Hipólito Yrigoyen el primer presidente
populista de la historia argentina partía un lluvioso día de julio de 1933
mientras sus seguidores llenaban las calles para darle el último adiós.
Caía
la noche sobre la casa de la calle Sarmiento 844 en ese lluvioso lunes del 3 de
julio de 1933. Eran las 19.21 horas cuando exhaló su último suspiro Juan
Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen, “el Doctor” para muchos
de sus “correligionarios”, “El Peludo” para sus también muchos
detractores. Había muerto el primer caudillo populista de la Argentina.
La
casa de la calle Sarmiento 844, donde murió Yrigoyen estaba situada entre las
calles Carabelas y Suipacha, de la ciudad de Buenos Aires, una vivienda
perteneciente a su sobrino Luis Rodríguez Yrigoyen donde residía desde su
liberación el 19 de febrero de 1932, tras un decreto emitido por el presidente
de facto José F. Uriburu. Curiosa situación en la cual un presidente de facto
amnistiaba a un presidente constitucional que debía ejercer su cargo hasta 1934[1]. Sucesos Cosas a los
cuales estamos habituados los argentinos.
Al
momento de su muerte era asistido por cuatro médicos, los doctores Izzo,
Escudero, Meabe y Tobías, lo acompañaba su hija Helena y la señorita Isabel
Menéndez, una joven española que actuaba como secretaria y dama de compañía
para la hija del anciano caudillo. Sus correligionarios estaban representados
por Marcelo Torcuato de Alvear, su favorito y sucesor, Honorio Pueyrredón y
Elpidio González. Completaban el grupo dos amigos que formaban su círculo
íntimo el comisario ® Fernando Betancour, perteneciente a la Policía de la
Capital, que había formado parte de la custodia presidencial y que oficiaba de guardaespaldas
y chofer del exmandatario y su confidente Vicente Scarlatto, un hombre siempre
dispuesto a cumplir los pedidos y tareas que le encomendara Yrigoyen.
Aunque
toda su vida fue un activo miembro de la Masonería y sentía interés por el
espiritismo (tenía amistad con los médium y sanadores Pancho Sierra -1831 –
1891- y su discípula la “Madre María” -María Salomé Loredo y Otaola de
Subiza -1854 -1928-), Yrigoyen se confesó con el fraile dominico Álvaro Álvarez
Sánchez y recibió la bendición papel de manos de Monseñor Miguel de Andrea. Incluso
su cadáver fue amortajado con el hábito de los dominicos.
El
gobierno constitucional del general Agustín P. Justo, un radical
antipersonalista y ex revolucionario del Parque en 1890, que había llegado al
poder gracias al fraude patriótico y a la proscripción del radicalismo
yrigoyenista, le negó las honras fúnebres de rigor. No hubo días de duelo
nacional ni bandera a media asta. Justo envío al ministro del Interior, el
también radical antipersonalista Artemio Melo a darle el pésame a la familia
pero no le permitieron ingresar a la vivienda[2].
La
conducción del radicalismo se reunió en un comité del centro de la ciudad y
organizó los detalles de la ceremonia fúnebre. Yrigoyen fue velado en su casa
durante tres días. Delegados de todo el país llegaron a la ciudad de Buenos
Aires. Desde Córdoba, el estanciero Barón Biza alquiló un tren para que los
correligionarios viajen a la capital. El tren salió envuelto con banderas
radicales. A los costados de la locomotora se distinguía un retrato de Don
Hipólito y un escudo de la UCR.
Los anti
radicales se esforzaban en ignorar la exaltación de los yrigoyenistas. El
diario La Prensa habló de la muerte del ex comisario de Balvanera. Ni una palabra
para el presidente. El socialista Alfredo Palacios fue uno de los pocos
políticos que le rindió homenaje: “Fue un gran ciudadano, cuya honradez y
austeridad pueden constituir un ejemplo”. Palabras formales, pero justas.
El
jueves 6 de julio el ataúd fue trasladado al cementerio de La Recoleta. A las
dos de la tarde el coche fúnebre y los carros ceremoniales estacionaron frente
a la casa de la calle Sarmiento. Un escuadrón del regimiento de Granaderos a
Caballo se hizo presente para acompañar los restos, pero la animosidad del
público contra todo lo que representara al gobierno era muy alta y finalmente
debieron retirarse.
El
ataúd salió a la calle. Estaban a punto de subirlo a la carroza, pero el fervor
de la multitud lo impidió: “A pulso, a pulso…” fue el clamor popular.
Los hombres querían honrar a Don Hipólito llevándolo con sus brazos. El
traslado desde el centro hasta La Recoleta duró más de cuatro horas.
Acompañaron los restos del expresidente más de doscientas mil personas. Nunca
la ciudad de Buenos Aires había visto una multitud semejante. Allí estaban
todos, los dirigentes y punteros radicales, los compadritos de las orillas y
los mismos vecinos de Buenos Aires que tres años antes salieron a la calle para
vivar a los cadetes del Colegio Militar que marchaban contra el orden
constitucional a las órdenes de Uriburu.
El
gobierno nacional anunció que sancionaría a los empleados públicos que no
concurriesen a trabajar ese día, pero de todas maneras el ausentismo fue
altísimo. Nadie quería estar ausente. El amor, la culpa y la bronca se reflejan
en los rostros de esos hombres y mujeres que acompañan al caudillo en su último
viaje. La crónica refleja que hubo incidentes que dejaron más de diez heridos y
un centenar de personas debieron ser atendidas por desmayos e indisposiciones.
Comenzaba
a oscurecer cuando el cortejo llegó a la Recoleta. El ataúd del caudillo
radical fue depositado en el “Panteón de los Revolucionarios del Noventa”,
una obra del arquitecto Emilio Cantillión, que albergaba además los restos del
fundador del radicalismo y tío de Yrigoyen, Leandro N. Alem y que años más
tarde recibiría también los restos de otro presidente radical derrocado por un
golpe de Estado: Arturo U. Illia. Entre los muchos oradores, Marcelo T. de
Alvear su heredero dijo: “No puedo callar la emoción, la profunda melancolía
personal al ver partir al amigo que aprendí a querer y admirar durante cuarenta
años”. El escritor Ricardo Rojas fue más poético: “Sus enemigos han
estado años mordiéndolo con saña y aún no saben que mordieron bronce”,
dijo.
A
través de los años, historiadores radicales: de Manuel Gálvez a Félix Luna han
construido una imagen ideal de “Don Hipólito” que poco tiene que ver con
el personaje histórico. Tratemos de entender algunos de estos mitos que forman
parte del imaginario popular.
¿MURIÓ
POBRE HIPÓLITO YRIGOYEN?
Uno de
los grandes mitos sobre Hipólito Yrigoyen es la creencia de que había muerto
pobre debido a que donaba sus sueldos, primero como profesor y luego como
presidente a la beneficencia pública, y a que se había visto obligador a vender
sus bienes para financiar las actividades revolucionarias del radicalismo.
Según
el historiador radical Félix Luna: “en la sucesión de Yrigoyen, iniciada el
17 de julio de 1933 por su hija mayor Elena Yrigoyen y que tramitara ante el juzgado
civil del doctor Martín Abeleda (secretaria del doctor Antonio Alsina) se
denunciaron los siguientes bienes: el campo “Colonia La Delia” situado en Villa
Mercedes, provincia de San Luis, adquirido en 1903 y con una extensión de 3.400
hectáreas, el campo “La Victoria” situado en el departamento Pedernera, también
en la provincia de San Luis, adquirido en 1904, con una extensión de 6.300
hectáreas; el campo “Charlone” situado en el departamento Capital de la
provincia de San Luis, hipotecado, adquirido entre 1903 y 1907, de 16.000
hectáreas; y el campo tomado en arrendamiento “Los Médanos”, en la localidad de
Norberto de la Riestra, provincia de Buenos Aires. Además, se denunciaron
$60.000.- en bonos del Banco de la Provincia de Buenos Aires y depósitos en
diversos bancos por un total de $60.000.-[3]
Para tener una referencia de valor debe considerarse que en 1933 con $10.000
pesos podía adquirirse una vivienda en la ciudad de Buenos Aires.”[4]
Es
decir que al momento de su muerte, Hipólito Yrigoyen no era precisamente pobre.
Tenía en propiedad más de 25.000 hectáreas de campo en las provincias de San
Luis, arrendaba otro establecimiento en la provincia de Buenos Aires,
seguramente estos campos tenían hacienda y además contaba con $120.000 pesos en
efectivo y valores.
EL
IDEALISMO Y LA AUSTERIDAD REPUBLICANA DE YRIGOYEN
Don
Hipólito siempre es considerado como un político principista, es decir, un hombre
atado a grandes ideas morales que no estaba dispuesto a sacrificar para obtener
ventajas políticas. “Qué se pierdan mil gobiernos, pero que se salven los
principios”, es una de las frases que se le atribuyen y más se recuerda.
¿Era realmente así?
Hipólito
Yrigoyen, estudiante de derecho, entró en contacto con la ideas filosóficas del
escritor alemán del siglo XIX, Peter Krause.
“En su
vida privada y pública -dice su primer biógrafo Manuel Gálvez[5]- Yrigoyen es un
perfecto krausista, salvo en su afición a las mujeres. Vestido con ropas
oscuras, grave, algo solemne pero sin afectación, no se ríe, habla de cosas
abstractas, expresa ideas de la más severa moral. Dentro de su obra de
gobernante, el krausismo aparece en su religión de la igualdad humana, en su
concepto de la igualdad entre las naciones en su pacifismo, en su política
obrera y en la primacía que da a lo espiritual.”
Es así
como la ideología radical efectiva termina fuertemente contaminada de un tono
notoriamente ético y trascendental. Su énfasis en la función orgánica del
Estado y en la solidaridad social representaba un agudo contraste con el
positivismo y spencerismo[6] de la elite tradicional y
a menudo tenía notables reminiscencias de Krause. La importancia de estas ideas
que habitualmente se expresara de manera confusa e incoherente, era que
armonizaban con la noción de alianza de clases que el radicalismo terminó por
expresar, y que habría sido mucho más difícil de alcanzar si hubiera adoptado
doctrinas positivistas.
Hacia el
año 1912, Hipólito Yrigoyen se había convertido en un hábil dirigente político.
“Este
hombre frío, taciturno -lo describe Carlos de Ibarguren que lo trató-, no
mantenía contacto personal con las masas, jamás las arengaba, carecía por
completo de dotes oratorias o tribunicias, muy pocas veces se presentaba al
público; no preparaba, como lo realizan los demagogos, las manifestaciones
populares haciendo conducir a las gentes ordenadas en secciones y aleccionadas
hasta en el modo de vitorear; sus agentes no le habían organizado todavía una
claque. Y a pesar de todo ello, la muchedumbre, enardecida, estallaba en
arrebatadas aclamaciones a este presunto redentor a quien pocos veían y oían.” […]
“Maestro
en el arte de engatusar y de tejer, como las arañas, telas hábilmente extendidas
para atrapar adeptos y vencer a enemigos, Yrigoyen sabía orientarse con firmeza
sin perder la dirección Su lenguaje verbal era muy superior al estilo escrito,
más suave y sencillo que éste, dicho con el diapasón de voz a medio tono y con
palabras que le eran peculiares.”[7]
Poco a poco obligó a los notables a introducir
una reforma electoral que redujera la posibilidad del fraude comicial mediante
la amenaza permanente de desatar una rebelión popular. Irigoyen, quien había
convertido a la “intransigencia” moral y doctrinaria en una eficaz
estrategia política, terminó por acceder al gobierno mediante un “acuerdo”
con el presidente Roque Sáenz Peña que abrió al radicalismo la posibilidad de
participar en procesos electorales dotados de cierta legitimidad. Al mismo tiempo amplió su control sobre el
aparato partidario. Ello fue posible porque desarrolló una enorme capacidad de
persuasión personal. Liderazgo político y capacidad para organizar
electoralmente a grandes sectores de votantes.
El
peculiar estilo político de Yrigoyen de rodearse de misterio y cultivar
relaciones personales de lealtades políticas proporcionó al radicalismo buena
parte de sus connotaciones morales y éticas originarias, que le permitieron
ganar adherentes en una ola de euforia popular. Fue, asimismo, un instrumento
importante para la articulación de los diversos intereses que el radicalismo
había llegado a representar, un instrumento funcional en lo que respecta al
objetivo partidario de reducir las fuentes potenciales de fricción entre sus partidarios
y obtener el máximo de apoyo posible en distintas regiones y grupos sociales.
En el
año 1912, cuando la Unión Cívica Radical decide abandonar finalmente la
política de abstención y sus integrantes comenzaron a postularse como candidatos
para las elecciones, la organización del partido aún no había terminado. Era
cierto que en la mayoría de las zonas urbanas y rurales de la región pampeana,
y aún fuera de ella, existían caudillos políticos de primer y segundo nivel,
pero el partido seguía falto de coordinación central. Pese al creciente
prestigio de Hipólito Yrigoyen, tampoco existían suficientes dirigentes que
contaran con reconocimiento nacional. Algunos de los comités provinciales
estaban todavía bajo control de los rivales de Yrigoyen de la época en que el
radicalismo era conducido por Leandro N. Alem. Aunque se habían establecido
comités partidarios permanentes, fuera de las grandes ciudades no contaban con
una organización amplia a nivel municipal. De manera que el rasgo principal del
período que va de 1912 a 1916 fue el desarrollo de la organización partidaria.
En este
aspecto, la ventaja del radicalismo era la vaguedad. Los objetivos explícitos
de los radicales eran pocos y sencillos; los primeros reclamos de un programa
de gobierno más detallado fueron rechazados como desviaciones del propósito
central. Puesto que “la Causa” debía ganarse el apoyo de toda la nación,
no podía incorporar elementos potencialmente divisores. En esta actitud estaba
también la razón su posterior rigidez. “La Causa” fue identificada cada
vez más con la Nación, de modo que discrepar con el radicalismo, el abanderado
de “la Causa”, se hizo equivalente a ser un traidor antinacional. Este
dogmatismo totalizante se repetirá en muchos otros momentos de la historia
argentina. Los partidarios del radicalismo comenzaron a desarrollar una
enfermiza intolerancia hacia la diversidad. Además, el elemento “nacional”
de “La Causa” fue contrapuesto al “internacionalismo” de las
ideologías dominantes en el movimiento obrero. Los radicales se sentían en gran
medida parte de la Argentina histórica, con sus raíces entrelazadas con las
tradiciones de los autonomistas y, en cierto modo, más atrás aún, con los
federales, aunque eran un factor nuevo en la política argentina -sectores
sociales nuevos, nuevas regiones unidas a un centro en expansión, etc.- y como
tales, reivindicaban su cuota de participación en el poder.[8]
En
síntesis, el enfoque moral y heroico que tenía el radicalismo de los problemas
políticos le permitió a la postre presentarse ante el electorado como un
partido nacional, por encima de toda distinción social o geográfica. Todos y
cada uno de sus opositores se estrellaron contra este obstáculo. Había otros
partidos populares, como el Socialista o el Demócrata Progresista, pero ninguno
de ellos pudo trascender sus ámbitos de
origen en un grado significativo. Aquí Yrigoyen demostró su sagacidad política:
luego de 1912 se las ingenió para convertir una confederación de grupos
provinciales -como había sido el Partido Autonomista Nacional- en una
organización nacional coordinada. Aunque en el pasado los radicales habían
subrayado su desagrado por los acuerdos que celebraban las distintas facciones
de la elite, ahora Hipólito Yrigoyen aplicó subrepticiamente esa misma técnica
en gran escala para ganarse el apoyo de los hacendados provinciales y sus
seguidores.[9]
Uno de
los rasgos principales del estilo político radical, surge en esta época y se
proyecta a través del tiempo hasta llegar -con las lógicas modificaciones- a
nuestros días, convirtiéndose en uno de los factores primordiales que han
mantenido la inserción popular del radicalismo a pesar de las escisiones,
golpes de Estado, proscripciones y represiones sufridas en un casi un siglo de
actividad política. Nos referimos a su particular organización local basada en
los “punteros de comité”.
El
partido de Hipólito Yrigoyen, la Unión Cívica Radical fue la primera fuerza
política en comprender que la Ley Sáenz Peña de 1912, al cambiar las reglas del
ejercicio comicial imponía nuevas tácticas de proselitismo político.
La
política dejó de ser una actividad estacional y se convirtió en una ocupación
de tiempo completo. El radicalismo fue el primer partido en crear una extensa y
eficiente red de “referentes sociales”, los “punteros” que
practicaban la política de cercanía en los barrios ayudando a los vecinos,
acercándolos al comité partidario y ejerciendo la forma más elemental de
clientelismo barrial.
Los
comités radicales fueron los primeros locales partidarios en estar abiertos
todo el año y no sólo en los periodos electorales. Además, también fueron
precursores en abrir improvisados consultorios médicos y estudios jurídicos
donde los profesionales del Partido atendían en forma gratuita a los vecinos
humildes. Algunos comités incluso vendían alimentos a precios muy bajos: el “pan
radical” o la “carne radical”.
Esta
militancia barrial basada en el clientelismo contribuyó a convertir al
radicalismo en un partido popular y con apoyo electoral de masas.
En un
momento en que no existía ni la radio, ni la televisión y mucho menos redes
sociales, en que los diarios se distribuían por suscripción entre la minoría
que podía leer y escribir, Hipólito Yrigoyen logró hacerse popular ocultándose
de la gente. Aunque fue el primer candidato presidencial en recorrer en tren el
país durante la campaña electoral. O al menos recorrió la parte del país donde
llegaba el ferrocarril.
Fue
precisamente con Hipólito Yrigoyen instalado en el “Sillón de Rivadavia”
que el clientelismo se expandió y se convirtió en política de Estado.
El
primer mandatario se ocupaba personalmente de atender a las personas que
acudían a la Casa Rosada solicitando empleos públicos o favores diversos.
Esta
práctica provocaba la formación de largas filas de solicitantes en la Casa de
Gobierno y dio origen a la expresión de “hacer la amansadora” con
referencia a las largas horas y hasta días de espera que debían soportar los
peticionantes antes de ser recibidos por el primer mandatario. Se decía que los
solicitantes llegaban llenos de bríos e ínfulas a la antesala presidencial,
pero después de días de espera cuando finalmente estaban frente a Yrigoyen se
tornaban “mansitos” como gatitos. Hoy, en Argentina cualquier trámite o
gestión que demanda realizar largas colas de espera para ser atendido recibe el
nombre de “la amansadora”.
Carlos
Ibarguren realiza un relato crítico de su larga espera para ver al Presidente: “El
espectáculo que presentaba la Casa de Gobierno, a la que yo no iba hacía varios
años y que observé al pasar por las salas y pasillos, era pintoresco y bullicioso.
Como en un hormiguero la gente, en su mayoría mal trajeada, entraba y salía
hablando y gesticulando con fuerza; diríase que esa algarabía era más propia de
un comité en vísperas electorales que de la sede del Gobierno.
“Un
ordenanza me condujo a una sala de espera, cuya puerta cerrada con llave abrió
para darme entrada y volvió a clausurar herméticamente; vi allí un conjunto de
personas de las más distintas cataduras: una mujer de humilde condición con un
chiquillo en brazos, un mulato en camiseta, calzado con alpargatas, que fumaba
y escupía sin cesar, un señor de edad que parecía funcionario jubilado, dos
jóvenes radicales que con versaban con vehemencia de política con un criollo
medio viejo de tez curtida, al parecer campesino por su indumentaria y acento.
“La
puerta volvió a abrirse y el ordenanza me invitó a pasar al despacho
presidencial”.[10]
Sobre
la forma en que Yrigoyen practicaba el clientelismo hay muchos testimonios en
el libro del caricaturista, editor y taquígrafo del Congreso de la Nación Ramón
Columba.
Relata
Columba, por ejemplo, que una joven que ha concurrido al despacho presidencial
solicitando un empleo, luego de recibir un nombramiento, cuando después de leer
el papel con su designación mantiene el siguiente diálogo:
“-
¿Profesora de bordado?... Yo no soy profesora ni se bordar, Señor Presidente.
Preferiría…
“- No
importa, m’hijita, es una ayuda. Le ha de ser fácil aprender”
“El
presidente Yrigoyen -agrega Columba- es quien da los no nombramientos y los
entrega personalmente. Los ministros no pueden hacerlo. Las vacantes deben
ponerse a disposición del “doctor”, así sean de los empleos más modestos de la
administración. Con ello Yrigoyen controla la designación de funcionarios y
gana el cariño de los favorecidos.”
Sin
embargo, no todos los ciudadanos recibían el favor presidencial. Para acceder
al primer mandatario había que acreditar, mediante una carta del puntero local,
que el peticionario era un buen y fiel “correligionario”. Recordemos que
para Yrigoyen el radicalismo era una suerte de religión laica, una causa
nacional.
Por lo
tanto, para Yrigoyen su Partido estaba antes de todo. Tal como lo testimonia
este patético relato de Ramón Columba, en su libro .
“-
¿Cómo está, doctor Yrigoyen? Hace meses que vengo diariamente a las antesalas y
recién hoy he podido entrar a verlo, aunque para ello, Señor Presidente, he
tenido que pagar doscientos pesos, un gran sacrificio para mi…
“-
¡Cómo es eso! Un momento…
“Hace
llamar al Secretario
“- El
señor acaba de decir que ha pagado doscientos pesos para verme.
“- Si,
Excelencia… ¡Para la Caja del Partido!
“-
¡Ah!... Bueno. Y como obligada compensación, ordena: - Haga hacer enseguida un
nombramiento de maestra que necesita este amigo para una hija suya.
“- Muy
bien, Excelencia. Y dirigiéndose al postulante, el Secretario agrega: - Señor,
antes de retirarse pase por mi oficina a recogerlo.
“- ¡Un
millón de gracias, doctor Yrigoyen!, Usted no sabe el gran favor que me hace…
“En la
Secretaría:
“¿El
nombramiento, señor?
“- Es
éste (Se lo muestra y ante el estupor del interesado, el Secretario lo rompe en
cuatro pedazos y lo tira al cesto).
“-
Para que otra vez no sea indiscreto… - le advierte, y lo despide haciéndolo
acompañar con un ordenanza hasta la calle.”[11]
Después
de Yrigoyen el clientelismo dejó de ser una práctica exclusiva del radicalismo
para convertirse en una política de Estado siempre que la Argentina tuvo
gobiernos populistas.
¿HASTA
DONDE LLEGABA EL POPULISMO DE YRIGOYEN?
Curiosamente,
durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen, el primer presidente elegido
por el voto popular, tuvieron lugar las más brutales represiones contra los
obreros que registra la historia argentina. Las noticias del triunfo de la
Revolución Bolchevique, en octubre de 1917, impactaron fuertemente en el ánimo
de los obreros inmigrantes que en Argentina soportaban duras condiciones de
trabajo -muchas veces sufrían abusos y la explotación económica- impulsándolos
a la rebelión. Además, la Federación Obrera Regional Argentina controlada por
los anarquistas y socialistas revolucionarios incentivaron el malestar de los
obreros para llevarlos a acciones confrontativas.
Por
otro lado, el temor a una revolución obrera también llevó a la constitución de
la Liga Patriótica que actuó como una fuerza parapolicial al servicio de
los patrones que se negaban a hacer cualquier tipo de concesiones y agudizó la
violencia.
Yrigoyen
sufrió huelgas revolucionarias en la “Semana Trágica” de enero de 1919;
las huelgas en la Patagonia de 1920 a 1922 y de la empresa británica “La
Forestal” en el norte de la provincia de Santa Fe, en 1922, donde se
asesinaron impunemente a centenares de obreros.
Recordemos,
que en esa época no existían equipos antimotines. Las manifestaciones se
disolvían a sablazos en cargas de caballería. No había ni gases lacrimógenos ni
balas de goma, mucho menos bastones o escudos. Ante un desborde de los
manifestantes debía apelarse a los bomberos que iban armados con fusiles Mauser
o directamente al Ejército. Además, en ese entonces, las armas de fuego y las
municiones eran consideradas herramientas y los civiles las podían adquirir en
los almacenes de ramos generales o en la ferreterías sin ningún otro requisito
del que necesitaban para comprar un hacha, un martillo o una pala. Es decir,
que los obreros revolucionarios también disponían de armas de fuego para
enfrentar a la policía.
Lo
concreto es que Hipólito Yrigoyen fue el presidente constitucional que más
duramente reprimió a los obreros y durante su gobierno tuvieron lugar las
mayores matanzas de trabajadores.
YRIGOYEN
Y LAS MUJERES
Un
aspecto que habla de los límites morales de Don Hipólito es el trato que dio a
las mujeres con las cuales se vinculó sentimentalmente a lo largo de su vida y
especialmente a los hijos que nacieron de esas relaciones. Muchos hombres
públicos de la Argentina tuvieron relaciones extramatrimoniales que originaron
hijos. Pero en la mayoría de los casos los reconocieron como hijos o al menos
se ocuparon de su seguridad económica o de darles un lugar en la sociedad.
Entre ellos podemos citar a Manuel Belgrano, Domingo Faustino Sarmiento, Julio
Argentino Roca e incluso Leandro N. Alem.
Hipólito
Yrigoyen fue el único presidente argentino que fue soltero, que permanentemente
ocultó a sus parejas obligándolas a vivir en la clandestinidad social, aún
cuando se trató de mujeres solteras o viudas de su mismo (o incluso mejor)
posición social con las cuales muy bien podría haber formado una familia
pública y estable pero se negó pertinazmente a hacerlo.
Nunca
convivió en forma estable con ninguna de ellas, aunque solía pasar algún
período de vacaciones en el campo con ellas, lejos de las miradas indiscretas.
Tampoco nunca reconoció a ninguno de sus hijos extramatrimoniales y mantuvo
relaciones distantes con ellos. Si alguna persona de su cercanía preguntaba por
ellos solía adjudicar su paternidad a su hermano Martín.
En
1872, su tío diputado de la legislatura de la provincia de Buenos Aires lo hizo
nombrar comisario de la sección de Balvanera, tiene tan sólo veinte años. En
esa época, Balvanera constituía parte de los arrabales de la ciudad de Buenos
Aires que era una zona de cuchilleros, compadritos y prostíbulos donde la
población humilde convivía con los malvivientes. Yrigoyen llevaba casi seis
meses en el cargo cuando la denuncia de una vecina casi provoca su despido. La
mujer denunció, lo que hoy se considera un hecho de “acoso sexual”. La
víctima denunció que el joven comisario le había hecho proposiciones “románticas”.
Finalmente, sus influencias políticas le permitieron salir del incidente con
solo un apercibimiento.
Hipólito
permaneció como comisario tan sólo cinco años, en las elecciones provinciales
de 1877 se vio involucrado en un tiroteo. Los comicios debía cerrar a las 18.00
horas. Alem, que trataba de renovar su mandato como diputado, estaba
controlando la votación en la Parroquia de Balvanera cuando le avisaron que
estaba por llegar un carruaje lleno de opositores para dar vuelta la elección.
Entonces el caudillo autonomista del “que se rompa pero no se doble”,
ordenó adelantar el reloj de la torre de la Iglesia y cerró la votación. Poco
después llegaron los opositores que no aceptaron la maniobra fraudulenta y la
disputa generó una violenta balacera con muertos y heridos. Alem e Yrigoyen se
involucraron en el tiroteo, perdieron la elección y Don Hipólito tuvo que dejar
su cargo de comisario. La Corte Suprema de Justicia de la Provincia de Buenos
Aires lo exonero por exceso de autoridad.[12]
En
marzo de 1881, siendo diputado de la Nación, elegido en la misma lista del
Partido Autonomista Nacional que llevó a la presidencia a Julio A. Roca, fue
también nombrado titular de las cátedras de Historia Argentina, Instrucción
Cívica y Filosofía de la Escuela Normal de Maestras. Tenía 29 años y, aunque era
estudiante de la carrera de abogacía (donde fue aceptado como alumno gracias a
un permiso especial otorgado por el Decano de la Facultad de Derecho debido a
su condición de comisario de la Policía de la Capital), nunca había recibido
una educación formal completa. Tampoco hay constancias de que haya completado
sus estudios de abogacía, nunca presentó o defendió su tesis (tampoco se conoce
el título de la misma) ni se le expidió el título de abogado.
También
durante su desempeñó como docente lo acompañaron rumores de amoríos con colegas
y alumnas, tal como años después atestiguó una de sus alumnas ilustres la
doctora Alicia Moreau de Justo.
En
forma concreta, la primera pareja estable de Yrigoyen fue Antonia Pavón, hija
de un agente de policía, que vivía con los Alem desde los diez años cumpliendo
funciones de empleada doméstica. Antonia había nacido en 1862, es decir, era
diez años menor que Hipólito y a los dieciséis años se convirtió en madre. El 2
de septiembre de 1878, nació una niña que llamaron Elena y que no fue bautizada
hasta once años después, sus padrinos fueron sus tíos paternos Martín y Amalia
Yrigoyen.
La
relación entre Hipólito y Antonia Pavón duró hasta 1880. La joven se enteró que
Yrigoyen tenía otra mujer instalada en una casa y que además estaba embarazada.
Así que dejó la casa de los Alem y a la niña de entonces dos años con su padre.
De
todos los hijos que tuvo Hipólito Yrigoyen a la única que dio tratamiento de
hija, presentándola públicamente como tal, aunque nunca la reconoció legalmente
como hija fue a Elena, quien nunca se casó y dedicó toda su vida a cuidar a su
padre.
Después
de dejar la casa de los Alem, Antonia Pavón, intentó en varias ocasiones ver a
su hija y a Hipólito pero estos se negaron terminantemente a recibirla.
La
segunda pareja estable, fue con Dominga Campos, una niña de sociedad, hija de
un coronel expedicionario del Desierto con el general Roca, que además había
estudiado en el “colegio de las señoritas Miller”, donde aprendían las
primeras letras las damitas más selectas de Buenos Aires.
En ese
entonces, Dominga tenía diecisiete años mientras que Yrigoyen rondaba los
treinta y seis años. Pronto la joven quedó embarazada y fue repudiada por su
familia que no aceptaba su relación clandestina con Yrigoyen.
En ese
entonces, Hipólito era diputado de la Nación e instaló a la joven en una casa
que alquiló para ella en la calle Ministro Inglés (más tarde Canning y hoy Raúl
Scalabrini Ortiz). Allí, el 27 de octubre de 1880, nació su primer hijo al que
llamó Eduardo Abel Campos. Nuevamente Yrigoyen se negó a reconocer la
paternidad del niño. Dominga y el bebe vivían solos. Hipólito cenaba con ellos
todas las noches y luego regresaba a la casa de los Alem donde vivía con su
pequeña hija Elena.
El 26
de enero de 1882, Dominga parió a una niña a la que llamó Sara Dominga Campos.
En los años siguientes, Dominga dio a luz otros dos niños que murieron poco
después de nacer probablemente porque la madre padecía una tuberculosis muy
avanzada.
Por
esos años, Yrigoyen dejó la política para dedicarse por entero al arredramiento
de campos donde compraba ganado flaco para engorde y reventa a los frigoríficos
ingleses, actividad donde mostró gran capacidad empresarial. Eran años de mucha
prosperidad en Argentina y Hipólito era un hombre austero y ahorrativo que supo
aprovecharlos.
La
actividad agrícola obligaba a Yrigoyen a pasar grandes períodos en el campo.
Mientras tanto, Dominga, en la ciudad, con apenas veinticinco años enfrentaba
la marginación y el desprecio de la gente de su medio social y de su propia
familia salvo sus hermanos Florencio y Carmen Campos que siempre la
acompañaron. Recibía puntualmente mes a mes las remesas de su pareja pero
estaba muy sola y enferma.
Finalmente,
Dominga falleció, en 1890, sola en las Sierras de Tandil donde se había
trasladado con la esperanza de recuperar la salud. Tenía solo 28 años y había
pasado los últimos diez junto al futuro caudillo radical.
En
1893, Hipólito Yrigoyen conoció a Aloysia Stephanie Baccichi, viuda del escritor
y estanciero Eugenio Cambaceres. Aloysia, que prefería que la llamaran Luisa
había nacido en Trieste, en ese entonces a Austria en 1855, tenía 38 años y era
viuda desde hacía cuatro años y tenía una pequeña hija: Rufina Cambaceres, que
moriría trágicamente a los diecinueve años.
Hipólito
la conoció cuando la visitó para arrendarle un campo de 13.000 hectáreas
denominado “El Quemado” en la localidad de Las Flores.
Para
estar cerca de una nueva enamorada, Hipólito Yrigoyen arrendó una modesta casa
en la calle Brasil a cuatro cuadras del “palacete” que la dama ocupaba
en la avenida Montes de Oca 269. De esa relación el 7 de marzo de 1897 nació un
niño: Luis Herman Baccichi que de adulto adoptó el nombre de Luis Herman
Yrigoyen aunque el caudillo nunca lo reconoció como hijo suyo y, a diferencia
de sus medio hermanos Elena, Eduardo y Sara, nunca se presentó a la justicia
para aclarar su paternidad ni participó de la sucesión de su padre.
Luis
Herman Yrigoyen (1897 – 1977) fue un destacado ingeniero agrónomo y botánico
que hizo carrera en la diplomacia. Fue cónsul en Berlín durante la Segunda
Guerra Mundial y embajador en Uruguay y la República Federal Alemana durante
los gobiernos radicales.
Luisa
Biccichi fue la última pareja conocida de Don Hipólito. Siempre la mantuvo en
las sombras aunque la visitaba todos los días y juntos compartían largas
estadías en el campo “El Quemado”.
El 12
de junio de 1924, falleció Luisa Baccichi había compartido silenciosa y
ocultamente treinta años de la vida de Yrigoyen y le había dado un hijo. Cuando
falleció ni una nota necrológica apareció en los diarios, ni siquiera una aviso
fúnebre. Yrigoyen la ocultó aún en su muerte.
La evidencia
más clara de la doble moral de Yrigoyen es su actitud frente al divorcio.
Yrigoyen era flexible y tolerante con él mismo y con sus partidarios y
principista en lo que hace a los asuntos públicos.
En
1922, la Cámara de Diputados de la Nación comenzó a tratar la ley de divorcio.
En esa oportunidad, Yrigoyen consideró necesario dirigirse por escrito a la
Honorable Cámara fijando la posición del Poder Ejecutivo ante tan trascendental
cuestión. “El tipo ético de familia -decía el escrito de Yrigoyen- que
nos viene de nuestros mayores ha sido la piedra angular en que se ha fundado la
grandeza del país; por eso, el matrimonio, tal como está preceptuado, conserva
en nuestra sociedad el sólido prestigio de la normas morales y jurídicas en que
reposa”.
“El
Poder Ejecutivo deja así expresado sus pensamientos inspirados en la defensa de
la estabilidad y armonía del hogar, fuente sagrada y fecunda de la patria.”[13]
Tal
como puede apreciarse, Hipólito Yrigoyen fue uno de los hombres públicos más relevantes
de Argentina en el siglo XX, cofundador de uno de los dos partidos políticos más
importantes del país. Fue también un caudillo de masas antes de aparecieran los
medios modernos de comunicación, que curiosamente se hizo célebre rodeándose de
misterio y ocultando su vida a sus partidarios y opositores.
Sus
partidarios siempre lo han presentado como un hombre fiel a los más elevados principios
morales pero, las evidencias históricas nos muestran otra cosa. Hipólito
Yrigoyen fue, por sobre todas las cosas, un político más convencido que lo que
era bueno para su partido era bueno para el país. Un hombre con sus grandezas y
sus miserias, no muy diferente de quienes le sucedieron en el sillón de
Rivadavia y de aquellos que forman nuestra actual clase política.
[1]
LUNA, Félix: Yrigoyen. Ed. El Coloquio. 3ra. Edición Buenos Aires 1975.
P. 419.
[2]
ALANIZ, Rogelio: Muerte de Hipólito Yrigoyen. Artículo publicado en http://rogelioalaniz.com.ar/muerte-de-hipolito-yrigoyen.
Buenos Aires 25 de julio d 2016.
[3]
LUNA, Félix: Ob. Cit. P. 58. Araceli Bellota en su libro: Los amores de
Irigoyen. Ed. B de Bolsillo. Bs. As. 2012. P. 199. Consigna los mismos
datos con una leve diferencia en el monto de dinero depositado en otros bancos.
[4]
ADQUIRIR UNA VIVIENDA: En 1940, el abuelo del autor, un inmigrante gallego
adquirió por $9.400.- una vivienda de tres habitaciones, patio, baño y cocina
en la calle Carrasco 660, entre las calles Morón y pasaje Hinojo, en el barrio
de Floresta, sobre un lote de 20 metros de frente por 50 metros de fondo.
[5]
GÁLVEZ, Manuel: Vida de Hipólito Yrigoyen. El hombre del misterio. 4ta
Edición. Ed. Tor. Buenos Aires, 1951. P. 51.
[6]
SPENCERISMO: Teorías basadas en las
ideas del ingeniero ferroviario convertido en sociólogo Herbert Spencer (1820 –
1903). Las principales premisas que sustentaba Spencer se pueden resumir en: la
no intervención del estado limitando su función a mantener el orden público y a
garantizar la propiedad privada, ha de dejar que las leyes naturales actúen a
través de la selección natural del más fuerte y selección de las especies
superiores mediante la libre competencia; abolición de todas las políticas de
bienestar (Ley inglesa de pobres de 1884), enfatiza que es la familia la que ha
de realizar funciones de protección liberando al estado de la carga; promueve
la lucha contra el comunismo y el estado de bienestar ya que suponen otra forma
de despotismo sobre las libertades individuales.
[7]
IBARGUREN, Carlos: La historia que he vivido. Ed. Dictio. Buenos Aires,
3ra Edición 1977. Ps. 426 y 430.
[8]
CRAWLEY, Eduardo: “Una casa dividida:
Argentina 1880 – 1980”. Ed. Alianza.
Bs. As. 1987. Pág. 49.
[9]
CRAWLEY, Eduardo: Op. Cit. Pág. 53.
[10]
IBARGUREN, Carlos: Ob. Cit. P.
[11]
COLUMBA, Ramón: El Congreso que yo he visto 1906 – 1943. Ed. Columba.
Buenos Aires 1974. P. 234
[12]
LUNA, Félix: Ob. Cit. Ps. 34 y 35.
[13]
BELLOTA, Araceli: Ob. Cit. P. 123
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