jueves, 12 de junio de 2025

Bolivia: elecciones en medio de la creciente violencia y el colapso institucional

En Bolivia la pugna entre Arce y Morales no es sólo un conflicto de liderazgos, sino que se ha convertido en una disputa por el control de los pocos recursos que aún conserva el Estado.

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Buenos Aires – Bolivia se aproxima a las elecciones generales del 17 de agosto bajo un clima político cada vez más inflamable. La campaña electoral ha sido eclipsada por una escalada de violencia, choques armados entre manifestantes y fuerzas del orden, bloqueos de rutas y una crisis institucional que ha dejado al país sin garantías claras sobre la transparencia del proceso. En este contexto, las disputas internas dentro del oficialismo y el descrédito del sistema judicial debilitan la posibilidad de unas elecciones legítimas y pacíficas.

La fractura entre Evo Morales y el presidente Luis Arce, ambos referentes del Movimiento al Socialismo (MAS), ha arrastrado al partido oficialista a una división sin retorno. Morales, inhabilitado constitucionalmente para presentarse por cuarta vez, ha sido proclamado “único candidato” por sus bases más radicales, que lo respaldan incluso frente a una orden de captura por un caso de trata de personas. Desde su bastión en el trópico de Cochabamba, Morales impulsa bloqueos que paralizan parte del país y generan un clima de rebelión creciente.

Las consecuencias de esta movilización son graves: en menos de una semana murieron cuatro policías en enfrentamientos con seguidores del exmandatario. En Llallagua y Oruro, las patrullas policiales fueron blanco de disparos, sus vehículos incendiados y sus agentes tomados como rehenes. En paralelo, el desabastecimiento de combustible y alimentos, producto de los cortes de rutas, agudiza la crisis económica y genera un ambiente de desesperanza entre los ciudadanos.

Por su parte, el gobierno de Arce respondió con una ofensiva conjunta de policías y militares, autorizando operativos para liberar las rutas bloqueadas. Pero la violencia no cede, y las declaraciones de ambos bandos no hacen más que echar leña al fuego. Mientras el presidente, que se niega a renunciar, promete “mano dura” para defender el orden constitucional, Morales asegura que el pueblo se subleva ante la “judicialización de la política” y denuncia persecución.

Este enfrentamiento va mucho más allá de la competencia por el liderazgo del MAS. Se trata de una disputa por el control del aparato estatal en un país con reservas internacionales en caída, inflación en alza y un sistema judicial sumido en el descrédito. La suspensión indefinida de las elecciones judiciales, la prórroga de magistrados por decreto y la supresión de las primarias presidenciales han vaciado de contenido al proceso democrático.

En las regiones rurales, donde la autoridad del Estado es débil, los sindicatos cocaleros afines a Morales imponen su ley. En las ciudades, la clase media observa con creciente hartazgo cómo se disuelve el orden institucional. La violencia en La Paz, donde manifestantes intentaron tomar por la fuerza la plaza Murillo, sede del gobierno, o los disturbios en Cochabamba, donde se enfrentaron con gases y petardos, son apenas síntomas de una polarización que amenaza con salirse de control.

La oposición, agrupada en un “bloque unido” de centroderecha, intenta capitalizar el caos sin lograr aún un liderazgo claro. Mientras tanto, sectores civiles, empresariales y académicos reclaman una salida institucional que garantice elecciones limpias y pacíficas. Pero el reloj avanza, y con él la posibilidad de que la violencia termine por impedir un proceso electoral normal.

La violencia preelectoral no es un fenómeno nuevo en Bolivia, pero adquiere una dimensión inquietante cuando se combina con un panorama económico cada vez más precario. La inflación, aunque oficialmente contenida en cifras moderadas —un 2,1 % interanual, según el INE—, convive con una escasez creciente de productos importados, un mercado negro del dólar en expansión y un déficit fiscal estructural que el Gobierno apenas logra disimular con discursos de soberanía económica.

Bolivia, marcada por las heridas aún abiertas de 2019, cuando la salida forzada de Evo Morales derivó en una transición turbulenta, corre el riesgo de repetir una historia de colapsos. Si no se restablecen las condiciones mínimas de legalidad y convivencia democrática, el país podría enfrentarse a un nuevo ciclo de ingobernabilidad.

Las elecciones de agosto ya no solo decidirán quién ocupará la presidencia: podrían definir si Bolivia mantiene en pie su frágil democracia o se precipita en una crisis irreversible.

 

sábado, 7 de junio de 2025

Hammouchi en Moscú: Marruecos consolida su rol como pilar de la seguridad global


 

Marruecos ha vuelto a posicionarse como un actor clave en el tablero de la seguridad mundial. La figura central de esta proyección internacional es Abdellatif Hammouchi, el discreto pero influyente director general de la Seguridad Nacional y de la Vigilancia del Territorio del Reino, quien participó activamente en la 13ª Reunión Internacional de Altos Representantes para Asuntos de Seguridad celebrada en Moscú.

 

Buenos Aires 7 de junio de 2025

En un escenario internacional marcado por tensiones geopolíticas, amenazas cibernéticas y la persistencia del terrorismo transnacional, la cita, organizada por el Consejo de Seguridad ruso y presidida por Serguéi Shoigú, reunió a delegaciones de más de cien países, incluidos miembros del FSB ruso, el FBI estadounidense y agencias de inteligencia de África, Asia, Europa y América Latina. En este contexto, Hammouchi no fue un invitado más: fue protagonista.

Desde el atril principal, el alto funcionario marroquí instó a construir una “infraestructura común e indivisible de seguridad global”, basada en la cooperación horizontal, la confianza mutua y el intercambio rápido y seguro de información. “No puede haber seguridad verdadera si no es compartida”, sentenció ante una audiencia atenta.

De bastión regional a referente global

El ascenso de Marruecos como potencia en materia de seguridad no es casual ni repentino. Detrás de este salto estratégico se encuentra la reforma profunda del aparato de inteligencia y seguridad nacional impulsada por el Rey Mohammed VI desde hace más de una década. Bajo su liderazgo, el país ha pasado de ser un punto vulnerable de tránsito para redes criminales a convertirse en un nodo central en la contención del crimen transfronterizo.

En dicho esquema de seguridad, Abdellatif Hammouchi constituye una pieza clave. Nacido en 1966 en Beni Ftah y formado en Derecho en la Universidad de Fez, ingresó en el servicio secreto marroquí en los años noventa. Su perfil técnico, reservado y eficaz lo llevó rápidamente a posiciones de mando. En 2005 fue designado jefe de la DGST, y en 2015, el rey Mohamed VI le confió también la DGSN, convirtiéndolo en el primer marroquí al frente de ambos aparatos estratégicos.

Desde entonces, ha modernizado la Policía, creado un laboratorio de criminalística de referencia en Casablanca, fundado un instituto de formación policial internacional en Ifrán y profesionalizado un sistema de seguridad que ya coopera de igual a igual con agencias como el FBI, Europol, la CIA y la inteligencia alemana.

Una diplomacia de seguridad al servicio de la estabilidad

En Moscú, Hammouchi no sólo ofreció discursos. También mantuvo reuniones bilaterales con el FSB ruso y otros servicios homólogos para estrechar la cooperación en ciberseguridad, antiterrorismo y lucha contra el crimen organizado. Marruecos ha demostrado que la diplomacia no se ejerce únicamente desde los ministerios de exteriores: hoy la seguridad es también una herramienta de política internacional.

Los resultados están a la vista. Marruecos fue elegido para acoger la 93ª Asamblea General de INTERPOL, se ha integrado a redes africanas de ciberseguridad y ha firmado memorandos clave con países como España, los Emiratos Árabes Unidos, Qatar o Sri Lanka. Además, su colaboración en la Copa Mundial de 2022 en Doha y en los Juegos Olímpicos de París 2024 fue decisiva para el éxito de los dispositivos de seguridad.

Un modelo de seguridad con rostro humano

A diferencia de muchos sistemas de inteligencia cerrados y opacos, Hammouchi ha promovido una cultura de seguridad próxima a la ciudadanía. Ha abierto las puertas de la policía al talento femenino, fomentado la inclusión y liderado campañas de desradicalización juvenil. En paralelo, ha reforzado la vigilancia de las fronteras y anticipado amenazas emergentes, como los ataques cibernéticos, con una estrategia nacional hasta 2030.

Este equilibrio entre firmeza operativa y respeto a los derechos humanos le ha valido múltiples condecoraciones internacionales, entre ellas, la Medalla de Honor de la Policía Nacional de Francia y la Medalla Príncipe Nayef de Seguridad Árabe.

El Sur toma la palabra

La presencia de Hammouchi en Moscú simboliza más que la excelencia técnica de un servicio de inteligencia: representa la afirmación del Sur global como interlocutor estratégico en un mundo cada vez más multipolar. En un momento en que las viejas arquitecturas de seguridad muestran signos de fatiga, la propuesta marroquí de una cooperación equitativa y horizontal suena no sólo razonable, sino necesaria.

“Ya no somos un país de tránsito para los estafadores. Somos un nodo de seguridad que los enfrenta”, dijo Hammouchi. Con él, Marruecos no solo protege sus fronteras: contribuye activamente a la construcción de un orden internacional más seguro y justo.

En los pasillos del foro de Moscú, muchos vieron en Hammouchi no solo a un director de inteligencia, sino a una figura de Estado con visión estratégica. Marruecos, bajo las expresas directivas de Su Majesta, Mohammed VI, ha dejado de ser un actor periférico de la seguridad global para convertirse en una bisagra entre continentes y un socio confiable en tiempos inciertos. Una posición que, en el nuevo mundo que se dibuja, no es menor.

 

 

lunes, 2 de junio de 2025

Crece la sintonía estratégica entre Rabat y Londres


Un nuevo triunfo diplomático del rey Mohammed VI refuerza el reconocimiento internacional de la soberanía marroquí sobre su territorio del sur, con una alianza estratégica con el Reino Unido, mientras Argelia expresa su malestar e impotencia.

Buenos Aires, 2 de junio de 2025

En un giro diplomático de alto calibre, el Reino Unido anunció oficialmente su respaldo al propuesta de un Plan de Autonomía para la región del Sáhara, presentado por el Reino de Marruecos ante Naciones Unidas, en 2007, como “la base más creíble, viable y pragmática” para resolver el prolongado conflicto del Sáhara. La decisión, formalizada mediante una declaración conjunta en Rabat, marca un hito en las relaciones bilaterales y refuerza la posición de Marruecos en el escenario internacional. Se trata, sin duda, de una victoria diplomática significativa atribuida al liderazgo estratégico del rey Mohammed VI.

El ministro británico de Exteriores, David Lammy, y su homólogo marroquí, Nasser Bourita, firmaron el documento en el marco de la quinta sesión del Diálogo Estratégico Marruecos - Reino Unido. Londres, que durante décadas mantuvo una postura neutral, se une así a Estados Unidos, Francia y España en el reconocimiento de la propuesta marroquí como una solución realista, posible y justa. Se convierte, además, en el tercer miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU que respalda públicamente la propuesta de Rabat.

La declaración subraya la intención del Reino Unido de actuar a nivel bilateral y multilateral en consonancia con esta posición. Lammy anunció que la agencia británica UK Export Finance considera destinar hasta 5.000 millones de libras esterlinas a inversiones en todo Marruecos, incluidas las provincias del sur, lo que abre la puerta a una nueva etapa de cooperación económica.

Esta nueva postura refuerza la credibilidad del plan marroquí y representa un avance tangible hacia la resolución de un contencioso que ha frenado el desarrollo regional durante décadas”, destacó Bourita. Lammy, por su parte, elogió el papel de Marruecos como socio estratégico y reconoció la importancia del liderazgo del rey Mohammed VI en la promoción de la estabilidad y el desarrollo socioeconómico en África.

El Reino Unido y el Reino de Marruecos acordaron además profundizar su alianza estratégica en áreas clave como seguridad, defensa, comercio, innovación, cambio climático y derechos humanos. Ambos países destacaron la necesidad urgente de encontrar una solución definitiva al conflicto a través de la propuesta para Un Plan de Autonomía para la región del Sáhara.

El comunicado oficial no pasó desapercibido en Argelia. El Ministerio de Asuntos Exteriores argelino lamentó la decisión británica y calificó el plan de autonomía marroquí como “vacío de contenido”. El rechazo de Argel responde a su tradicional apoyo a los separatistas del Frente Polisario, que insisten en reclamar un impracticable referéndum de autodeterminación para el territorio, opción que ha ido perdiendo gradualmente respaldo en la escena internacional frente a la más realista propuesta marroquí de autonomía.

La reacción argelina pone de manifiesto el creciente aislamiento diplomático del eje Argel-Tinduf en un contexto donde más de un centenar de países ya reconocen la propuesta marroquí como la vía más viable para cerrar un conflicto que dura medio siglo.

La apuesta de Mohammed VI por una diplomacia activa, basada en la claridad y la ambición, ha permitido a Marruecos consolidar alianzas clave y transformar el Sáhara en un polo de atracción para la inversión extranjera.

Con la nueva postura de Londres, Marruecos suma un respaldo decisivo en su hoja de ruta hacia la consolidación de su soberanía sobre el Sáhara y fortalece su rol como actor geopolítico en África del Norte. La alianza sellada con el Reino Unido inaugura una etapa de cooperación estratégica que podría tener implicaciones profundas no solo para la región, sino también para la arquitectura diplomática global.

 

 

Una nueva estatua para un fantasma del pasado


 

Putin apela a la figura del dictador soviético Iósif Stalin para alentar el espíritu patriótico de los rusos tras tres años de guerra en Ucrania.

Buenos Aires — El pasado 15 de mayo, mientras la guerra sigue devastando Ucrania y el Kremlin intensifica su retórica patriótica, las autoridades rusas inauguraron en el centro de Moscú una estatua de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido por su seudónimo de Iósif Stalin – 1878 / 1953- (Stalin significa acero en ruso). El conjunto escultórico muestra a Stalin mirando sagazmente a lo lejos, flanqueado por trabajadores que lo veneran y niños que le ofrecen flores. La estatua, réplica de una que se retiró en 1966 durante una campaña de desestalinización, se convirtió con rapidez en una atracción: la gente le dejaba flores, se detenía a posar para hacerse fotos, incluso con sus hijos, o simplemente la observaban con detenimiento. 

El monumento se erige en  la estación Taganskaya de Moscú. Un homenaje que dice tanto del presente como del pasado: en la Rusia de Vladímir Putin, el dictador georgiano regresa no como símbolo del terror, sino como emblema del espíritu nacional.

Desde hace años, el Kremlin ensaya una relectura del siglo XX en la que Stalin —pese a sus crímenes— aparece como el artífice de la victoria sobre la Alemania nazi. Pero la presencia pétrea de su efigie en Moscú marca un salto cualitativo: no se trata solo de revisionismo histórico, sino de una herramienta política. En plena ofensiva sobre Ucrania, Putin invoca el espíritu de la Gran Guerra Patria para galvanizar la moral nacional. Y pocos iconos resultan tan potentes —y tan controvertidos— como Stalin.

El dictador soviético, fallecido en 1953, gobernó con puño de hierro durante tres décadas. El Estado policial creó la categoría de “enemigo del pueblo” para designar a los detenidos. Una vez capturado, el infortunado perdía su condición de tovarich (camarada) y se convertía en zeki: ya no era una persona, sino un nombre en una lista, destinado al fusilamiento o al Gulag.

La persecución se extendía a los familiares del condenado, convertidos en “la madre, la esposa o los hijos de un enemigo del pueblo”. Estos, cuando escapaban de la cárcel, sufrían represalias: restricciones de movimiento, despidos laborales, prohibición de acceso a la universidad y otras sanciones.

Stalin utilizó primero esa etiqueta para eliminar a la “vieja guardia revolucionaria bolchevique” —Trotsky, Zinóviev, Kámenev, Piatakov, Rádek, Bujarin, Rýkov, entre otros—, a quienes su paranoia consideraba amenazas. Luego, cuando los planes quinquenales fracasaban, culpaba a sus ministros, acusándolos de espionaje y sabotaje al servicio del capitalismo. Tras sus “confesiones”, eran condenados y ejecutados.

La purga no se detuvo allí. Entre 1937 y 1938, alcanzó al Ejército Rojo: fueron eliminados tres de los cinco mariscales (Tujachevski, Yegórov y Blücher), 13 de los 15 generales de Ejército, 8 de los 9 almirantes, 50 de 57 generales de cuerpo, 150 de 186 generales de división, y todos los comisarios de ejército. La represión se extendió a intelectuales, profesores, astrónomos, estadísticos, biólogos opositores al pseudocientífico Lysenko, y a médicos judíos acusados en la conspiración de las “Batas Blancas”.

Ni siquiera la NKVD escapó a la limpieza: su jefe, Nikolái Yezhov, fue ejecutado en 1940, acusado de crímenes que él mismo había perpetrado por orden de Stalin.

Para sostener esta maquinaria de represión, Stalin creó la red de campos de concentración conocida como Gulag (Glavnoye Upravlenie Lagerei). El premio Nobel Alexandr Solzhenitsyn estimó que veinte millones de personas pasaron por el sistema, y tres millones murieron en condiciones extremas, como en las obras del canal entre el mar Blanco y el Báltico.

La cifra pudo haber sido aún mayor. El 27 de marzo de 1953, dos semanas tras la muerte de Stalin, Lavrenti Beria ordenó la amnistía de 1.200.000 presos. Aun así, los campos siguieron saturados.

Stalin convirtió a la URSS en una superpotencia industrial y militar, pero a un coste humano catastrófico. La Gran Purga de los años treinta y el Holodomor —la hambruna causada por la colectivización forzada en Ucrania— han sido reconocidos como crímenes de lesa humanidad. En Ucrania, se considera un genocidio deliberado: millones murieron entre 1932 y 1933 mientras el grano era requisado por el Estado soviético.

Nada de eso fue recordado en la ceremonia. Las autoridades destacaron el “liderazgo decisivo” de Stalin en la derrota del nazismo y el “resurgir del orgullo ruso”. Al acto asistieron funcionarios del Gobierno, veteranos de guerra y miembros del Partido Comunista, que jamás renunció al culto del líder de acero. Algunos portaban banderas con la hoz y el martillo; otros, retratos de Stalin en uniforme de mariscal.

Tras la muerte del dictador, en marzo de 1953, el nuevo secretario general Nikita Jrushchov emprendió la desestalinización. En 1956, durante el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS, denunció sus crímenes en el célebre “Discurso Secreto”. Ese mismo año, el cuerpo embalsamado de Stalin fue retirado del mausoleo de Lenin y enterrado discretamente tras la muralla del Kremlin, entre las tumbas de Kalinin y Suslov.

Jrushchov fue también quien transfirió Crimea a Ucrania mediante un cambio administrativo. Esa cesión, hoy revivida por el conflicto, es uno de los ejes de la actual confrontación ruso-ucraniana.

Desde el inicio de la invasión en 2022, el Kremlin ha adoptado un relato que emula la Segunda Guerra Mundial. Kiev es descrita como un régimen “neonazi” y la ofensiva como una operación de “desnazificación”. Putin ha comparado la defensa de Donetsk con la resistencia de Leningrado. En ese marco, Stalin resurge como el comandante supremo que salvó la patria: un precedente que, según esta lógica, legitima la movilización nacional.

En 2021, Yuri Dmitriev, historiador que descubrió fosas comunes del estalinismo, fue condenado a 15 años por supuestos abusos contra su hija adoptiva, cargos que su entorno considera fabricados. El Museo del Gulag cerró en 2024 alegando fallos de seguridad y no ha vuelto a abrir. Su exdirector, Román Románov, fue destituido y las exposiciones están siendo reconfiguradas.

Ese mismo año, el Gobierno rebautizó el aeropuerto de Volgogrado como “Stalingrado”, recuperando el nombre que la ciudad ostentó entre 1925 y 1961, en homenaje a la célebre batalla y a su epónimo.

“La reestalinización progresiva del país es peligrosa no solo para la sociedad —porque justifica las peores atrocidades del Estado—, sino también para el propio poder”, advirtió Lev Shlósberg, político opositor del partido liberal Yábloko, que promovió una petición para desmontar el monumento en Moscú. “Tarde o temprano, la represión devora al gobierno que la impulsa”.

La rehabilitación simbólica de Stalin hiere profundamente la sensibilidad ucraniana y la de buena parte del mundo. Allí no se le recuerda como héroe, sino como el responsable de uno de los mayores crímenes del siglo XX. El Holodomor, reconocido como genocidio por decenas de países, sigue siendo una herida abierta. Su exaltación —en plena guerra y bajo el espectro del imperialismo ruso— agrava la fractura entre ambos pueblos.

Fuera de Rusia, la estatua ha suscitado indignación. La embajada ucraniana en Moscú denunció “la glorificación inaceptable del verdugo de Ucrania”. En Bruselas, el Parlamento Europeo pidió explicaciones. Organismos de derechos humanos alertaron sobre la “normalización del totalitarismo”.

Dentro del país, la sociedad se muestra dividida. Según el Centro Levada, la mayoría de los rusos tiene una visión positiva de Stalin, valorando su papel en la victoria de 1945 y la industrialización. Muchos justifican la represión como “necesaria” o creen que está exagerada por la propaganda occidental. Para las nuevas generaciones, formadas en una narrativa cada vez más nacionalista, el dictador aparece como un líder eficaz, severo, pero justo.

La nueva estatua de Stalin no es solo un homenaje de bronce: es un reflejo de la batalla por el relato histórico. En tiempos de guerra, el pasado se convierte en trinchera. Y el Kremlin, que necesita héroes más que verdades, ha elegido a uno de los más temibles. Como en los años más sombríos de su reinado, el acero vuelve a alzarse en Moscú. Esta vez, con la sonrisa tácita del poder.