Donald Trump en su segundo mandato
presidencial ha logrado situarse en el centro del escenario global. ¿Este este
hecho suficiente para que obtenga el premio Nobel a la Paz o incluso para ser
designado “Hombre del Año”. El debate está abierto
Contenido:
No
por consenso, ni por aplauso unánime o por estatura moral, sino por impacto,
capacidad de disrupción y centralidad política. Donald J. Trump vuelve a ocupar
el centro del escenario global y, le guste o no al mundo, define buena parte de
la agenda de 2025. Su figura domina la política estadounidense, condiciona a
aliados y adversarios, y actúa como un poderoso catalizador de transformaciones
que exceden con mucho las fronteras de Estados Unidos. Por esa razón —y no por
adhesión ideológica ni valoración moral— el presidente estadounidense debe ser
considerado el hombre del año.
El
regreso de Trump a la Casa Blanca, tras haber sido derrotado en 2020 y luego de
atravesar un período marcado por causas judiciales, enfrentamientos
institucionales y una polarización extrema que incluso ha llevado a un intento
de terminar con su vida; constituye un hecho de enorme densidad histórica. No
se trata únicamente de una alternancia política ni de un cambio de signo
partidario. Es la consagración de un fenómeno político persistente, resistente
al desgaste y capaz de reinventarse en condiciones adversas. El trumpismo,
lejos de diluirse tras su primera presidencia, se consolidó como una fuerza
estructural del sistema político estadounidense y encontró en 2024 la vía para
regresar al poder con mayor cohesión y con una agenda más definida.
Este
retorno ha reconfigurado el clima político interno. Trump ya no gobierna como
un outsider que irrumpe en Washington desconociendo sus códigos, sino como un
dirigente que ha aprendido a utilizar los resortes del Estado, a disciplinar a
su partido y a rodearse de cuadros leales. En 2025, su liderazgo es menos
improvisado y más consciente de sus objetivos. El presidente ha reducido el
margen de autonomía de la burocracia tradicional, ha impuesto su impronta sobre
el Partido Republicano y ha reforzado una lógica de confrontación permanente
que se ha convertido en el eje del debate público.
El
trumpismo, en este segundo mandato, se presenta como una propuesta de orden
frente a lo que describe como el caos heredado. Trump habla a sectores amplios
de la sociedad estadounidense que se sienten desplazados por la globalización,
por la transformación cultural acelerada y por unas élites políticas y
económicas a las que perciben como distantes. Ese vínculo emocional, más que
programático, explica buena parte de su fortaleza. El presidente no solo
canaliza el malestar; lo organiza políticamente y lo convierte en una identidad
colectiva reconocible, capaz de sostenerse en el tiempo.
La
polarización, lejos de atenuarse, se ha profundizado. Trump no busca reducirla
ni administrarla: la utiliza como herramienta de gobierno. Su liderazgo obliga
a tomar partido, a definirse a favor o en contra, y desplaza el centro de
gravedad del debate hacia dilemas fundamentales sobre soberanía, identidad
nacional, inmigración, globalización y el papel del Estado. En ese sentido,
Trump no solo gobierna Estados Unidos: impone temas, lenguajes y marcos
interpretativos que se replican en otros países.
El
impacto internacional de su regreso ha sido inmediato. En política exterior,
Trump ha reafirmado una visión transaccional y pragmática, en la que los
compromisos multilaterales quedan subordinados al interés nacional entendido en
términos estrictos. La presión sobre los aliados de la OTAN para que aumenten
su gasto militar, el cuestionamiento de organismos internacionales y el uso de
la política comercial como instrumento de poder han alterado equilibrios que
parecían consolidados desde el final de la Guerra Fría.
Europa
ha debido acelerar debates largamente postergados sobre su autonomía
estratégica, consciente de que Estados Unidos ya no garantiza de manera
automática su rol de paraguas defensivo. América Latina observa una Casa Blanca
menos interesada en la retórica democrática y más enfocada en resultados
concretos en materia de comercio y control migratorio. En Asia, la relación con
China se ha definido definitivamente como una competencia estratégica total, no
solo comercial, sino también tecnológica y geopolítica.
Trump
no persigue el consenso internacional ni la construcción paciente de acuerdos
multilaterales. Persigue ventajas. Su diplomacia se basa en la presión directa,
en la amenaza creíble y en la negociación personalizada con líderes
extranjeros. Ese estilo, criticado por su imprevisibilidad, ha demostrado sin
embargo una notable capacidad para forzar movimientos en el tablero global. En
2025, ningún actor relevante ignora que una decisión tomada en Washington puede
alterar de forma abrupta cadenas de suministro, alianzas militares o mercados
financieros.
En
el plano interno, su forma de ejercer el poder continúa desafiando los
equilibrios institucionales tradicionales. Su relación conflictiva con la
prensa, su desconfianza hacia el aparato burocrático y su tendencia a
personalizar las decisiones han generado fricciones constantes con el Poder
Judicial y con sectores del establishment político. Pero esa misma tensión ha
reabierto debates de fondo sobre los límites del poder presidencial, el rol de
los jueces y la función de los medios en una democracia profundamente
fragmentada.
Trump
incomoda porque expone las fragilidades del sistema estadounidense. Su figura
funciona como un espejo que devuelve una imagen poco complaciente de una
democracia atravesada por desigualdades, resentimientos y una crisis de
representación. En ese sentido, su centralidad no es solo política, sino
también simbólica. Trump es, al mismo tiempo, causa y consecuencia de una
transformación más profunda.
El
último discurso del presidente, pronunciado desde la Casa Blanca y difundido en
cadena nacional, volvió a confirmar esa lógica de poder como narrativa
permanente. No fue un mensaje institucional en sentido clásico, sino una pieza
híbrida en la que se mezclaron balance de gestión, promesa de futuro y
confrontación política. Trump habló como gobierna: simplificando, polarizando y
personalizando. Reivindicó logros económicos, prometió un nuevo ciclo de
crecimiento y volvió a señalar a inmigrantes y élites políticas como
responsables de los problemas estructurales del país.
Incluso
medidas concretas, como el anuncio de un pago único para miembros de las
fuerzas armadas, fueron presentadas envueltas en un fuerte simbolismo
patriótico. La política pública aparece así convertida en gesto, en mensaje
identitario, en reafirmación de una idea de nación que Trump presenta como
amenazada y en proceso de recuperación bajo su liderazgo.
Ser
considerado el hombre del año no implica ser el más admirado ni el más
virtuoso. Implica ser el más influyente. En 2025, ninguna conversación
relevante sobre política internacional, economía global, democracia o soberanía
puede prescindir de Donald Trump. Sus decisiones generan adhesión fervorosa o
rechazo visceral, pero nunca indiferencia. Marca la agenda, condiciona
estrategias y obliga a reaccionar.
Trump
encarna el espíritu de una época signada por el cuestionamiento del orden
establecido, el ascenso de los nacionalismos y la crisis de las élites
tradicionales. Representa, con todas sus contradicciones, el signo de los
tiempos. Por eso, más allá de simpatías o rechazos, se impone como la figura
que mejor define el año político que atravesamos. El hombre del año 2025 no es
el más consensual, sino el más decisivo. Y en ese terreno, Donald J. Trump
sigue sin tener rivales.

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