Eran los días del tercer
gobierno de Perón y el general había prometido rendirle cuentas al pueblo el 1°
de mayo de 1974. Los montoneros intentaron presionar al anciano general y este
los expulso del acto en la Plaza de Mayo.
“Vea, vea,
vea, que manga de boludos votamos a una muerta, una puta y un cornudo” gritaban
desafiantes miles de gargantas juveniles. El viejo caudillo volvía al balcón
que había sido escenario de sus mejores momentos políticos tras una forzada
ausencia de dieciocho años. Era su reencuentro con el pueblo peronista. Un
reencuentro que estaba demostrando no ser todo lo dulce que él tantas veces
había soñado en las largas tardes de su exilio madrileño. La juventud
maravillosa no venía a gritar “la vida por Perón” sino
a cuestionar por qué estaba “lleno de gorilas el gobierno popular”.
Perón reaccionó como solía hacerlo cuando era
desafiado. Antes que nada el anciano caudillo era, y lo había sido toda su
vida, un militar acostumbrado a mandar y ser obedecido. Además no era un
militar cualquiera, era un “general de la Nación”, en verdad de dos
naciones a la vez –Argentina y Paraguay-, además era el líder de un movimiento
político que había hecho del “verticalismo” –es decir de la
subordinación absoluta a su conductor- una de sus características
más sobresalientes. Por lo tanto, no iba a tolerar abiertas insubordinaciones
de sus seguidores.
Con el rostro encendido por la indignación, Perón
disparó: “Estúpidos”, “Imberbes” e
inmediatamente advirtió que “aún no había
tronado la hora del escarmiento”. En realidad el escarmiento habían
comenzado a darlo los parapoliciales de la Triple
A, con una bomba al senador radical Hipólito Solari Yrigoyen, pero el
anciano general omitió cualquier referencia a ello.
Las palabras del septuagenario caudillo sonaron
como un cachetazo en los oídos de los jóvenes de la Tendencia
Revolucionaria del peronismo, que hasta unos pocos meses antes, habían
imaginado que Perón los conduciría a una “Patria Socialista” similar
a la que había construido Fidel Castro para el pueblo cubano.
Ahora, contundente y brutal, Perón los despertaba
de sus sueños infantiles. No habría revolución ni liberación
nacional, la patria no sería socialista sino peronista y ellos no eran más
la “juventud maravillosa” sino los “infiltrados”.
Algo aturdidos, bajaron la cabeza, mordieron su rabia, enjuagaron alguna
lágrima de indignación y comenzaron a abandonar lentamente la histórica plaza.
Dejaban atrás su inocencia política y muchas ilusiones. No es aventurado
imaginar que entre aquellos jóvenes veinteañeros que arrastraban desalentados
sus banderas se encontraban Néstor Kirchner, Cristina Fernández, Dante Gullo la
por entonces diputada nacional por la Juventud Peronista, Nilda Garre y otras
figuras del gobierno actual.
En Argentina había comenzado el reflujo de masas en
el campo popular que desembocaría en la tragedia del 24 de marzo de 1976.
En adelante el 1º de mayo de 1974 sería recordado
como el día que Perón hecho a los
Montoneros de la Plaza.
PERON Y LOS MONTONEROS: UNA HISTORIA DE DESENCUENTROS
La relación que Perón mantuvo con los sectores de
la Tendencia Revolucionaria siempre fue una suerte de matrimonio de
conveniencia donde cada parte sospechaba de la otra y confiaba en que a la
larga impondría a ésta sus condiciones.
Las mentes más esclarecidas en la conducción de
Montoneros no se habían engañado nunca sobre la verdadera naturaleza del
peronismo. Consideraban a Perón como un político burgués, un populista
autoritario, en el fondo con ideas algo conservadoras, cuyo mayor mérito había
sido traducir con éxito las técnicas de propaganda y organización estatal del
fascismo mussoliniano a la realidad y cultura argentinas. Sin duda, un mérito
que no era menor.
Comprendían que el peronismo no era un partido
basado en la lucha de clases, sino en una inestable alianza entre el movimiento
obrero y la burguesía industrialista nacional arbitrada y controlada desde el
Estado. Es decir, un movimiento tibiamente reformista que como advirtiera su
conductor se proponía llevar a cabo una revolución con tiempo y no con sangre.
No obstante, los Montoneros confiaban que el tiempo
y la biología estaban a su favor. Creían en su capacidad para forzar a Perón
hacia posiciones gradualmente más revolucionarias. Tenían un gran poder de
movilización, controlaban la calle y contaban con un importante aparato
militar, además eran jóvenes y podían esperar. Más temprano que tarde, Perón
moriría dejando a la masa popular en un estado de orfandad política. En ese
momento, ellos se presentarían a cobrar su inversión, como herederos de Perón.
Juan D. Perón, por su parte, había vivido el Mayo
Francés del 68 desde Europa y sabía muy bien con quienes trataba, pero los
necesitaba como una pieza más -no la única y ni siquiera la principal- en su
armado estratégico. Confiaba que con el tiempo el peronismo terminaría por
digerir los ímpetus revolucionarios de estos jóvenes en el “trasvasamiento
generacional” que seguiría a su muerte. Esperaba cooptar a los
dirigentes más lúcidos a fuerza de cargos y prebendas y marginar solo a los
elementos más radicalizados. Perón creía que había un lugar dentro del
peronismo para estos “muchachos” siempre que no sacaran las
manos del plato.
El problema surgió por la incapacidad de la
Tendencia Revolucionaria de llevar a cabo un proceso de acumulación de poder
sin entrar en conflicto abierto con el liderazgo de Perón.
En la década de 1970 dos estrategias
revolucionarias dividían a la izquierda argentina. Por un lado, estaban los “movimientistas”, como Nahuel Moreno -es
decir, Hugo Brezzano-, que sostenían la necesidad de construir un gran “partido
de masas” como requisito previo al inicio de la lucha armada y la toma
del poder. En otras palabras, los que ponían el trabajo político por encima de
las acciones militares.
Por el otro lado, estaban quienes defendían la
estrategia conocida como “foquismo”,
cuyos principales teóricos eran Fidel Castro, Ernesto Che Guevara y Regis
Debray. Esta estrategia postulaba que era suficiente con crear un “foco
revolucionario” –desarrollando una guerra de guerrillas en un área rural
alejada- para encender la revolución en todo el país y tomar el poder. Hacia
esta última posición se orientaron los líderes del Partido Revolucionario de los Trabajadores y su Ejército Revolucionario del Pueblo,
Roberto “Roby” Santucho y el “pelado”
Enrique Gorriarán Merlo.
Dentro de la Tendencia
Revolucionaria convivían partidarios de ambas estrategias, el debate fue
intenso y apasionado, pero finalmente se impuso la visión foquista de la Conducción Nacional en manos de Mario
Firmenich, Roberto Quieto, Fernando Vaca Narvaja, Cirilo Perdía y otros jóvenes
partidarios de una salida militarista.
Estos últimos tomaron la decisión de acelerar el
proceso revolucionario presionando a Perón con declaraciones en favor de la
creación de milicias populares, ocupaciones de dependencias públicas,
movilizaciones populares e incluso acciones armadas como el asesinato del
Secretario General de la CGT, José Ignacio Rucci, pocas horas después de que
Juan D. Perón fuera elegido presidente constitucional por tercera vez.
Perón había reconocido los servicios que
prestaran para su retorno estos sectores combativos. Les concedió cargos en las
gobernaciones de provincias claves –Bs. As., Córdoba, etc.-, bancas en la
Cámara de Diputados, el control del ministerio de Educación y de las universidades.
Una importante cuota de poder, que no obstante pareció insuficiente a los
dirigentes de la Tendencia.
En realidad, el problema residía en la
inexperiencia política y la absoluta incapacidad para construir poder que
evidenciaba la conducción de la Tendencia Revolucionaria. Los cuadros juveniles
eran excelentes para movilizar a sus partidarios, idear consignas para los
actos y llevar a cabo otras acciones de agitación callejera. Pero su análisis
de la realidad era infantil, no fueron capaces de crear canales de comunicación
con la dirigencia política y en muchos casos se enteraron de lo que ocurría en
el gobierno del que formaban parte –al menos en teoría- por los diarios.
Además, su soberbia y omnipotencia los hacía creer
que cualquier acontecimiento que evidenciaba una derrota para ellos, o bien no
era una derrota o no era producto de un error de cálculo de su parte. En
síntesis, carecían de toda posibilidad de autocrítica.
Cuando se hizo evidente que Perón respondía a cada
provocación recortando el poder que les había otorgado: destituyó a Rodolfo
Galimberti de su cargo de Secretario de la Juventud en el Consejo Superior del
Justicialismo, los marginó de la comisión que organizó el retorno definitivo de
Perón, permitió la salvaje balacera del 20 de junio en los bosques de Ezeiza,
desplazó a Héctor J. Cámpora con quien Montoneros tenía una fluida relación,
intervino la UBA con una figura de ribetes nacional facistóides como Alberto
Ottalagano, desplazó al Teniente General Jorge Raúl Carcagno y al coronel Juan Jaime
Cesio artífices del “Operativo Dorrego”
que llevó a confraternizar a oficiales del Ejército con militantes de
Montoneros; finalmente avanzo contra los gobernadores y legisladores que
simpatizaban con la Tendencia.
Mientras tanto, lo única respuesta que era capaz de
articular la conducción de Montoneros consistía en realizar otra nueva “apretada” contra
el “Viejo”.
El choque final se produjo aquel 1º de mayo de hace
cuarenta años, sesenta días después Perón moría y era enterrado vistiendo su
querido uniforme de general. Pero para entonces nadie en Argentina creía que
los Montoneros fueran los herederos de Perón. Es más ni siquiera nadie creía
que los Montoneros fueran peronistas.
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