En
Bolivia la pugna entre Arce y Morales no es sólo un conflicto de liderazgos,
sino que se ha convertido en una disputa por el control de los pocos recursos
que aún conserva el Estado.
Contenido:
Buenos
Aires – Bolivia se aproxima a las elecciones generales del 17 de agosto bajo un
clima político cada vez más inflamable. La campaña electoral ha sido eclipsada
por una escalada de violencia, choques armados entre manifestantes y fuerzas
del orden, bloqueos de rutas y una crisis institucional que ha dejado al país
sin garantías claras sobre la transparencia del proceso. En este contexto, las
disputas internas dentro del oficialismo y el descrédito del sistema judicial
debilitan la posibilidad de unas elecciones legítimas y pacíficas.
La
fractura entre Evo Morales y el presidente Luis Arce, ambos referentes del
Movimiento al Socialismo (MAS), ha arrastrado al partido oficialista a una
división sin retorno. Morales, inhabilitado constitucionalmente para
presentarse por cuarta vez, ha sido proclamado “único candidato” por sus
bases más radicales, que lo respaldan incluso frente a una orden de captura por
un caso de trata de personas. Desde su bastión en el trópico de Cochabamba,
Morales impulsa bloqueos que paralizan parte del país y generan un clima de
rebelión creciente.
Las
consecuencias de esta movilización son graves: en menos de una semana murieron
cuatro policías en enfrentamientos con seguidores del exmandatario. En
Llallagua y Oruro, las patrullas policiales fueron blanco de disparos, sus
vehículos incendiados y sus agentes tomados como rehenes. En paralelo, el
desabastecimiento de combustible y alimentos, producto de los cortes de rutas,
agudiza la crisis económica y genera un ambiente de desesperanza entre los
ciudadanos.
Por
su parte, el gobierno de Arce respondió con una ofensiva conjunta de policías y
militares, autorizando operativos para liberar las rutas bloqueadas. Pero la
violencia no cede, y las declaraciones de ambos bandos no hacen más que echar
leña al fuego. Mientras el presidente, que se niega a renunciar, promete “mano
dura” para defender el orden constitucional, Morales asegura que el pueblo
se subleva ante la “judicialización de la política” y denuncia
persecución.
Este
enfrentamiento va mucho más allá de la competencia por el liderazgo del MAS. Se
trata de una disputa por el control del aparato estatal en un país con reservas
internacionales en caída, inflación en alza y un sistema judicial sumido en el
descrédito. La suspensión indefinida de las elecciones judiciales, la prórroga
de magistrados por decreto y la supresión de las primarias presidenciales han
vaciado de contenido al proceso democrático.
En
las regiones rurales, donde la autoridad del Estado es débil, los sindicatos
cocaleros afines a Morales imponen su ley. En las ciudades, la clase media
observa con creciente hartazgo cómo se disuelve el orden institucional. La
violencia en La Paz, donde manifestantes intentaron tomar por la fuerza la
plaza Murillo, sede del gobierno, o los disturbios en Cochabamba, donde se
enfrentaron con gases y petardos, son apenas síntomas de una polarización que
amenaza con salirse de control.
La
oposición, agrupada en un “bloque unido” de centroderecha, intenta
capitalizar el caos sin lograr aún un liderazgo claro. Mientras tanto, sectores
civiles, empresariales y académicos reclaman una salida institucional que
garantice elecciones limpias y pacíficas. Pero el reloj avanza, y con él la
posibilidad de que la violencia termine por impedir un proceso electoral
normal.
La
violencia preelectoral no es un fenómeno nuevo en Bolivia, pero adquiere una
dimensión inquietante cuando se combina con un panorama económico cada vez más
precario. La inflación, aunque oficialmente contenida en cifras moderadas —un
2,1 % interanual, según el INE—, convive con una escasez creciente de productos
importados, un mercado negro del dólar en expansión y un déficit fiscal
estructural que el Gobierno apenas logra disimular con discursos de soberanía
económica.
Bolivia,
marcada por las heridas aún abiertas de 2019, cuando la salida forzada de Evo
Morales derivó en una transición turbulenta, corre el riesgo de repetir una
historia de colapsos. Si no se restablecen las condiciones mínimas de legalidad
y convivencia democrática, el país podría enfrentarse a un nuevo ciclo de
ingobernabilidad.
Las
elecciones de agosto ya no solo decidirán quién ocupará la presidencia: podrían
definir si Bolivia mantiene en pie su frágil democracia o se precipita en una
crisis irreversible.