lunes, 14 de abril de 2014

CRISTINA KIRCHNER NECESITA UN CÁMPORA

SEGUNDAS OPORTUNIDADES

Si algo ha demostrado Cristina Fernández de Kirchner es una enorme vocación de poder, es por eso que ni ella ni nadie se la imagina retirándose, en 2015, a cuidar los nietos y admirar el glaciar Perito Moreno en su “rincón en el mundo” como ella denomina a la localidad patagónica de Calafate.

En realidad Cristina será una mujer aún joven con 62 años al finalizar su segundo mandato puede aspirar normalmente a dos nuevos mandatos a partir de 2019. El lector sabe que ahora los sesenta son los nuevos cincuenta y después de todo Ronald Reagan asumió su primera presidencia con 73 años, sobrevivió a las heridas provocadas por un atentado contra su vida y cumplió dos mandatos presidenciales. Hipólito Yrigoyen asumió su segunda presidencia con 76 años y probablemente la hubiera completado en 1934 si no se hubiera cruzado en su camino el general José F. Uriburu, en 1930. Incluso Juan D. Perón asumió su tercera presidencia a los 77 años (en realidad tenía 79), aunque no logró concluirla.

Así, que de no mediar alguna complicación médica o un inoportuno infortunio Cristina Kirchner, por ese entonces con 66 años, podría muy bien aspirar a dos nuevos mandatos antes de concluir su vida pública. Para ello, además de suerte y votos, Cristina necesita una especie de “delegado personal” para que le cuide el sillón presidencial entre 2015 y 2019. Alguien que cumpla el mismo papel que Héctor J. Cámpora desempeñó para Perón a comienzos de la década de los años sesenta. Alguien que tenga la cuota exacta de la lealtad servil y obediencia suicida que en su momento demostró el odontólogo de San Andrés de Giles.

Repasemos un poco la historia para los desmemoriados o mejor aún para los lectores que tuvieron la fortuna de no haber vivido esos sucesos porque aún no habían nacido.

LA HISTORIA DEL TÍO CÁMPORA

En 1966, los militares dieron un golpe de Estado desplazando de la presidencia al radical Arturo U. Illia e inauguraron una “dictablanda” –no tan blanda- que denominaron “Revolución Argentina”. El verdadero propósito que guiaba a los militares golpistas era impedir que el presidente Illia levantara la proscripción impuesta por las FF. AA. al peronismo y convocará a elecciones libres. Los militares estaban determinados a impedir que Juan D. Perón retornara al país y mucho más a que volviera a ser presidente. Si era necesario, las FF. AA. harían el supremo sacrificio de gobernar el país por los siguientes veinte años hasta que Perón muriera en su exilio madrileño. Ustedes saben por aquello de “muerto el perro…”

El plan era bueno, pero siempre que el pobre se divierte el diablo mete la cola. Era la muy convulsionada década de los sesenta con sus minifaldas, pelo largo y The  Beatles. Cuando el Che Guevara y su “Armada Bracaleone” caminaban hacia la muerte en Bolivia, cuando el Mayo Francés del 68 alentaba las rebeldías juveniles y Fidel Castro financiaba y armaba a cuanto grupo de inconformes quería jugar a la “lucha armada” en América Latina.

El descontento juvenil era fogoneado por un gobierno militar que consideraba al país como un inmenso cuartel, mandaba a la policía a apalear a los estudiantes de la UBA en la “noche de los bastones largos”, clausuró el arte del Instituto Di Tella, censuró hasta al caustico humor de Tía Vicenta, desconfiaba del cabello demasiado largo, de las faldas demasiado cortas y de los pantalones demasiado anchos –“pata de elefante”- que por entonces vendía la tradicional sastrería Thompson y Williams.

En este contexto la paz social no podía durar mucho y no duró. En mayo de 1969 se incendió Córdoba y las llamas de la insurrección se propagaron por el resto del país. Amplios sectores de la izquierda interpretaron que estaban dadas las “condiciones objetivas” para que la revolución triunfara y se sumaran también a la “lucha armada”.

Pronto el país se vio azotado por un vendaval de “copamientos” a localidades, ataques a cuarteles y dependencias policiales, secuestros extorsivos, asesinatos, atentados explosivos, robos a entidades bancarias y camiones de transporte de caudales.

Las huelgas, protestas estudiantiles y acciones guerrilleras sacudieron al país. Pronto los militares más lúcidos entendieron el mensaje. Había algo peor que el regreso de Perón y era que el viejo líder –que después de todo era un militar, aunque algo fascista y sobre todo anticomunista- muriera en el exilio y que esos jóvenes que atacaban cuarteles en nombre del peronismo –aunque conocían más de las ideas de Marx que de las “Veinte verdades peronistas” o de la “Comunidad Organizada”- mientras practicaban el foquismo castro-guevarista, se convirtieran en sus herederos.

Era necesario que el viejo general desenmascarase a estos “infiltrados” que practicaban el entrismo en el peronismo. Claro está que Perón no estaba dispuesto a realizar esta concesión en forma gratuita. Él tenía su precio, con más de setenta años a cuestas, pretendía retornar al país y recobrar su lugar en la historia antes de morir.

Comenzó así una interesantísima puja de poder entre dos generales. Alejandro A. Lanusse, el último gran caudillo militar, por ese entonces Comandante en Jefe del Ejército y presidente de facto de la Argentina por un lado. En el otro rincón se situaba, Juan D. Perón dos veces presidente de la Nación y desde hacía 17 años forzado a vivir en el exilio por sus propios camaradas de las FF. AA.

Si bien Lanusse controlaba a las FF. AA. había un sector de los uniformados que desconfiaba de sus verdaderas intenciones. No sospechaban que Lanusse tuviera alguna simpatía secreta hacia Perón. Sabían que siempre había sido un “gorila” consumado. Había participado del intento de golpe de Estado encabezado por el general Benjamín Menéndez en 1951. Tras el fracaso de la intentona purgó cuatro largos años de cárcel en duras condiciones tanto para él como para su familia. La Revolución Libertadora, en septiembre de 1955, lo reintegró a las filas del Ejército pero el rechazo al peronismo lo acompañaría por el resto de sus días.

Pero algunos militares creían que era demasiado blando al tratar con Perón o incluso que el viejo general era más astuto que él y que había logrado llevarlo a su juego. Otros militares desconfiaban de Lanusse por razones aún más sólidas. Sabían de su aspiración –no demasiado secreta- a convertirse en el próximo presidente constitucional. Lanusse intentaba repetir la experiencia de Agustín P. Justo que se alzó con la presidencia en 1932 con una combinación de fraude electoral y proscripción al radicalismo, en ese entonces la fuerza populista con mayor caudal electoral. De ser necesario, también podía recurrir a la treta de Arturo Frondizi, en 1958, que negoció un “pacto electoral” con Perón, donde este puso los votos y Rogelio Frigerio y un grupo de empresarios amigos financiaron el exilio de Perón en España.

Todo el entramado de Lanusse dio en llamarse “Gran Acuerdo Nacional” –GAN-, pero como dijo Perón sobre él: “sólo estuvo en la mente de algunos…”

Lo cierto es que mientras Lanusse y Perón jugaban a las escondidas cambiándose enviados oficiales y oficiosos, ofertas económicas, amenazas y denuncias ante la prensa. En Argentina los tiempos se acortaban, la violencia de la guerrilla aumentaba sin tregua y la paciencia de los militares se agotaba.

Finalmente, en julio de 1972, Lanusse se vio obligado a terminar con la farsa y a poner reglas claras. Proscribió a Perón al precio de su propia proscripción.

En un durísimo discurso pronunciado en el Colegio Militar de la Nación el 27 de julio, dijo la histórica frase de que a Perón no le da el cuero para regresar al país. El 7 de julio el gobierno militar había establecido que quienes aspirarán a ocupar cargos electivos en el próximo gobierno constitucional debían renunciar a sus cargos en el gobierno de facto y residir en el país a partir del 25 de agosto de ese año y hasta las elecciones nacionales previstas para el 11 de marzo de 1973.

Lanusse no abandonaría la presidencia de facto y por tanto no sería candidato presidencial. Si Perón quería ser candidato debería regresar al país y permanecer en él hasta el día de los comicios. En esta forma, una vez confirmada la voluntad de Perón de volver a ser presidente, los militares siempre podrían anular las elecciones con cualquier excusa e incluso detener y confinar al viejo general. Parecía la trampa perfecta para impedir a Perón ser presidente, pero ni Lanusse ni el resto de lo militares antiperonistas contaron con que el viejo líder sacaría de su manga a Cámpora.

Hasta ese momento, Héctor J. Cámpora era el Delegado Personal de Perón. Una suerte de mensajero que llevaba las órdenes del general a los miembros del movimiento y le comunicaba a él conversaciones reservadas que mantenía en su nombre con otros dirigentes políticos no peronistas y especialmente con los miembros de la Junta Militar.

La gran ventaja que Cámpora tenía frente a otros dirigentes justicialistas para Perón, era su lealtad y obsecuencia casi perruna y el hecho de que carecía casi de amigos o apoyos dentro del peronismo. Cámpora, en 1943, era el intendente conservador de la pequeña localidad bonaerense de San Andrés de Giles, fue uno de los primeros en comprender que el joven coronel Perón era la figura política más prometedora del momento. Luego la amistad de su esposa con Evita y sus recorridas por la noche porteña junto a Juancito Duarte lo convirtieron en presidente de la Cámara de Diputados donde supo disciplinar con mano de hierro a figuras políticas del naciente peronismo de mucho mayor talento y experiencia  que él.

En 1952, tras la muerte de Evita y al poco tiempo el “suicidio” de Juan Duarte su estrella política se apagó. Luego en 1955 conoció la cárcel, participó de la histórica fuga del Penal de Usuahía junto a Jorge Antonio, John W. Cooke y Guillermo Patricio Kelly. Gracias a una amnistía sancionada por el presidente Arturo Frondizi retornó a San Andrés de Giles y a su profesión de odontólogo.

En 1971, Perón lo rescató de su ostracismo político nombrándolo Delegado Personal en reemplazo de Daniel Paladino que había sucumbido a los encantos y promesas de Alejandro Lanusse.

Los dirigentes históricos del peronismo recordaban su paso por la Cámara de Diputados además de sus vínculos con Juan Duarte y lo despreciaban. Los sindicalistas le reprochaban que se hubiera mantenido apartado de la “resistencia peronista” durante los años más duros y por otra parte, tenían su propio candidato: Antonio Cafiero.

Así que Cámpora haría todo lo que Perón le indicara y sólo lo que Perón le indicara, además, cualquier amago eventual de rebeldía carecería de apoyos dentro del peronismo.

Entonces Perón decidió convertir a Cámpora en presidente de la Nación. Pero no por cuatro años –Perón no disponía de tanto tiempo ni de tanta paciencia- sino tan solo por algunos meses. Después que los militares entregaron el gobierno y retornaron a los cuarteles, Perón, juzgando acertadamente de que las FF. AA. no contaban con apoyo para dar un nuevo golpe de Estado, desplazó a Cámpora –al que mando de embajador a México para sacarlo del país- y se instaló cómodamente en el sillón de Rivadavia. Inmediatamente metió en cintura a la “tendencia revolucionaria” que había osado desafiarlo –asesinando a José I. Rucci- y a la que hizo pasar en menos de un año de “juventud maravillosa” a “infiltrados”. Pero eso es otra historia.

TRAGARSE EL SAPO

Es por todo eso que Cristina Kirchner debería buscar su propio Cámpora, un dirigente kirchnerista lo suficientemente fiel y carente de apoyos políticos dentro del peronismo como para no alimentar ningún sueño de independencia o permanencia una vez instalado en la presidencia. El problema para Cristina es que ninguno de sus posibles herederos cumple con estas condiciones. Todos tienen algún defecto: o no son lo suficientemente dóciles, o no son totalmente dependientes de su influencia o son demasiado ambiciosos y alimentan su natural paranoia.

Daniel Scioli, el kirchnerista con mayores posibilidades electorales para sucederla es quien despierta mayor desconfianza en ella. Por un lado lo considera muy poco kirchnerista y sabe que el gobernador de la provincia de Buenos Aires dice a quien quiera escucharlo –tanto dentro como fuera del país- que una vez en la presidencia corregirá los “errores” de Cristina.

Además, Scioli es resistido por la mayoría de los dirigentes kirchneristas, por las organizaciones de derechos humanos y por los jóvenes de la Cámpora. Difícilmente los sectores de izquierda que hoy apoyan al “modelo” acaten disciplinadamente la orden de apoyar la candidatura del gobernador bonaerense.

El resto de los candidatos, como el entrerriano Sergio Uribarri, el ministro del Interior Florencio Randazzo o el inefable Aníbal Fernández, no despiertan la adhesión de nadie ni siquiera la de ella.

Por lo tanto, sin un Cámpora, Cristina no tendrá candidato y sin un candidato presidencial amigo tampoco podrá aspirar a una banca en el Senado de la Nación que la proteja de la persecución judicial después de diciembre de 2015, mucho menos tendrá posibilidad de retornar al poder en 2019.

Quizá después de todo será preferible para asegurar su futuro que Cristina tome valor, se “trague el sapo” y apoye la candidatura de Daniel Scioli como el mal menor.        

 

 

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