viernes, 19 de diciembre de 2025

¿Debe ser el presidente Donald Trump considerado como “el hombre del año 2025”?


Donald Trump en su segundo mandato presidencial ha logrado situarse en el centro del escenario global. ¿Este este hecho suficiente para que obtenga el premio Nobel a la Paz o incluso para ser designado “Hombre del Año”. El debate está abierto

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No por consenso, ni por aplauso unánime o por estatura moral, sino por impacto, capacidad de disrupción y centralidad política. Donald J. Trump vuelve a ocupar el centro del escenario global y, le guste o no al mundo, define buena parte de la agenda de 2025. Su figura domina la política estadounidense, condiciona a aliados y adversarios, y actúa como un poderoso catalizador de transformaciones que exceden con mucho las fronteras de Estados Unidos. Por esa razón —y no por adhesión ideológica ni valoración moral— el presidente estadounidense debe ser considerado el hombre del año.

El regreso de Trump a la Casa Blanca, tras haber sido derrotado en 2020 y luego de atravesar un período marcado por causas judiciales, enfrentamientos institucionales y una polarización extrema que incluso ha llevado a un intento de terminar con su vida; constituye un hecho de enorme densidad histórica. No se trata únicamente de una alternancia política ni de un cambio de signo partidario. Es la consagración de un fenómeno político persistente, resistente al desgaste y capaz de reinventarse en condiciones adversas. El trumpismo, lejos de diluirse tras su primera presidencia, se consolidó como una fuerza estructural del sistema político estadounidense y encontró en 2024 la vía para regresar al poder con mayor cohesión y con una agenda más definida.

Este retorno ha reconfigurado el clima político interno. Trump ya no gobierna como un outsider que irrumpe en Washington desconociendo sus códigos, sino como un dirigente que ha aprendido a utilizar los resortes del Estado, a disciplinar a su partido y a rodearse de cuadros leales. En 2025, su liderazgo es menos improvisado y más consciente de sus objetivos. El presidente ha reducido el margen de autonomía de la burocracia tradicional, ha impuesto su impronta sobre el Partido Republicano y ha reforzado una lógica de confrontación permanente que se ha convertido en el eje del debate público.

El trumpismo, en este segundo mandato, se presenta como una propuesta de orden frente a lo que describe como el caos heredado. Trump habla a sectores amplios de la sociedad estadounidense que se sienten desplazados por la globalización, por la transformación cultural acelerada y por unas élites políticas y económicas a las que perciben como distantes. Ese vínculo emocional, más que programático, explica buena parte de su fortaleza. El presidente no solo canaliza el malestar; lo organiza políticamente y lo convierte en una identidad colectiva reconocible, capaz de sostenerse en el tiempo.

La polarización, lejos de atenuarse, se ha profundizado. Trump no busca reducirla ni administrarla: la utiliza como herramienta de gobierno. Su liderazgo obliga a tomar partido, a definirse a favor o en contra, y desplaza el centro de gravedad del debate hacia dilemas fundamentales sobre soberanía, identidad nacional, inmigración, globalización y el papel del Estado. En ese sentido, Trump no solo gobierna Estados Unidos: impone temas, lenguajes y marcos interpretativos que se replican en otros países.

El impacto internacional de su regreso ha sido inmediato. En política exterior, Trump ha reafirmado una visión transaccional y pragmática, en la que los compromisos multilaterales quedan subordinados al interés nacional entendido en términos estrictos. La presión sobre los aliados de la OTAN para que aumenten su gasto militar, el cuestionamiento de organismos internacionales y el uso de la política comercial como instrumento de poder han alterado equilibrios que parecían consolidados desde el final de la Guerra Fría.

Europa ha debido acelerar debates largamente postergados sobre su autonomía estratégica, consciente de que Estados Unidos ya no garantiza de manera automática su rol de paraguas defensivo. América Latina observa una Casa Blanca menos interesada en la retórica democrática y más enfocada en resultados concretos en materia de comercio y control migratorio. En Asia, la relación con China se ha definido definitivamente como una competencia estratégica total, no solo comercial, sino también tecnológica y geopolítica.

Trump no persigue el consenso internacional ni la construcción paciente de acuerdos multilaterales. Persigue ventajas. Su diplomacia se basa en la presión directa, en la amenaza creíble y en la negociación personalizada con líderes extranjeros. Ese estilo, criticado por su imprevisibilidad, ha demostrado sin embargo una notable capacidad para forzar movimientos en el tablero global. En 2025, ningún actor relevante ignora que una decisión tomada en Washington puede alterar de forma abrupta cadenas de suministro, alianzas militares o mercados financieros.

En el plano interno, su forma de ejercer el poder continúa desafiando los equilibrios institucionales tradicionales. Su relación conflictiva con la prensa, su desconfianza hacia el aparato burocrático y su tendencia a personalizar las decisiones han generado fricciones constantes con el Poder Judicial y con sectores del establishment político. Pero esa misma tensión ha reabierto debates de fondo sobre los límites del poder presidencial, el rol de los jueces y la función de los medios en una democracia profundamente fragmentada.

Trump incomoda porque expone las fragilidades del sistema estadounidense. Su figura funciona como un espejo que devuelve una imagen poco complaciente de una democracia atravesada por desigualdades, resentimientos y una crisis de representación. En ese sentido, su centralidad no es solo política, sino también simbólica. Trump es, al mismo tiempo, causa y consecuencia de una transformación más profunda.

El último discurso del presidente, pronunciado desde la Casa Blanca y difundido en cadena nacional, volvió a confirmar esa lógica de poder como narrativa permanente. No fue un mensaje institucional en sentido clásico, sino una pieza híbrida en la que se mezclaron balance de gestión, promesa de futuro y confrontación política. Trump habló como gobierna: simplificando, polarizando y personalizando. Reivindicó logros económicos, prometió un nuevo ciclo de crecimiento y volvió a señalar a inmigrantes y élites políticas como responsables de los problemas estructurales del país.

Incluso medidas concretas, como el anuncio de un pago único para miembros de las fuerzas armadas, fueron presentadas envueltas en un fuerte simbolismo patriótico. La política pública aparece así convertida en gesto, en mensaje identitario, en reafirmación de una idea de nación que Trump presenta como amenazada y en proceso de recuperación bajo su liderazgo.

Ser considerado el hombre del año no implica ser el más admirado ni el más virtuoso. Implica ser el más influyente. En 2025, ninguna conversación relevante sobre política internacional, economía global, democracia o soberanía puede prescindir de Donald Trump. Sus decisiones generan adhesión fervorosa o rechazo visceral, pero nunca indiferencia. Marca la agenda, condiciona estrategias y obliga a reaccionar.

Trump encarna el espíritu de una época signada por el cuestionamiento del orden establecido, el ascenso de los nacionalismos y la crisis de las élites tradicionales. Representa, con todas sus contradicciones, el signo de los tiempos. Por eso, más allá de simpatías o rechazos, se impone como la figura que mejor define el año político que atravesamos. El hombre del año 2025 no es el más consensual, sino el más decisivo. Y en ese terreno, Donald J. Trump sigue sin tener rivales.

 

 

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