LA GUERRA QUE TERMINARÍA CON TODAS LAS GUERRAS
“El siglo XX –nos dice E. J.
Hobsbawn- no puede disociado de la
guerra, siempre presente aun en los momentos en los que no se escuchaba el
sonido de las armas y las explosiones de las bombas. La crónica histórica del
siglo y, más concretamente, de sus momentos iniciales de derrumbamiento y
catástrofe, debe comenzar con el relato de los 31 años de guerra mundial”[i] Esta apreciación del célebre
historiador es comprensible, ya que desde hacía un siglo no se había producido
en el mundo una guerra importante en la que se hubieran visto involucradas las
grandes potencias, o al menos la mayor parte de ellas.
A
principios del siglo XX, el mundo continuaba dominado por las seis grandes
potencias europeas: Gran Bretaña, Francia, Rusia, Austria –Hungría, Prusia
–desde 1871 extendida a Alemania- y, después de la unificación Italia, a las
que se sumaban Estados Unidos en América y Japón en Asia. Todas estas grandes
potencias poseían extensos imperios coloniales.
A pesar
del aparente clima de prosperidad, entre los principales estados europeos
existían graves tensiones. Sin embargo, desde el final de las guerras
napoleónicas en 1815, sólo había habido un breve conflicto en el que
participaron más de dos grandes potencias, la Guerra de Crimea (1854 – 1856), que
enfrentó a Rusia con Gran Bretaña y Francia.
La mayor
parte de los conflictos bélicos ocurridos desde entonces, en que se
involucraban algunas de las grandes potencias, había tenido muy corta duración.
El más prolongado de ellos no fue un conflicto internacional sino una guerra
civil en los Estados Unidos (1861 – 1865), y lo normal era que las guerras
duraran meses o incluso –como la guerra entre Prusia y Austria de 1866-
semanas. Entre 1871 y 1914 no hubo ningún conflicto en Europa en el que los
ejércitos de las grandes potencias atravesaran una frontera enemiga, aunque en
el Extremo Oriente Japón se enfrentó con Rusia, a la que venció, en 1094 –
1905, en una guerra que aceleró el estallido de la Revolución Rusa.
Como muy
bien señala Hobsbawn, anteriormente nunca se había producido una “guerra mundial”. En el siglo
XVIII, Francia y Gran Bretaña se habían enfrentado en los campos de batalla en la India , en Europa, en América
del Norte y en los diversos océanos del mundo. Sin embargo, entre 1815 y 1914
ninguna gran potencia se enfrentó a otra más allá de su región de influencia
inmediata, aunque es verdad que eran frecuentes las expediciones agresivas de
las potencias imperialistas, o de aquellos países que aspiraban a serlo, contra
enemigos más débiles de ultramar.
La mayor
parte de ellas eran enfrentamientos desiguales, como las guerras de los Estados
Unidos contra México (1846 – 1848) y España (1898) y las sucesivas campañas de
ampliación de los imperios coloniales británico y francés, aunque en alguna
ocasión no salieron bien librados, como cuando los franceses tuvieron que
retirarse de México en la década de 1860 y los italianos de Etiopía en 1896.
Incluso los más firmes oponentes de los estados modernos, cuya superioridad en la
tecnología de la muerte era cada vez más abrumadora, sólo podían esperar, en el
mejor de los casos, retrasar la inevitable derrota.
Todo
esto cambió en 1914. En la
Primera Guerra Mundial participaron todas las grandes
potencias y todos los estados europeos excepto España, los Países Bajos, los
tres países escandinavos y Suiza. Además, diversos países de ultramar enviaron
tropas, en muchos casos por primera vez, a luchar fuera de su región. Así, los
canadienses lucharon en Francia, los australianos y neozelandeses forjaron su
conciencia nacional en una península del Egeo –Gallípoli- y, lo que es aún más
importante, los Estados Unidos desatendieron la advertencia de George
Washington de no dejarse involucrar en los problemas europeos y trasladaron sus
ejércitos a Europa, condicionando con esa decisión la trayectoria histórica del
siglo XX. Los indios fueron enviados a Europa y al Próximo Oriente, batallones
de trabajo chinos viajaron a Occidente y hubo africanos que sirvieron en el
ejército francés. Aunque la actividad militar fuera de Europa fue escasa,
excepto en el Próximo Oriente, también la guerra naval adquirió una dimensión
mundial: la primera batalla se dirimió en 1914 cerca de las Islas Malvinas y
las campañas decisivas, que enfrentaron a submarinos alemanes con convoyes
aliados, se desarrollaron en el Atlántico Norte y medio.
La
Primera Guerra comenzó como una guerra esencialmente europea desencadenada por
el asesinato en la ciudad de Sarajevo, capital de Bosnia – Herzegovina, del
archiduque Francisco Fernando –heredero del trono del Imperio Austrohúngaro-,
en junio de 1914. Las pretensiones de Austria – Hungría sobre Serbia, su
rechazo de la respuesta conciliatoria serbia y su ataque contra Belgrado
condujeron a la movilización rusa en ayuda de su aliado serbio. Pero esto, a su
vez, llevó al Estado Mayor prusiano a insistir en la inmediata puesta en
práctica del Plan Schlieffen, es decir el ataque preventivo contra Francia, vía
Bélgica, que tuvo además el efecto de hacer entrar en la guerra a los ingleses.
Inicialmente
la guerra involucró a la
Triple Alianza , constituida por Francia, Gran
Bretaña y Rusia, y las llamadas Potencias
Centrales: Alemania y Austria – Hungría. Serbia y Bélgica se
incorporaron inmediatamente al conflicto como consecuencia del ataque austríaco
contra la primera (que, de hecho, desencadenó el inicio de las hostilidades y
del ataque alemán contra la segunda (que era parte de su estrategia guerra).
Turquía y Bulgaria se alinearon poco después junto a las potencias centrales,
mientras que en el otro bando la
Triple Alianza dejó paso gradualmente a una gran coalición.
En 1915, se compró la participación de Italia bajo la promesa de otorgarle
territorio austrohúngaros que los italianos reivindicaban: El Trentino –en los
Alpes- e Istria –sobre el mar Adriático-. La decisión italiana estuvo motivada
más que por las posibles ganancias territoriales, por evitar que sus extensas y
vulnerables costas quedaran a merced de las flotas anglo – francesas. También tomaron parte en el conflicto Grecia,
Rumania y, en menor medida, Portugal. Como era de esperar, Japón intervino casi
en forma inmediata para ocupar posiciones alemanas en el Extremo Oriente y el
Pacífico occidental, pero limitó sus actividades a esa región. Los Estados
Unidos entraron en la guerra en 1917 y su intervención iba a resultar decisiva.
La
guerra comenzaba con la orden de movilización. Cada Estado tenía un complejo
plan para movilizar contra el adversario más probable. Cada uno de estos planes
de movilización estaba sujeto a un plan general de operaciones para el
despliegue de las tropas movilizadas, de manera que se asegurase su entrada en
acción en las condiciones más ventajosas. La elección entre una ofensiva
inmediata cuando se había completado el despliegue, y la permanencia a la
defensiva esperando el ataque enemigo, se había hecho con anticipación. Cualquiera
que fuese la decisión, de ataque o defensa, la movilización era automática una
vez que se hubiese dado la orden; se consideraba que los cambios o dilaciones
siguientes estaban fuera de cuestión. Por ende, la iniciación de las
hostilidades se produciría cuando la dirección militar pudises persuadir a su
correspondiente jefe de Estado que la necesidad militar exigía que se diese la
orden de movilización, ya que una mayor dilación equivaldría a correr el riesgo
de sufrir una derrota, al permitir que el adversario tomase una ventaja tal que
probablemente, no se la podría superar.[ii]
Una vez
que se daba la orden fatal no era posible volverse atrás. En consecuencia, las
primeras semanas de la
Gran Guerra presentaron el sorprendente espectáculo de inmensas
mareas humanas, con todo y sus piezas de repuesto, funcionando en forma mecánica
y avanzando, cuando menos de manera aproximada, según unos planes
predeterminados e irreversibles (El Plan Schlieffen por parte de los alemanes y
el llamado Plan XVII que los franceses adoptaron en 1911 y que preveía la inmediata
invasión de Alsacia y Lorena). Los millones de personas que constituían las
máquinas rivales se comportaban casi como si hubiesen perdido la libertad e
inteligencia individuales.
Pero los
“planes predetermiandos e
irreversibles” estaban viciados por la existencia de una creencia común:
la ilusión de la batalla decisiva, bajo circunstancias estratégicas y
materiales que favorecían la tácticas defensiva, hasta el punto de que había la
certidumbre virtual de que a la primera pérdida de impulso seguiría un
sangriento estancamiento. Tal era, en forma más definida, la situación en el
Oeste, donde los ejércitos, que al comienzo sumaban 3.700.000 hombres, se
amontonaban en un estrecho frente que se extendía desde la neutral Suiza hasta
el Canal de la Mancha. En
el Frente Occidental una guerra de maniobras que terminase con una batalla
decisiva quedaba más allá de toda razonable esperanza, excepto para los
estrategas que la dirigían y que tenían, como modelo, las experiencias de 1866
y 1870. En lugar de ello, debieron afrontar la consolidación de posiciones
fortificadas, con flancos imposibles de rodear y la conversión de la hipótesis
de lograr una batalla decisiva en la más desagradable quimera de que la
decisión podría aun logrársela por medio de la ruptura del frente, que nunca se
produjo, a esta ilusión se sacrificaron en vano millones de vidas. En el Este,
donde los rusos, siguiendo su práctica tradicional, podían trocar tiempo por
espacio, había más campo para maniobrar, pero no había mejores perspectivas de
que se produjera la batalla decisiva, mientras que la capacidad de los rusos
para lanzar hombres al holocausto siguiera unida a su capacidad de poner armas
en las manos de los nuevos reclutas.
Los
alemanes se encontraron con una posible guerra en dos frentes, además del de
los Balcanes al que les había arrastrado su alianza con Austria – Hungría (Sin
embargo, el hecho de que tres de las cuatro potencias centrales pertenecieran a
esa región –Turquía, Bulgaría y Austria- hacía que el problema estratégico que
planteaba fuera menos urgente). El plan alemán consistía en aplastar
rápidamente a Francia en el Oeste y luego actuar con la misma rapidez en el
Este para eliminar a Rusia antes de que el imperio del zar pudiera organizar con
eficacia todos sus ingentes efectivos militares. Al igual que ocurriría
posteriormente, la idea de Alemania era llevar a cabo una campaña relámpago
porque no podía actuar de otra manera.
El plan
estuvo a punto de verse coronado por el éxito. El ejército alemán penetró en
Francia por diversas rutas, atravesando entre otros el territorio de la Bélgica neutral, y sólo
fue detenido a algunos kilómetros al Este de París, en el río Marne, cinco o
seis semanas después de que se hubieran declarado las hostilidades. A
continuación, se retiraron ligeramente y ambos bandos –los franceses apoyados
por lo que quedaba de los belgas y por un ejército de tierra británico que muy
pronto alcanzó grandes proporciones- improvisaron líneas paralelas de
trincheras y fortificaciones defensivas que dejaron en manos de los alemanes
una extensa zona de la parte oriental de Francia y Bélgica. Las posiciones
apenas se modificaron durante los tres años y medio siguientes.
Ese era
el “Frente Occidental”,
que se convirtió probablemente en la maquinaria más mortífera que había
conocido hasta entonces la historia del arte de la guerra. Millones de hombres
se enfrentaban desde los parapetos de las trincheras formadas por sacos de
arena, bajo los que vivían como ratas y piojos (y con ellos). De vez en cuando,
sus generales intentaban poner fin a esa situación de parálisis. Durante días,
o incluso semanas, la artillería realizaba un bombardeo incesante para ablandar
al enemigo y obligarle a protegerse en los refugios subterráneos hasta que en
el momento oportuno oleadas de soldados emergían por encima del parapeto,
protegido por alambres de púa, hacia “la
tierra de nadie” que separaba las hileras de trincheras, compuesta
por un caos de cráteres de obuses anegados, troncos de árboles caídos, barro y
cadáveres abandonados, para lanzarse hacia las ametralladoras que, como ya
sabían, iban a cortar sus vidas.
Entre
febrero y julio de 1916 los alemanes intentaron sin éxito romper la línea
defensiva en Verdún, en una batalla en la que se enfrentaron dos millones de
soldados y en la que hubo un millón de bajas. La ofensiva británica en el
Somme, cuyo objetivo era obligar a los alemanes a desistir de la ofensiva en Verdún,
costo a Gran Bretaña 420.000 muertos (60.000 sólo el primer día de batalla).
No es
sorprendente que para los británicos y los franceses, que lucharon durante la
mayor parte de la
Primera Guerra Mundial en el Frente Occidental, aquella fuera
la “Gran Guerra”, más
terrible y traumática que la siguiente guerra mundial. Los franceses perdieron
casi el 20% de sus hombres en edad militar, y si se incluye a los prisioneros
de guerra, los heridos y los inválidos permanentes y desfigurados –los gueules cassés (caras partidas) que al
acabar las hostilidades serían un vívido recuerdo de la guerra-, sólo algo más
de un tercio de los soldados franceses salieron indemnes del conflicto. Esa
misma proporción puede aplicarse a los cinco millones de soldados británicos.
Gran Bretaña perdió una generación, medio millón de hombres que no habían
cumplido aún los treinta años, en su mayor parte de las capas altas, cuyos
jóvenes, obligados a dar ejemplo de su condición de oficiales, avanzaban al
frente de sus hombres y eran, por tanto, los primeros en caer. Una cuarta parte
de los alumnos de Oxford y Cambridge de menos de 25 años que sirvieron en el
ejército británico en 1914 perdieron la vida. En las filas alemanas, el número
de muertos fue mayor aún que en el ejército francés, aunque fue inferior la
proporción de bajas en el grupo de población en edad militar, mucho más
numeroso (13%). Incluso las pérdidas aparentemente modestas de los Estados
Unidos 116.000, frente a 1,6 millones de franceses, casi 800.000 británicos y
1,8 millones de alemanes) ponen de relieve el carácter sangriento del frente
occidental, el único en que lucharon y tan sólo durante un año y medio.[iii]
La
Primera Guerra Mundial ha quedado inigualada en cuento a sangrientos sacrificios
para alcanzar logros militares por demás mezquinos. Casi todas las grandes
ofensivas encallaron en una misma razón: la potencia de fuego de la artillería
no podía destruir a la infantería ni a las ametralladoras protegidas en
profundos refugios. Cada vez que los jefes planeaban un nuevo ataque,
aseguraban que habría suficiente preparación de artillería o que esta vez no
iba a quedar ninguna ametralladora en posición. Pero siempre las había. A
medida que este proceso seguía absorbiendo vidas humanas, las ya extintas
pesaban abrumadoramente sobre gobiernos y generales, imponiéndoles la terrible
responsabilidad de demostrar que no habían sido inmoladas en vano, y para ello,
en la siguiente ocasión, debían vencer empleando el mismo método. Poca fue la
imaginación que se empleó en la búsqueda de otras formas de proceder para
conseguir la victoria, y los hombres cuyo prestigio se basaba en la
justificación de tantos sacrificios ya hechos, atacaban enconadamente a quienes
sugerían que se probase un nuevo procedimiento.[iv]
Mientras
el Frente Occidental se sumía en una parálisis sangrienta, la actividad
proseguía en el Frente Oriental. Los alemanes pulverizaron a una pequeña fuerza
invasora rusa en la batalla de Tannenberg en el primer mes de la guerra y a
continuación, con la ayuda intermitente de los austríacos, expulsaron de
Polonia a los ejércitos rusos. Pese a las contraofensivas ocasionales de estos
últimos, era evidente que las potencias centrales dominaban la situación y que,
frente al avance alemán, Rusia se limitaba a una acción defensiva en
retaguardia.
En 1915,
los anglo-franceses intentaron dar un audaz acto de imaginación estratégica:
valerse de la movilidad por mar, para descargar un golpe anfibio contra los
Dardanelos. Pero no aprestaron recursos suficientes para asegurar el triunfo a
tiempo, no se logró la ventaja de la sorpresa inicial y los sucesivos refuerzos
llegaron gota a gota. En Francia, quienes dirigían la guerra de trincheras se
resistían a mandar hombres y municiones a los Dardanelos, porque consideraban
que era casi criminal distraer fuerzas del “frente decisivo”. Sin embargo, el objeto principal de la
operación era abrir una línea directa de abastecimiento para Rusia, muy
necesitada de armas y municiones. Estas sólo podía facilitárselas la industria
occidental, y solamente abriendo el mar Negro a la navegación era como podían
llegar a Rusia en volumen suficiente. Si se hubiese hecho esto, Rusia hubiese
podido muy bien librar la guerra a base de una “diversión estratégica” de un puñado de divisiones alemanas,
con la cual se hubiese podido mantener combatiendo a todo el ejército ruso y
que hubiese demostrado ser tan eficiente como cualquier otra operación de las
que registra la historia bélica.
El
problema para ambos bandos residía en cómo conseguir superar la parálisis en el
Frente Occidental, pues sin la victoria en el oeste ninguno de los dos podía
ganar la guerra, pero poseyendo cada bando millares de soldados desparramados
en cientos de millas de territorio, era difícil (imposible en la Europa Occidental )
lograr una solo victoria decisiva a la manera de Jena o de Sadowa; incluso una
“gran ofensiva”, metódicamente proyectada y preparada con meses de
anticipación, se desintegraba usualmente en cientos de acciones bélicas a
pequeña escala e iba, también generalmente, acompañada de una ruptura casi
total de las comunicaciones.
Si bien
la línea del frente podía avanzar o retroceder en ciertos sectores, la falta de
medios para conseguir una verdadera penetración permitía a cada bando movilizar
y traer reservas, más granadas, alambre de púa y artillería, a tiempo para el
próximo choque que acabaría en un punto muerto. Hasta un período más avanzado
de la guerra, ningún ejército fue capaz de descubrir la manera de hacer pasar
sus propias tropas a través de las defensas enemigas, con frecuencia de seis
kilómetros de profundidad, sin exponerse a devastadores contrataques o
destrozando tanto el suelo con bombardeos previos que era difícil avanzar.
Incluso cuando un ocasional ataque por sorpresa rompía las primeras líneas
enemigas de trincheras, no había un equipo especial para explotar esta ventaja;
las vías férreas estaban a kilómetros en retaguardia, la caballería era
demasiado vulnerable (y dependiente de los suministros de forraje), los
soldados de infantería no podían ir muy lejos y la actividad vital de la
artillería era limitada por los largos convoyes de carros tirados por caballos.
Por otra
parte, la guerra naval se encontraba en un punto muerto. Los aliados
controlaban los océanos, donde sólo tenían que hacer frente a algunos ataques
aislados, pero en el mar del Norte las flotas británica y alemana se hallaban
frente a frente totalmente inmovilizadas. El único intento de entrar en
batalla, se produjo en 1916, en Jutlandia, y concluyó sin resultado decisivo,
pero en la medida que recluyó en sus bases a la flota alemana, puede afirmarse
que favoreció a los aliados. La perspectiva de más encuentros era reducida por
la amenaza planteada a los barcos de guerra por las minas, los submarinos y los
ataques de aviones o zepelines. Los
comandantes navales de ambos bandos fueron cada vez más reticentes a sacar sus
flotas, a menos (circunstancia sumamente improbable) que supiesen que barcos
enemigos se acercaban a la propia costa.
Ambos
bandos confiaban en la tecnología. Los alemanes –que siempre se habían
destacado en el campo de la química- fueron los primeros en utilizar gas tóxico
en el campo de batalla, donde demostró ser monstruoso e ineficaz, dejando como
secuela el único auténtico acto de repudio oficial humanitario contra una forma
de hacer la guerra, la
Convención de Ginebra de 1925, en la que el mundo se
comprometió a no utilizar la guerra química. En efecto, aunque todos los
gobiernos continuaron fabricando armas químicas y creían que el enemigo la
utilizaría, ninguno de los bandos recurrió a su empleo durante la Segunda Guerra
Mundial, aunque los sentimientos humanitarios no impidieron que los italianos,
españoles y japoneses emplearan gases tóxicos en sus guerras coloniales.
Ambos
bandos usaron los nuevos y todavía frágiles aeroplanos y Alemania utilizó
curiosas aeronaves en forma de cigarro (los zepelines), cargadas de helio, para
experimentar el bombardeo aéreo, aunque afortunadamente sin mucho éxito. Si
bien cuando, en 1918, la aviación comenzó a ser utilizada con imaginación
proporcionó algunos resultados efectivos, no sólo como localizadora para la
artillería o en misiones de reconocimiento, sino también interviniendo
directamente en misiones de apoyo a los combates en tierra utilizando bombas y
ametralladoras, en esta guerra el avión no alcanzó a jugar un papel decisivo.
También
se utilizó la innovación tecnológica en las tácticas terrestres. El blindado
fue la respuesta a la ametralladora, las trincheras y la trampa mortal que
constituía la temible “tierra de
nadie”, al dar al soldado atacante un medio protegido de maniobra.
Pero los estrategas tradicionales, que tenían en su haber una pesada carga de
vidas humanas inmoladas en estériles ofensivas, seguían mostrándose reacios a
admitir la posibilidad de que existieran mejores medios, con la inevitable
inferencia de que esta mejor forma hubieses debido ser creada antes. El tanque
fue sugerido a finales de 1914; se lo diseño, en embrión, en 1915, y entró en
combate en setiembre de 1916, aunque en pequeño número. No fue sino hasta
noviembre de 1917 que los tanquistas británicos fueron autorizados –en Cambrai-
a organizar un ataque blindado en gran escala, que pudo haber sido un éxito completo
si el Alto Mando lo hubiese hecho continuar hasta el fin aprovechando las
reservas disponibles. Sin embargo, hasta el año 1918 el tanque no hizo su
entrada en el campo de batalla del Frente Occidental.
La única
arma tecnológica que tuvo importancia para el desarrollo de la Gran Guerra fue el
submarino, pues ambos bandos, al no poder derrotar al ejército oponente en el
campo de batalla, trataron de provocar el hambre entre la población enemiga.
Dado que Gran Bretaña recibía por mar todos los suministros, parecía posible
provocar el estrangulamiento de las Islas Británicas mediante una actividad
cada vez más intensa de los submarinos contra los navíos mercantes aliados. La
campaña de ataques submarinos contra el comercio era lenta y agotadora, y sus
verdaderos éxitos podían mediarse comparando el tonelaje de los barcos
mercantes hundidos con el de los construidos en los astilleros aliados y,
además, con el número de submarinos destruidos. No era una forma de guerra que
prometiese rápidas victorias.[v]
No
obstante, la campaña estuvo a punto de triunfar en 1917, antes de que fuera
posible contrarrestarla con eficacia, pero fue el principal argumento que
motivó la participación de los Estados Unidos en la guerra. Por su parte, los
británicos trataron por todos los medios de impedir el envío de suministros a
Alemania a fin de asfixiar su economía de guerra y provocar el hambre entre su
población. Tuvieron más éxito de lo que cabía esperar, pues, la economía de
guerra alemana no funcionaba con la eficacia y racionalidad de la que se
jactaban los germanos. No puede decirse lo mismo de la maquinaria militar
alemana que era muy superior a todas las demás.
La
superioridad del ejército alemán como fuerza militar podía haber sido decisiva
si los aliados no hubieran podido contar a partir de 1917 con los recursos
prácticamente ilimitados de los Estados Unidos. Su fuerza productiva, fomentada
por los pedidos de guerra aliados por miles de millones de dólares, no tenía
igual. Su potencia industrial total y su parte en la producción manufacturera
mundial eran dos veces y media más grandes que la que poseía la economía
alemana. Podía construir cientos de buques mercantes, exigencia vital en un año
en que los submarinos hundían mensualmente más de 500.000 toneladas de navíos
británicos y aliados. Podía construir destructores en el asombroso tiempo de
tres meses. Producía la mitad de las exportaciones mundiales de comestibles,
que ahora podían ser enviados a Francia y a Italia, lo mismo que a su
tradicional mercado británico.
Por
consiguiente, en términos de poder económico, la intervención de los Estados
Unidos en la guerra transformó completamente los equilibrios y compensó
sobradamente el colapso de Rusia en la misma época.[vi]
Alemania,
a pesar de la carga que suponía la alianza con Austria alcanzó la victoria
total en el este, consiguió que el Imperio Zarista abandonara las hostilidades,
y precipitó a Rusia en la revolución y en 1917 – 1918 le hizo renunciar a una
gran parte de sus territorios europeos. Poco después de haber impuesto a Rusia
unas duras condiciones de paz en Brest-Litovsk (marzo de 1918), el ejército
alemán se vio con las manos libres para concentrarse en el oeste y así
consiguió romper el frente occidental y avanzar de nuevo sobre París. Aunque
los aliados se recuperaron gracias al envío masivo de refuerzos y pertrechos
desde los Estados Unidos, durante un tiempo pareció que la suerte de la guerra
estaba decidida. Sin embargo, era el último esfuerzo de una Alemania al borde
de la derrota. Cuando los aliados comenzaron a avanzar en el verano de 1918, la
conclusión de la guerra fue sólo cuestión de una pocas semanas.
Las
potencias centrales no sólo admitieron la derrota sino que se derrumbaron. En
el otoño de 1918, la revolución estalló en toda la Europa central y
suroriental, como un año antes había barrido a Rusia.
La Gran
Guerra terminó el 11 de noviembre de 1918. Había durado 1.563 días, había
acabado con las vidas de alrededor de diez millones de soldados, herido a
veinte millones más y devorado más de trescientos mil millones de dólares de
las reservas mundiales. Destruyó imperios y destruyó dinastías: los
Hohenzollern en Alemania, los Hausburgo en Austria, los Romanov en Rusia. En
las horas finales de la guerra, nacían nuevos regímenes en Viena, Varsovia, Budapest,
Praga y Dublín, mientras los revolucionarios lanzaban vivas en las calles de
Berlín y San Petersburgo.
Una
extraña quietud se instaló en los frentes de batalla, un amargo heraldo de dos
décadas de tenso armisticio en la guerra de los Treinta Años del siglo XX.
Refiriéndose
al balance de la Gran
Guerra , el historiador militar Paul Kennedy anota lo
siguiente: “Aunque sería
completamente equivocado sostener que el resultado de la Primera Guerra
Mundial estaba predeterminado, las pruebas presentadas aquí sugieren que el
desarrollo total de aquel conflicto –el primitivo punto muerto entre los
bandos, la ineficacia de la participación italiana, el lento agotamiento de
Rusia, el carácter decisivo de la intervención americana para mantener las presiones
aliadas, y el colapso de las potencias centrales- estuvo íntimamente
relacionado con la producción económica e industrial y con las fuerzas
eficazmente movilizadas que cada alianza tuvo a su disposición durante
diferentes fases de la lucha. Desde luego, los generales tuvieron que dirigir
(o mal dirigir) sus campañas, las tropas tuvieron que apelar al valor moral de
los individuos para atacar las posiciones enemigas, y los marinos tuvieron que
soportar la guerra en el mar; pero la Historia indica que estas cualidades y talentos
existieron en ambos bandos y no fueron disfrutados en medida desproporcionada
por una de las coaliciones. Lo que fue disfrutado por un bando, particularmente
después de 1917, fue una marcada superioridad en fuerzas productivas. Como en
anteriores y largas guerras de coalición, aquel factor resultó, al fin,
decisivo.”[vii]
[i] HOBSBAWN, E. J.: “Historia
del siglo XX” Ed. Crítica. Bs. As.
1999. Pág. 30
[ii] ELIOT, George Fielding: “Panorama
general de la guerra”, en Vicent J. Esposito, “Breve historia de la Primera Guerra Mundial”, Ed. Diana, México,
1979, Págs. 17 a 48, Pág. 21.
[iii] HOBSBAWN, E. J.: Op. Cit.
Pág. 34 y 35
[iv] FERRO, Marc: “La gran guerra
1914 – 1918” Ed. Alianza, Madrid, 1970. Pág. 34.
[v] KENNEDY, Paul: “Auge y Caída de las Grandes Potencias” Ed. Plaza
& Janes / Cambio 16. Barcelona 1988. Pág. 329.
[vii] KENNEDY, Paul: Op. Cit.
Pág. 346
No hay comentarios:
Publicar un comentario