Las recientes elecciones presidenciales plagadas
de irregularidades realizadas en la república de Bielorrusia han abierto las
puertas a una revuelta popular exigiendo el alejamiento de triunfador el
dictador Alexander Lukashenko en el poder desde hace 26 años.
El
verano de 2020 será difícil d olvidar para los europeos. A los efectos de la
pandemia del virus covid 19, que paralizó la economía mundial y que no termina
de generar contagios y muertos se suma la explosiva situación en el Mediterráneo
Oriental con las crecientes tensiones entre dos países miembros de la OTAN:
Turquía y Grecia. El conflicto amenaza con expandirse después de la intervención
de Francia e Israel. La crisis se desató con la reanudación de las
exploraciones turcas en búsqueda de gas en el estrecho que separa su costa de
la provincia de Antalya y la isla de Chipre, un territorio dividido y en disputa
entre las comunidades turcochipriotas y grecochipriotas.
También
en Europa Oriental pero en su extremo Norte, la exrepública soviética de
Bielorrusia parece estar viviendo las conmociones generadas por una “Revolución
de Colores”, tras el fraude en los comicios del pasado 9 de agosto.
Como
se recordará la denominación de “Revolución de Colores” se aplica a una
serie de movilizaciones políticas, en el antiguo espacio soviético, llevadas a
cabo para desplazar del poder a líderes autoritarios acusados de violar los
derechos humanos, las libertades individuales y/o amañar las elecciones, además
de otras prácticas dictatoriales y corruptas.
En el
caso bielorruso, el dictador cuestionado es Alexander Lukashenko, un antiguo apparatchik
de la nomenclatura soviética que pasó de director de una granja colectivos (Koljós)
en Gorodets, a ingresar en 1990 al Soviet Supremo de la República Socialista
Soviética de Bielorrusia como diputado y desde allí a la presidencia de
Bielorrusia.
En
1994, Lukashenko obtuvo el 45% de los votos en la primera ronda de las
elecciones presidenciales como candidato independiente de una plataforma
política de carácter populista.
En los
veintiséis años siguientes, Lukashenko tras reformar la constitución,
estableció un opaco régimen dictatorial, que ostenta el extraño mérito de ser
la única economía planificada de Europa y bascula peligrosamente entre
Occidente y Moscú para sacar el máximo provecho de su particular situación
geoestratégica.
Bielorrusia,
desde el punto de vista geopolítico, ocupa una posición clave. Es una suerte de
“Estado tapón” situado entre Rusia y los países de la OTAN. Además, su
territorio enlaza por tierra el enclave ruso en el Báltico de Kaliningrado con
el resto del suelo ruso.
Debido
a esta situación geoestratégica clave, en 1999, el presidente ruso Boris
Yeltsin suscribió con Lukashenko el “Tratado de la Unión Estatal” que le
permitió al dictador bielorruso subsidiar a su economía con energía proveniente
de Rusia a precios preferenciales. El 95% de las necesidades energéticas bielorrusas
se satisfacen con gas, petróleo y electricidad proveniente de su vecino ruso.
Aunque
Lukashenko firmó el acuerdo nunca avanzó realmente en la integración económica
entre ambos estados ni accedió a las demandas de Vladimir Putin de instalar
bases militares rusas en su territorio.
Lukashenko
ganó en 1955 un referéndum para disolver el Parlamento y luego otro en 1196
para reformar la constitución y asegurarse la reelección indefinida y poderes
discrecionales.
Desde
entonces y hasta 2020, el presidente bielorruso ha sido reelegido en seis
ocasiones con porcentajes superiores al 70% de los votos, resultados
controvertidos al ser considerados fraudulentos por la Organización para la
Seguridad y Cooperación Europea (OSCE) que impuso sanciones al país.
Frente
al aislamiento político y las sanciones impuestas por el Parlamento Europeo a
sus elecciones presidenciales fraudulentas, Bielorrusia reforzó sus lazos con
los países exsoviéticos de la Comunidad de Estados Independientes, China, la
Venezuela chavista, Corea del Norte, Irán e Irak.
A
mediados de 2019, cuando sus relaciones con el Kremlin se enfriaron, intentó un
acercamiento a los Estados Unidos que culminó este año cuando se reunió con el
Secretario de Estado Mike Pompeo, negociando la designación de un embajador
estadounidense en Minsk tras doce años de acefalía y la adquisición de petróleo
estadounidense para aliviar su dependencia energética de Rusia.
En los
comicios del pasado 9 de agosto, Lukashenko compitió contra tres mujeres que
representaban a sendos candidatos encarcelados. Svetlana Tijanovsky encarcelado
por el gobierno. Verónica Tsepkalo, esposa de Valery Tsepkalo, que antes se ser
detenido escapó a Moscú y la tercera es María Kolesnikova, que fue directora de
la campaña presidencial del banquero Viktor Babaryko, director general del
banco Belgasprombank, que está en prisión con su hijo Eduard, desde
junio y enfrentan cargos por corrupción que podrían acarrearles condenas de
cárcel de hasta quince años.
Lukashenko
que en los primeros años de su mandato gozó del apoyo popular, incluso recibió
el apodo de Batka (padre), especialmente en las zonas rurales y entre
las generaciones nostálgicas de los tiempos soviéticos.
Con el
paso del tiempo su gobierno fue tomando un carácter represivo, la oposición
sufrió acoso, se restringió la libertad de expresión, los detractores fueron
encarcelados o incluso asesinados por la KGB bielorrusa.
Hoy,
el régimen de Lukashenko ha perdido su impronta de terror y ya no controla como
antes a la población de casi diez millones de personas que viven en esa antigua
república soviética.
Es por
lo que, el anuncio oficial que adjudicaba al dictador Lukashenko el 80% de los votos
emitidos, seguido de Svetlana Tijanovskaya con tan solo el 6%, no resultó
creíble y la oposición denunció inmediatamente el fraude y ganó la calle en demanda
de nuevos comicios y de la renuncia del presidente.
Las
fuertes protestas callejeras se sucedieron todos los días pese a la intensa
represión de las tropas antimotines que dejaron un saldo de dos muertos,
decenas de manifestantes heridos y siete mil detenidos.
Sin
embargo, la rebelión siguió incrementándose aún más y la oposición organizó el domingo
16 de agosto la mayor concentración popular en la historia del país.
Putin
fue el primer jefe de Estado en felicitar al dictador bielorruso por su
reelección y también al primer líder extranjero a quien Lukashenko llamó en
búsqueda de apoyo ante el incremento de las protestas opositoras.
La
repercusión internacional del fraude electoral y la posterior rebelión popular
no se hizo esperar. La vocera de Exterior de la OSCE, María Adebahr subrayó que
los comicios del 9 de agosto “no cumplieron los estándares democráticos mínimos”
y no fueron “ni libres ni justas” y que el resultado oficial comunicado
por la Comisión Electoral “no se corresponde con la opinión real en el país.”
También
la canciller alemana Angela Merkel se comunicó con el presidente Vladimir
Putin, este martes (18.8.2020) para conversar sobre la situación en
Bielorrusia. Merkel comprende muy bien que Bielorrusia forma parte de la esfera
de interés y seguridad del Kremlin y que nada puede hacerse allí sin la aprobación
del presidente ruso y busca sumarlo a la solución de la crisis.
Por
último, los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea tratarán en una
cumbre por vídeo conferencia el miércoles 19 la “inaceptable” situación
en Bielorrusia como la califica la carta de invitación enviada a los primeros
mandatarios europeos.
La
internalización de la “Revolución de Color” en Bielorrusia y los
intereses rusos y europeos en esa república amenaza con desestabilizar a toda
la Europa Oriental.
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