Aislado internacionalmente y jaqueado por
protestas callejeras el dictador bielorruso Alexander Lukashenko se torna cada
vez más dependiente del Kremlin.
Casi
cuatro meses después de los comicios presidenciales efectuados el 9 de agosto y
consideradas fraudulentas por la oposición y los gobierno occidentales, los
bielorrusos siguen ocupando las calles de Minsk y otras importantes ciudades
del país para demandar la renuncia del dictador Lukashenko.
Según
los datos oficiales, el dictador Alexander Lukashenko de 66 años y en el poder
desde 1994, habría logrado un nuevo y aplastante triunfo con el poco creíble 80%
de los votos emitidos, alcanzado así un sexto mandato presidencial consecutivo
de cinco años.
Los
comicios se efectuaron sin ningún tipo de supervisión electoral internacional,
como por ejemplo, a través de la OSCE. Además, el régimen previamente detuvo a
los candidatos de la oposición con mejores posibilidades electorales (Babariko
y Tijanovski) y el veto a Váleri Tsepkalo, obligado a su relevo por un
triunvirato de esposas: Svetlana Tijanovskaya y Verónica Tsepkalo y la jefa de
campaña de Babariko (María Kolesniskova).
La
oposición considera que la candidata Svetlana Tijanóskaya, una profesora de inglés
de 38 años, esposa del dirigente Serguei Tijanóski, encarcelado por el gobierno
bielorruso desde el año 2004, actualmente asilada en la vecina Lituana después
de recibir amenazas de la KGB bielorrusa, como la auténtica triunfadora en los
comicios.
También
los gobierno occidentales consideraron fraudulentos los resultados oficiales
publicados por el régimen de Lukashenko. La repercusión internacional del
fraude electoral y la posterior rebelión popular no se hizo esperar. La vocera
de Relaciones Exteriores de la OSCE, María Adebahr, subrayó que los comicios
del 9 de agosto “no cumplieron los estándares democráticos mínimos” y no
fueron “ni libres ni justas” y que el resultado oficial comunicado por
la Comisión Electoral “no corresponde con la opinión real en el país.”
La
falta de reconocimiento internacional llevó a Alexander Lukashenko a asumir su
nuevo mandato en forma casi clandestina, no anunciada previamente y sin
presencia diplomática extranjera.
A principio
del mes de octubre el Consejo Europeo aprobó por unanimidad la aplicación de
sanciones a cuarenta personas por su implicancia en la violencia y la represión
de la oposición democrática.
La
lista de sancionados con la congelación de activos o la prohibición de viajar a
la Unión Europea incluye a viceministros, responsables de las fuerzas
especiales, altos funcionarios del KGB, mandos policiales o directores de
prisiones de Bielorrusia, pero no al dictador Lukashenko.
Otros
socios de la OTAN como Canadá y el Reino Unido decretaron también la
congelación de activos de Lukashenko y el Tesoro de los Estados Unidos sancionó
a ocho funcionarios de Bielorrusia: el ministro del Interior, Yuri Karayev; al
viceministro Alexander Barsukov; a funcionarios de seguridad pública y a
funcionarios de comisión electoral.
La
Unión Europea a demandado a Minsk la realización de nuevos comicios “libres
y justos, sin injerencias extranjeras” y que las autoridades bielorrusas “pongan
fin a la violencia y la represión, liberen a todos los detenidos y presos
políticos, respeten la libertad de los medios de comunicación y la sociedad
civil e inicien un diálogo nacional inclusivo”.
La
reacción del dictador Lukashenko no se hizo esperar y la cancillería bielorrusa
anunció una lista de sanciones en reciprocidad. Además, llamó a consultas a sus
embajadores en Lituania y Polonia.
Anatoli
Glaz, portavoz del ministerio de Exteriores anuncio que “Se invita a los
embajadores de Polonia y Lituania en Bielorrusia a seguir este ejemplo” y
regresar a sus respectivas capitales, “a la vista de la actividad inequívocamente
destructiva de parte de esos dos países.”
Mientras
tanto, la oposición bielorrusa a través
de un movimiento de protesta muy transversal y con una organización muy
precaria -sin aparente apoyo occidental- lleva adelante cada domingo pequeñas
concentraciones en diferentes barrios de la ciudad que han ido sumando en forma
gradual a la población hasta movilizar unas cien mil personas en un país con
diez millones de habitantes.
El
domingo 7 de diciembre, por ejemplo, realizaron mítines en treinta puntos
distintos para dificultar la represión de los cuerpos de seguridad que sin
embargo realizaron detenciones aleatorias de transeúntes.
“Cada marcha
es un recordatorio de que los bielorrusos no se rendirán. No permitiremos que
se nos prive de nuestros derechos y que se cierren los ojos ante estos crímenes”,
declaró la líder opositora Svetlana Tijanósvskaya desde su exilio en Vilna.
El
rechazo internacional y las protestas callejeras han debilitado al régimen de
Lukashenko que se hizo más dependiente de su único apoyo internacional el que
le proporciona el líder ruso Vladimir Putin. Además, el 95% de las necesidades
energéticas bielorrusas se satisfacen con gas, petróleo y electricidad
proveniente de su vecino ruso.
Putin
no comulga totalmente con Lukashenko, quien en el pasado se negó a concretar la
integración con Rusia pactada en el Tratado de la Unión Estatal, suscripto el 2
de abril de 1997, con el presidente Boris Yeltsin, o a aceptar la instalación
de bases militares rusas en su territorio. Sin embargo, el amo del Kremlin no
puede exponerse a que Lukashenko sea reemplazado por un presidente más
prooccidental e independiente de los designios de Moscú.
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