Mali, antaño modelo de estabilidad en África Occidental, se ha convertido hoy en el epicentro de una tormenta perfecta: golpes de Estado encadenados, avance yihadista, fractura étnica, y la sustitución del poder occidental por la influencia militar rusa.
Contenido:
A cinco años del derrocamiento del presidente
Ibrahim Boubacar Keïta, Mali es un Estado fallido que presenta un mosaico de
zonas sin ley donde los grupos terroristas y las milicias paramilitares se
disputan el control del territorio, mientras el Estado maliense se reduce a un
cascarón en torno a su capital.
El
origen de un Estado fallido
Desde su independencia de Francia en 1960, Mali ha
transitado entre regímenes militares, promesas democráticas y crisis económicas
crónicas. Los enfrentamientos con la minoría tuareg del norte —que reclama un
Estado propio, Azawad— han sido una constante. En 2012, la caída del régimen de
Gadafi en Libia trajo a Mali un aluvión de combatientes tuaregs y arsenales
enteros. Su alianza inicial con los islamistas de Al Qaeda en el Magreb
Islámico (AQMI) derivó en una guerra interna por el control del norte, preludio
del colapso del Estado.
Francia intervino en 2013 con la Operación Serval,
luego Barkhane, para evitar que los yihadistas tomaran Bamako. Pero, pese a la
superioridad militar gala, la insurgencia se adaptó y expandió su radio de
acción hasta Burkina Faso y Níger. El Sahel se convirtió en el nuevo frente
global del terrorismo islámico.
De la
tutela francesa a la protección rusa
La creciente hostilidad popular hacia la presencia
francesa y el fracaso de la estrategia militar occidental prepararon el terreno
para un nuevo giro geopolítico. Los golpes de Estado de 2020 y 2021, ambos
encabezados por el coronel Assimi Goïta, consagraron la ruptura con París y el
acercamiento a Moscú.
En 2021, la junta militar expulsó a las tropas
francesas y, dos años después, también a la misión de la ONU (MINUSMA). En su
lugar aterrizó el grupo paramilitar ruso Wagner, rebautizado, en 2024, como Africa
Corps, un cuerpo armado dependiente del Ministerio de Defensa ruso. Según
fuentes occidentales, más de un millar de sus mercenarios operan en Mali como “asesores”,
aunque su verdadero papel se asemeja al de una guardia pretoriana del régimen.
Su método combina operaciones militares brutales y
la explotación económica de recursos naturales —especialmente el oro— como
forma de financiación. Varios informes internacionales documentan masacres de
civiles atribuidas a las fuerzas conjuntas malienses y rusas, particularmente
en la región de Mopti.
El 25 de julio de 2024, una operación en el norte,
cerca de la frontera con Argelia, se saldó con una debacle: decenas de rusos y
soldados malienses muertos o capturados por rebeldes tuaregs del Marco
Estratégico Permanente para la Defensa del Pueblo Azawadiano (CSP-DPA). Las
imágenes difundidas mostraron vehículos blindados chinos destruidos y
prisioneros rusos, un golpe propagandístico devastador para Moscú y Bamako.
El
auge del yihadismo
Mientras la junta estrechaba lazos con Rusia, el
país caía en un espiral de violencia. En el norte y centro operan al menos
cuatro grupos principales separados por rivalidades tribales y religiosas:
- Jama’at Nasr al-Islam
wal-Muslimin (JNIM),
vinculado a Al Qaeda y dirigido por Iyad Ag Ghali, controla vastas zonas
rurales.
- Estado Islámico en el
Gran Sáhara (EIGS),
escisión rival del anterior, responsable de ataques masivos en la frontera
con Níger.
- Ansar Dine y Movimiento por la Unidad y la Yihad en
África Occidental (MUYAO), más fragmentados, mantienen presencia
residual.
El JNIM ha impuesto desde septiembre de 2025 un
bloqueo económico sobre Bamako, interceptando camiones de combustible que
provienen de Senegal y Costa de Marfil. Su objetivo: asfixiar la capital. Las
consecuencias son dramáticas: escasez de gasolina, mercados desabastecidos,
cierre de escuelas y hospitales, y un auge del mercado negro.
La ejecución pública de Mariam Cissé, una joven
influencer que apoyaba al Ejército, simboliza la brutalidad del conflicto. Los
milicianos del JNIM la secuestraron y asesinaron ante cientos de personas en la
ciudad de Tonka. Su muerte es reflejo de una estrategia de terror destinada a
quebrar cualquier apoyo popular al régimen.
El “Afganistán
del Sahel”
El avance de los yihadistas hasta los alrededores de
Bamako marca un punto de inflexión. Analistas europeos hablan de un “Afganistán
del Sahel”: un Estado desmembrado donde el poder militar apenas sobrevive
gracias al apoyo extranjero. La Unión Africana ha pedido una “respuesta
internacional robusta y coherente” ante la expansión del extremismo,
mientras Estados Unidos y la Unión Europea recomiendan a sus ciudadanos
abandonar el país.
Según el coronel español Ignacio Fuente Cobo, “la
presencia rusa no ha aumentado la seguridad; al contrario, ha alimentado la
decepción y las dudas sobre su eficacia. Los franceses, al menos, mantenían a
los yihadistas alejados de la capital”.
Fracturas
regionales y tensiones geopolíticas
El caos maliense desborda sus fronteras. Argelia,
que durante años medió en los acuerdos de paz con los tuaregs, ha roto
relaciones diplomáticas con Bamako tras el derribo de un dron maliense en su
espacio aéreo. Mali, Níger y Burkina Faso —los tres gobernados por juntas
militares— han respondido con la creación de la Alianza de Estados del Sahel,
una coalición político-militar que cuenta con respaldo de Moscú.
En este tablero, Marruecos también ha movido ficha:
entrena a soldados malienses y ofrece cooperación militar, lo que ha irritado a
Argel. Francia y España, mientras tanto, intentan reforzar su presencia en
Mauritania, último bastión de estabilidad en el oeste del Sahel, temerosos de
que el caos avance hacia el Atlántico y amenace las rutas migratorias y
comerciales hacia Europa.
El
costo humano del colapso
Más de dos millones de malienses se han visto
desplazados por la violencia, y las cifras de muertos superan los 15.000, desde
2012. La inseguridad alimentaria afecta a casi la mitad de la población y la
gobernanza estatal ha desaparecido de dos tercios del territorio. Las aldeas
del norte viven bajo la ley islámica impuesta por los yihadistas; las del
centro, bajo el miedo a las represalias del ejército o de los mercenarios
rusos.
La “yihad económica”, como la llaman los
analistas locales, ha paralizado la vida cotidiana: “Todo depende del
carburante. Si cortas el suministro, el país entero lo sufre”, confiesa
Alassane, empleado de una ONG en Bamako.
Un
futuro incierto
El coronel Goïta, que prometió elecciones para 2022
y luego las pospuso indefinidamente, se aferra al poder en un país exhausto.
Rusia, pese a los fracasos del Africa Corps, ha afianzado su influencia
diplomática y económica. Pero el control territorial efectivo sigue en manos de
los yihadistas.
Mali, que alguna vez fue símbolo del renacimiento
democrático africano, se ha transformado en un escenario donde las potencias
extranjeras libran una guerra por delegación y la población civil paga el
precio del abandono.
En palabras del investigador Bakary Sambe, del
Instituto Timbuktu: “El Estado
maliense ya no controla nada. Bamako es una isla sitiada en medio de un mar de
violencia”.
El Sahel, advierten los expertos, podría ser el
próximo gran frente de inestabilidad global: una franja de desierto, pobreza y
armas, donde el fracaso de Mali amenaza con arrastrar a toda África Occidental
hacia el abismo.






