciudad era
fluido y llegaba al centro en quince minutos. Sorolla tenía medido cada
movimiento, calculado todo percance imprevisible, estudiada hasta la más ínfima
desviación de la rutina. El 22 de mayo le llegó una bomba que detonaría al
calentarse el motor del Opel junto con un mensaje que decía, simplemente: "D-25".
Significaba que el atentado debía perpetrarse el sábado 25, aniversario de la Revolución
de Mayo.
Sorolla averiguó que el general festejaría la fecha patria con
un asado en El Rosal, a la misma hora en que el embajador Toranzo Montero
ofrecía una recepción. Supo también que Gilaberte había comprado ya vino, carne
y chorizos para cincuenta personas. No se preveía, por lo tanto, ningún
desplazamiento en la rutina. Esa tarde pidió hablar con el general. "He
recibido un mensaje de Buenos Aires", le dijo. "Mi madre
estaba muy enferma cuando la dejé y ahora me avisan que ha entrado en agonía.
Quiero ir a verla sea como sea, y le ruego que me dé permiso para salir mañana
mismo." "¿Tiene dinero para irse, hijo?", le preguntó Perón.
"¿Con qué documentos piensa entrar en la Argentina?". "Tengo
ahorrada la plata justa para un pasaje a Montevideo", mintió Sorolla. "De
ahí voy en ómnibus a Carmelo, donde algunos compañeros peronistas van a pasarme
en bote hasta la costa argentina, por la noche. Es un viaje seguro, mi general.
Pienso estar de vuelta en pocas semanas. Lo que yo tarde en volver no depende
de mí, sino de cuánto permitirá Dios que viva mi madre."
Esa noche, Sorolla se despidió de Gilaberte y le prometió limpiar
las bujías del motor. "Mañana es 25 de mayo", le dijo, "El
Opel tiene que andar como una seda."
El chofer recordaría la frase al día siguiente, cuando bajó a
calentar el auto para llevar al general hasta el parque Los Caobos. Entonces
sucedió algo imprevisto. Perón acababa de leer en el diario que a la recepción
de la embajada argentina acudirían cien personas, y decidió él también aumentar
el número de sus invitados. El día anterior, su amigo Miguel Silvio Sanz -jefe
de Seguridad de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y uno de los hombres más
perversos del régimen- le sugirió que invitara a su inmediato superior, Pedro
Estrada, un funcionario de modales aristocráticos y cultura refinada, que había
organizado la más temible red de espías y asesinos de la historia de Venezuela.
El general se enorgullecía de esas amistades. Si Estrada acudía a El Rosal, la
carne que hemos comprado va a ser insuficiente, le dijo a Issac Gilaberte: “Antes
de que salgamos para Los Caobos, vaya por más asado y más chorizos”.
Esa misma mañana de sábado, antes del amanecer, Sorolla había
colocado una carga poderosa en el block del motor.
Sorolla sabía muy bien qué hacer. La rutina de Gilaberte
consistía en calentar el motor durante cinco a siete minutos, salir del garaje
y esperar al general, que salía de la casa dos o tres minutos más tarde. El
trayecto hasta el parque les tomaba trece a quince minutos. Según sus cálculos,
la bomba debía estallar cuando el vehículo estuviera en la avenida Andrés
Bello, a la altura de El Bosque. Pero aquella mañana, el chofer ni siquiera se
inquietó por el motor. ¿Acaso el Opel no había quedado como una seda? Lo
arrancó de inmediato y salió en dirección oeste. Estacionó en la esquina de
Venus y Paradero, en la parroquia de La Candelaria, a diez pasos de la
carnicería. Acababa de entrar en el comercio cuando la calle se sacudió y el
aire se impregnó de humo y astillas de vidrio.
De todos modos, la bomba estaba mal colocada. Sorolla la había
pegado al block de tal manera que el motor saltó hacia arriba y voló
destrozado, pero el asiento trasero, en el que debía ir Perón, no sufrió daños.
Un par de astillas de vidrio se incrustó en las mejillas de Gilaberte. La
revista Elite resumiría esa semana que las únicas víctimas del atentado fueron
los tres edificios que daban a la esquina de Venus y Paradero, a los que se les
rompieron todos los cristales. Y el Opel, por supuesto, que resultó totalmente
destruido.
A Perón no lo inquietó el percance. Ese mediodía celebró la
fiesta patria con un asado que compartieron sus amigos de Caracas. Miguel
Silvio Sanz y Pedro Estrada estaban allí, por supuesto. Sorolla se enteró de
todo cuando el avión en que había huido esa mañana llegó a Bogotá. Ni siquiera
tuvo la fortuna de que Gilaberte o Perón sospecharan de él. En todas las
declaraciones, el general atribuyó la conjura al embajador argentino y a su
agregado militar. En 1970, Perón seguía pensando que todos los atentados contra
su vida habían sido tramados por Aramburu.
13 de agosto de 1964: por la noche en los
salones de la Sociedad Gallega se realizaba una cena de la amistad en la que un
grupo de simpatizantes del Movimiento de Integración y Desarrollo (MID) rendía
homenaje a Carlos Silvestre Begnis y al expresidente Arturo Frondizi. Al grito
de “Viva Perón” irrumpió en el salón, un comando armado integrado por
diez jóvenes, que inmediatamente abrió fuego contra la mesa cabecera, donde se
encontraban las autoridades.
Los atacantes eran miembros del Movimiento Nueva Argentina, una
escisión del Movimiento Nacionalista Tacuara, producida el 9
de junio de 1961. Se trataba de uno de los primeras organizaciones armadas de
la derecha peronista. Este grupo estaba liderado por Dardo Cabo, Alejandro
Giovenco, Miguel Ángel Castrofini, Américo Rial e Ignacio González Janzen.
Frondizi y Silvestre Begnis
salvaron milagrosamente sus vidas. El atentado dejó cuatro heridos, uno de
ellos, Oreste Frondizi, hermano del exmandatario, que fue trasladado en estado
grave hacia una clínica cercana.
Pasada la conmoción del
momento en el lugar del hecho se recogieron volantes que decían “Perón
Vuelve”, “La juventud de pie para realizar la revolución – JP Comando
Norte” y “Felipe Vallese, tu nombre es sed de Justicia y grito de guerra de
toda una generación. JP Comando Revolucionario”.
En inmediaciones del salón
fue encontrada una bomba que no alcanzó a explotar. Pero no todo terminó esa
noche: dos días después, en plena sesión de la Cámara de Diputados de la
Nación, falleció de un infarto el diputado correntino del MID, Fernando
Piragine Niveyro. En ese momento estaba pidiendo informes sobre el
atentado a Frondizi a las autoridades nacionales. El extinto había
sido gobernador correntino.
El 18 de agosto el jefe de
la División Delitos Federales de la Policía Federal informó que las fuerzas de
Inteligencia habían logrado identificar a uno de los atacantes (al parecer al
líder del grupo), que resultó ser Dardo Cabo, de 23 años e hijo del dirigente
sindical peronista Armando Cabo. Luego de varios allanamientos se detuvo a
otros tres de los atacantes.
Los
jóvenes del Movimiento Nueva Argentina realizaron, en 1966, la denominada Operación
Cóndor. Un grupo de activistas peronistas secuestró un avión de Aerolíneas
Argentinas y lo hizo aterrizar en las Islas Malvinas izando una bandera
argentina en el Archipiélago.
29 de mayo de 1970: ese día conmemorativo del Día del Ejército y primer aniversario
de la insurrección popular conocida como
“El Cordobazo”, el autodenominado “Comando Juan José Valle” de la hasta
entonces desconocida organización terrorista Montoneros secuestra de su
domicilio de la calle Paraguay y Montevideo de la ciudad de Buenos Aires, al
segundo presidente de facto de la Revolución Libertadora (1955 – 1958),
teniente general Pedro E. Aramburu. Su cadáver será encontrado días después por
personal de la Policía Federal Argentina.
Existen varias versiones sobre muerte, una
de ellas según un reportaje el 3 de septiembre de 1974 de la revista “La
Causa Peronista”, los terroristas Mario Eduardo Firmenich y Norma Esther
Arrostito, sobrevivientes del comando de secuestradores relataron como fue rapto de Aramburu que culminó con su asesinato por disparos de
pistola efectuados por el terrorista entrenado en Cuba Fernando Abal Medina,
cuando el expresidente se encontraba atado e indefenso en un oscuro en el
sótano de la estancia La Celma en la localidad de Timote, partido de Carlos
Tejedor, provincia de Buenos Aires. No obstante, subsisten muchas dudas sobre
los reales autores del secuestro y de las circunstancias de su muerte.
Para intentar desviar, la responsabilidad
por su cruel crimen, los supuestos asesinos alegaron que lo hicieron en
venganza por el bombardeo de Plaza de Mayo en 1955, los fusilamientos del
general Juan José Valle y 34 militares en 1956 y el ocultamiento del cadáver de
Eva Perón en Italia, tal como dijéramos al comienzo de este trabajo.
15 de
marzo de 1976: A primera hora de la mañana, el grupo
terrorista Montoneros hizo detonar un coche marca Citroën con una bomba de tipo
“vietnamita” accionada por control remoto. El vehículo esta estacionado
en la playa del Edificio Libertador, Comando en Jefe del Ejército con la intención
de asesinar al teniente general Jorge R. Videla. El futuro dictador sobrevivió
porque como no llevaba uniforme, la guardia lo habían detenido unos momentos
más en la entrada.
El atentado
causó la muerte de Blas García, chofer de un camión, y veintiséis personas resultaron con diversas heridas de
consideración, entre ellas un coronel.
Según
Juan Bautista “Tata” Yofre, en su libro “1976. La conspiración”,
la inteligencia militar adjudicó el hecho a una célula del grupo terrorista
Montoneros comandado por “Zalazar”, “Alberto” o “Perro”,
nombres con que era conocido dentro de esa organización el periodista Horacio
Verbitsky. El Perro Verbitsky siempre negó toda vinculación con el atentado,
pero Jorge R. Videla sostuvo esta acusación ante el periodista Ceferino Reato,
para su libro “Disposición Final”.
2 de octubre de 1976: un soldado conscripto colocó una carga explosiva bajo el palco de la
Escuela de Comunicaciones, en Campo de Mayo, desde donde hablaban los
integrantes del gobierno de facto en el acto por el Día del Arma de
Comunicaciones, pero nadie sufrió daños porque la bomba estaba mal colocada y
explotó cuando el acto había concluido.
18 de
febrero de 1977: a las 8 y 30 horas la denominada “Unidad
Especial Benito Jorge Urteaga”, perteneciente al grupo terrorista Partido Revolucionario de los
Trabajadores – Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT – ERP) detonó una carga explosiva
debajo de la pista principal del Aeroparque Jorge Newbery con el objetivo de
destruir el avión presidencial.
Un terrorista
que actuaba como observador adelantado dio la señal de fuego por radio portátil
a un disparador, que accionó el sistema eléctrico de dos bombas; el detonador
de la carga principal no funcionó y cuando estalló la segunda bomba, el piloto
—que había levantado vuelo antes de lo acostumbrado— equilibró el Fokker F-28 y
continuó con el despegue, recibiendo el avión la onda explosiva más lejos de lo
calculado. No obstante, de haber detonado las dos cargas, el avión hubiera
sido destruido y abrían muerto el presidente de facto teniente general Jorge R.
Videla, el ministro de Economía Dr. José Alfredo Martínez de Hoz, el brigadier
Oscar Caeiro y los generales Osvaldo Azpitarte, José Rogelio Villareal y Albano
Harguindeguy, ministro del Interior.
En la
preparación del atentado, los terroristas tomaron en consideración que el
espesor de la pista del aeropuerto era de entre 65 cm y 1 m de
hormigón armado extraduro, los terroristas del ERP determinaron que para
volarlo se requerían aproximadamente entre 9 y 12 kg de TNT, pero para
generar una onda suficientemente poderosa para que afectara al avión en vuelo
se usaron como base unos 65 kg de explosivo en una carga central, debajo
del centro de la pista, compuesta por 30 kg de TNT y el resto de gelamón
VF 65, un explosivo gelatinoso a base de nitroglicerina, producido por
Fabricaciones Militares, con un alto poder rompedor, con valor fuerza 65%, más
otra carga en el borde, debajo de una tapa de inspección, con 15 kg de TNT
y unos 50 kg de gelamón. Las dos cargas estaban conectadas en paralelo a
una línea principal de conducción eléctrica y tenían en cada una tres cápsulas
detonantes eléctricas más otras repartidas como reforzadores. Los terroristas
estimaron que cualquiera de las dos que estallara con el avión carreteando
sería suficiente, aunque si se los tomaba en despegue, la principal sería la
del centro, por los trozos de hormigón que saldrían disparados por el aire,
como proyectiles.
La
posibilidad de la interferencia eléctrica y radial descartó el uso de explosores
telecomandados y supuso el empleo de una extensa línea de cables resistentes a
la humedad (por el arroyo Maldonado) y la fabricación de una fuente de energía,
pequeña y portátil, pero de alto voltaje e intensidad.
La
mayor dificultad para los terroristas era la colocación de la carga ya que
requería trasladar una gran cantidad de material (un total de 230 kg; entre explosivos —110 kg— y mecanismos
de iniciación y el cable eléctrico —120 kg—). Los guerrilleros perforaron el piso de una pequeña camioneta Citröen y la
estacionaron sobre una boca de tormenta para entrar, sin llamar la atención y
con todos los pertrechos, a una alcantarilla que estaba a una considerable
distancia de la pista; trazaron el itinerario subterráneo, caminaron por la
cañería y navegaron en balsa por el arroyo hasta el punto exacto del techo del
túnel que va por debajo de la pista
donde se colocaron los explosivos.
Por
causas de orden técnico no se logró el objetivo final a pesar de haber detonado
una de las cargas explosivas. La construcción de las caras explosivas estuvo a
cargo de un terrorista del ERP, entrenado en Cuba en el manejo de explosivos,
llamado Eduardo Streger, nombre de guerra “La Tía”. Los terroristas
bautizaron ese atentado como “Operación Gaviota”.
23 de febrero de 1991: Raúl Alfonsín debía
hablar en un acto partidario para lo cual se armó un palco en la puerta del comité nicoleño de la
UCR, en la calle Mitre, y allí se juntaron unos cinco mil simpatizantes
radicales para escucharlo.
Poco antes de su discurso,
había visitado el diario Norte, a media cuadra. Después, el plan era cenar en
el hotel El Acuerdo. Ese día, recibieron amenazas de bomba el hotel y el
comité, algo de rutina para el expresidente.
A las 22.20, Alfonsín inicia
su discurso. Inexpresivo, un joven parado a un costado del palco, a un puñado
de metros del exmandatario, extrajo un revolver de sus ropas, apuntó y disparó.
Se escucha el estallido. En
el palco, el referente de la UCR local Roberto Lapuyade señala ese brazo que
termina en un arma y sigue levantado. El histórico custodio de Alfonsín, Daniel
Tardivo, se abalanzó sobre el expresidente, lo tiró al piso y lo cubrió con su
cuerpo. Enseguida fueron tres, cuatro cuerpos más, todos tratando de tapar cada
centímetro de Alfonsín.
Abajo del palco, algunos
notan que dos jóvenes corren hacia un Renault 18 azul y huyen rápidamente.
Custodios y dirigentes
radicales se llevan caminando al tirador. Otros hacen lo mismo con el hombre
corpulento, que sigue desbocado. A una cuadra, son interceptados por un Fiat
128 del que bajan tres hombres. Dicen ser de la Policía Bonaerense y piden la entrega
del detenido. Los radicales sospechan que son cómplices del atacante y empiezan
a los gritos: “¡lo quieren chupar!” “¡Lo quieren chupar!”. Cuando la situación
empieza a desmadrarse otra vez, los tres presuntos policías se suben a su auto
y se hacen humo. Finalmente aparece en el lugar un patrullero y suben al
tirador y lo llevan a la comisaría.
Atrás, en medio de corridas
aisladas, el expresidente tomó el
micrófono, pidió calma, y retomó su discurso. Fue el tercer atentado contra
Alfonsín.
El 19 de mayo de 1986: en la sede cordobesa del
Tercer Cuerpo del Ejército, la Policía de Córdoba que revisaba las
instalaciones militares antes de la visita del primer mandatario, halló una poderosa bomba bajo una alcantarilla. Por ese
camino debía pasar, horas después, el
auto presidencial.
El artefacto explosivo
estaba constituido por un proyectil de mortero de 120 mm, que tiene una carga
de 2,5 kg. de TNT al que habían agregado como detonador dos panes de trotyl de
uso militar, es decir, un kilogramo adicional de explosivo.
En octubre de 1989: concluida traumáticamente
su presidencia tres meses antes, un explosivo voló varios ambientes del
departamento de Ayacucho al 100, a metros del Congreso, que un correligionario
le había prestado al entonces titular de la UCR.
El atentado de San Nicolás
se frustró milagrosamente. Así lo explicó por esos días el juez Alberto Moreno,
a cargo de la investigación, explicó los ocurrido durante el fallido atentado.
"La pistola estaba percutada, el plomo se hallaba salido de su vaina y se
detuvo al inicio de su recorrido. Esto es absolutamente infrecuente porque,
además, al quedar así, trabó el tambor impidiendo que este girara y se
continuara la secuencia".
Luego el Juez Moreno ordenó
los sucesos que rodearon el hecho. Los dos jóvenes que salieron a toda
velocidad en el Renault 18 eran policías de civil que formaban el "grupo
de apoyo" del esquema de seguridad del acto. Y los tres del Fiat 128
efectivamente eran miembros del servicio de inteligencia de la Policía Bonaerense.
Lo suficientemente inteligentes como para dejar su lugar, en la susceptibilidad
del momento, al patrullero y sus efectivos uniformados.
El frustrado tirador era
Ismael Edgardo Darío Abdalá y tenía 29 años. Había trabajado en SOMISA y había
tenido un muy breve plazo como personal de la Gendarmería Nacional. En 1984
había dejado todo para incursionar en la iglesia mormona y predicar el
evangelio en Buenos Aires. Le había escrito una carta a Juan Pablo II para
explicarle que se había vuelto "incapacitado por seguir la palabra de
Dios". Otros destinatarios de sus cartas fueron Gorbachov, Bush y Mitterrand.
Abdalá había estado internado por meses en el Hospital Británico debido a
problemas psiquiátricos.
1° de septiembre de 2022: a las 21.00 hs, el ciudadano
brasileño de 35 años y con residencia oficial en Argentina, Fernando Sabag
Montiel intento disparar contra la vicepresidenta Cristina Fernández Kirchner
con una antigua pistola marca Bersa de calibre 7,65 mm. Al parecer, el atentado
se frustró porque el atacante no puso un proyectil en la recámara de arma antes
de intentar disparar.
La exmandataria se
encontraba en la puerta de su vivienda de la calle Juncal esquina Uruguay
firmando libros a sus partidarios y no se percató del intento de asesinato hasta
mucho más tarde
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