El 1° de mayo
de 1974, los muchachos de la Tendencia Revolucionaria del peronismo dejaron de
ser “la Juventud Maravillosa” para transformarse en “imberbes” y “estúpidos”.
Un recuerdo que aún hoy lastima a los sobrevivientes de aquellos días de fervor
revolucionario.
La Plaza de Mayo escenario de tantos sucesos del
peronismo, desde el nacimiento del peronismo el mítico 17 de octubre de 1945, hasta
el cruento bombardeo que marcó su ocaso diez años más tarde, vivió el 1° de
mayo de 1974 otro acontecimiento histórico: el día que Perón expulsó a los
Montoneros de la Plaza y del movimiento peronista.
Eran los días del tercer
gobierno de Perón y el general había prometido rendirle cuentas al pueblo el 1°
de mayo de 1974. Los montoneros intentaron presionar al anciano general copando
el acto con su poder de movilización, pero este reaccionó duramente expulsándolos
del acto en la Plaza de Mayo.
En las primeras horas de
la una tarde soleada en la Plaza tronaban los cánticos de los Montoneros: “¿Qué
pasa, qué pasa General qué está lleno de gorilas el gobierno Popular?”. O
el más cruel: “Vea, vea, vea, que manga de boludos, votamos a una muerta, una
puta y un cornudo” gritaban desafiantes miles de gargantas juveniles.
La referencia era clara. La muerta era Evita, la puta era Isabel
Perón y el cornudo nada menos que El General.
Para evitar los
enfrentamientos entre los distintos grupos peronistas asistentes a Plaza de
Mayo, tal como había ocurrido en Ezeiza el año anterior, las autoridades del
Movimiento Peronista estableció que los distintos sectores asistentes sólo
debían portar banderas argentinas. Pero los jóvenes de la Tendencia
Revolucionaria ingresaron con un inmenso cartel con la palabra “Montoneros”
desarmado y con las partes ocultas entre sus ropas. Una vez situados frente al
palco de la Casa Rosada ensamblaron las distintas partes y levantaron el
gigantesco cartel marcado su presencia y en abierto desafío al presidente Perón
Ese día, el viejo
caudillo volvía al balcón que había sido escenario de sus mejores momentos
políticos tras una forzada ausencia de dieciocho años. Era su reencuentro con
el pueblo peronista. Un reencuentro que estaba demostrando no ser todo lo dulce
que él tantas veces había soñado en las largas tardes de su exilio madrileño.
La juventud maravillosa no venía a gritar “la vida por
Perón” sino a cuestionar por qué estaba “lleno de gorilas el
gobierno popular”.
Perón reaccionó como
solía hacerlo cuando era desafiado. Antes que nada, el anciano caudillo era, y
lo había sido toda su vida, un militar acostumbrado a mandar y ser obedecido.
Además, no era un militar cualquiera, era un “general de la Nación”,
en verdad de dos naciones a la vez –Argentina y Paraguay-, además era el líder
de un movimiento político que había hecho del “verticalismo” –es
decir de la subordinación absoluta a su conductor- una de sus
características más sobresalientes. Por lo tanto, no iba a tolerar abiertas rebeldías
de sus seguidores.
Con el rostro encendido
por la indignación y flanqueado por Isabel Perón y el "brujo" José
López Rega, ministro de Bienestar Social, Perón disparó: “Estúpidos”,
“Imberbes” e inmediatamente advirtió que “aún no había tronado
la hora del escarmiento”. En realidad, el escarmiento habían comenzado a
darlo los parapoliciales de la Triple A, con una bomba al senador
radical Hipólito Solari Yrigoyen, pero el anciano general omitió cualquier
referencia a ello. Diez días más tarde los asesinos de la Triple A terminarían
con la vida del diputado izquierdista Rodolfo Ortega Peña -31/7/74-.
Las palabras del
septuagenario caudillo sonaron como un cachetazo en los oídos de los jóvenes de
la Tendencia Revolucionaria del peronismo, que hasta unos
pocos meses antes, habían imaginado que Perón los conduciría a una “Patria
Socialista” similar a la que había construido Fidel Castro para el
pueblo cubano.
Ahora, contundente y
brutal, Perón los despertaba de sus sueños infantiles. No habría revolución ni liberación
nacional, la patria no sería socialista sino peronista y ellos no eran más
la “juventud maravillosa” sino los “infiltrados”.
Algo aturdidos, bajaron la cabeza, mordieron su rabia, enjuagaron alguna
lágrima de indignación y comenzaron a abandonar lentamente la histórica plaza.
Dejaban atrás su inocencia política y muchas ilusiones. No es aventurado
imaginar que entre aquellos jóvenes veinteañeros que arrastraban desalentados
sus banderas se encontraban Néstor Kirchner, Cristina Fernández, Jorge Taiana,
la por entonces diputada nacional por la Juventud Peronista, Nilda Garré y
otras figuras que tres décadas más tarde integrarían los gobiernos del
kirchnerismo.
A
Perón solo le restaban sesenta días de vida y en Argentina había comenzado el reflujo de masas en el campo
popular que desembocaría en la tragedia del 24 de marzo de 1976.
En adelante el 1º de
mayo de 1974 sería recordado como el día que Perón hecho a los
Montoneros de la Plaza.
PERON Y LOS MONTONEROS:
UNA HISTORIA DE DESENCUENTROS
La relación que Perón
mantuvo con los sectores de la Tendencia Revolucionaria siempre
fue una suerte de matrimonio de conveniencia donde cada parte sospechaba de la
otra y confiaba en que a la larga impondría a ésta sus condiciones.
Las mentes más
esclarecidas en la conducción de Montoneros no se habían engañado nunca sobre
la verdadera naturaleza del peronismo. Consideraban a Perón como un político
burgués, un populista autoritario, un viejo “milico” que en el
fondo tenía ideas algo conservadoras, cuyo mayor mérito había sido traducir con
éxito las técnicas de propaganda y organización estatal del fascismo
mussoliniano a la realidad y cultura argentinas. Sin duda, un mérito que no era
menor.
Comprendían que el
peronismo no era un partido basado en la lucha de clases, sino en una inestable
alianza entre el movimiento obrero y la burguesía industrialista nacional
arbitrada y controlada desde el Estado. Es decir, un movimiento tibiamente
reformista, que resignaba la lucha de clases por una más pragmática
conciliación de clases bajo el arbitraje del Estado que, como advirtiera su
conductor, se proponía llevar a cabo una revolución con tiempo y no con sangre.
No obstante, los
Montoneros confiaban que el tiempo y la biología estaban a su favor. Creían en
su capacidad para forzar a Perón hacia posiciones gradualmente más
revolucionarias. Tenían un gran poder de movilización, controlaban la calle y
contaban con un importante aparato militar, además eran jóvenes y podían
esperar. Más temprano que tarde, Perón moriría dejando a la masa popular en un
estado de orfandad política. En ese momento, ellos se presentarían a cobrar su
inversión, como herederos de Perón.
Juan D. Perón, por su
parte, había vivido el Mayo Francés del 68 desde Europa y sabía muy bien con
quienes trataba, pero necesitaba a los jóvenes militantes como una pieza más
-no la única y ni siquiera la principal- en su armado estratégico. Confiaba que
con el tiempo el peronismo terminaría por digerir los ímpetus revolucionarios
de estos jóvenes en el “trasvasamiento generacional” que
seguiría a su muerte. Esperaba cooptar a los dirigentes más lúcidos a fuerza de
cargos y prebendas y marginar solo a los elementos más radicalizados. Perón
creía que había un lugar dentro del peronismo para estos “muchachos” siempre
que no sacaran las manos del plato. Un sector de la Tendencia Revolucionaria
escuchó su llamado y pasó a constituir la “Juventud Peronista – Lealtad”.
El problema surgió por
la incapacidad de la Tendencia Revolucionaria de llevar a cabo un proceso de
acumulación de poder sin entrar en conflicto abierto con el liderazgo de Perón.
En la década de 1970,
dos estrategias revolucionarias dividían a la izquierda argentina. Por un lado,
estaban los “movimientistas”, como Nahuel Moreno -es decir, Hugo
Brezzano-, que sostenían la necesidad de construir un gran “partido de
masas” como requisito previo al inicio de la lucha armada y la toma
del poder. En otras palabras, los que ponían el trabajo político por encima de
las acciones militares.
Por el otro lado,
estaban quienes defendían la estrategia conocida como “foquismo”,
cuyos principales teóricos eran Fidel Castro, Ernesto Che Guevara y Regis
Debray. Esta estrategia postulaba que era suficiente con crear un “foco
revolucionario” –desarrollando una guerra de guerrillas en un área rural
alejada- para encender la revolución en todo el país y tomar el poder. Hacia
esta última posición se orientaron los líderes del Partido
Revolucionario de los Trabajadores y su Ejército
Revolucionario del Pueblo, Roberto “Roby” Santucho y
el “pelado” Enrique Gorriarán Merlo.
Dentro de la Tendencia
Revolucionaria convivían partidarios de ambas estrategias, el debate
fue intenso y apasionado, pero finalmente se impuso la visión foquista de
la Conducción Nacional en manos de Mario Firmenich, Roberto
Quieto, Fernando Vaca Narvaja, Roberto Cirilo Perdía, Roberto Habegger y otros
jóvenes exaltados, partidarios de una salida militarista.
Estos últimos tomaron la
decisión de acelerar el proceso revolucionario presionando a Perón con
declaraciones en favor de la creación de milicias populares, ocupaciones de
dependencias públicas, movilizaciones populares e incluso acciones armadas como
el asesinato del Secretario General de la CGT, José Ignacio Rucci, pocas horas
después de que Juan D. Perón fuera elegido presidente constitucional por
tercera vez.
Perón había reconocido
los servicios que prestaran para su retorno estos sectores combativos. Les
concedió cargos en las gobernaciones de provincias claves –Bs. As., Mendoza,
Córdoba, etc.-, bancas en la Cámara de Diputados, el control del ministerio de
Educación y de las universidades. Una importante cuota de poder, que no obstante
pareció insuficiente a los dirigentes de la Tendencia.
En realidad, el problema
residía en la inexperiencia política y la absoluta incapacidad para construir
poder que evidenciaba la conducción de la Tendencia Revolucionaria. Los cuadros
juveniles eran excelentes para movilizar a sus partidarios, idear consignas
para los actos y llevar a cabo otras acciones de agitación callejera. Pero su
análisis de la realidad era infantil, no fueron capaces de crear canales de
comunicación con la dirigencia política y en muchos casos se enteraron de lo
que ocurría en el gobierno del que formaban parte –al menos en teoría- por los
diarios.
Además, su soberbia y
omnipotencia los hacía creer que cualquier acontecimiento que evidenciaba una
derrota para ellos, o bien no era una derrota o no era producto de un error de
cálculo de su parte. En síntesis, carecían de toda posibilidad de autocrítica.
Cuando se hizo evidente
que Perón respondía a cada provocación recortando el poder que les había
otorgado: destituyó a Rodolfo Galimberti de su cargo de Secretario de la
Juventud en el Consejo Superior del Justicialismo, los marginó de la comisión
que organizó el retorno definitivo de Perón, permitió la salvaje balacera del
20 de junio en los bosques de Ezeiza, desplazó a Héctor J. Cámpora con quien
Montoneros tenía una fluida relación, intervino la UBA con una figura de
ribetes nacional fascistoides como Alberto Ottalagano, desplazó al Teniente
General Jorge Raúl Carcagno y al coronel Juan Jaime Cesio, dos militares
admiradores de la Revolución Peruana y artífices del “Operativo
Dorrego” que llevó a confraternizar a oficiales del Ejército con
militantes de Montoneros; finalmente avanzó contra los gobernadores y
legisladores que simpatizaban con la Tendencia.
Mientras tanto, lo única
respuesta que era capaz de articular la conducción de Montoneros consistía en
realizar otra nueva “apretada” contra el “Viejo”.
El choque final se
produjo aquel 1º de mayo de hace cuarenta años, sesenta días después Perón
moría, en medio del llanto de los peronistas y la angustia e incertidumbre del
resto de los argentinos, y era enterrado vistiendo su querido uniforme de
general. Pero para entonces nadie en Argentina creía que los Montoneros fueran
los herederos de Perón. Es más, ni siquiera nadie creía que los Montoneros
fueran peronistas.
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