LA
TENDENCIA FUNDACIONAL EN LA POLÍTICA ARGENTINA
En Argentina, los políticos
cuando llegan al gobierno suelen adoptar en su gestión un tono fundacional. Es
decir, en la etapa inicial de su gobierno, cuando gozan de un amplio consenso,
y especialmente si la economía atraviesa por una etapa de prosperidad y
crecimiento, los gobernantes parecen renegar del principio de continuidad
jurídica del Estado. En otros casos esta negación de la continuidad está originada
por el hecho evidente de que el gobierno precedente fue tan caótico y nefasto
que, los nuevos habitantes de la Casa Rosada buscan establecer claras
diferencias con sus antecesores.
En la mayoría de los casos
quienes así proceden suelen olvidar que formaron parte de los elencos
gubernamentales del pasado y que tienen claras responsabilidades en los hechos
de los cuales están renegando.
En síntesis, en Argentina
los nuevos gobiernos al asumir suelen presentarse como algo nuevo y superador
de los errores y males del pasado.
Así, muchos nuevos
gobernantes parecen sentir que están viviendo en 1810 y por tanto gestando una
nueva república o al menos, un nuevo orden social y político. En algunos casos
incluso, a los efectos de acentuar esa ruptura con el pasado, declaran muy
sueltos de cuerpo que están llevando a cabo una “revolución”.
TODO
COMENZÓ EN 1916
Probablemente la tendencia
fundacional en Argentina comenzó en 1916 cuando Hipólito Yrigoyen llegó a la
presidencia por aplicación de la Ley Sáenz Peña que aseguró la pureza de los
procesos electorales. El célebre “Peludo”
comenzó por identificar al radicalismo con “la
causa nacional” que venía a poner fin al “régimen falaz y descreído” que había gobernado el país los últimos
cincuenta años. Es decir, los presidentes que habían construido al Estado
Nacional e inaugurado una prolongada etapa de crecimiento económico que no
habría de repetirse desde entonces.
La verdad que más allá de la
retórica –hoy diríamos del “relato”-
el radicalismo en el poder afortunadamente se diferenció muy poco de los
gobiernos que lo precedieron. Es cierto que se efectuaron algunos cambios
cosméticos, se renovaron los elencos dirigentes y se amplió la participación
política a los sectores medios de la sociedad, pero nada más. El radicalismo no
implicó ninguna transformación profunda en las relaciones de poder internas ni
en la inserción internacional del país. En síntesis, el radicalismo ni fundó
una nueva república ni llevó a cabo una revolución.
LAS
REFUNDACIONES MILITARES
La pretensión fundacional
resurgió en 1930 cuando el general José F. Uriburu desalojó a los radicales del
gobierno. Lo primero que hizo el general golpista fue anunciar que venía a
poner fin a los abusos creados por la Ley Sáenz Peña y la corrupción del
personalismo yrigoyenista. En nombre de la moralidad política, Uriburu creía
que bastaba un golpe de Estado llevado a cabo por un minúsculo grupo de
militares –esencialmente cadetes del Colegio Militar de la Nación- para poder
cambiar el sistema institucional del país gestando un régimen corporativo de
inspiración fascista. Como esas ideas eran extrañas al sentir de la mayoría del
pueblo argentino, Uriburu y el grupúsculo de nacionalistas que lo rodeaban pronto
se encontraron aislados y cuestionados por los propios militares que habían
tolerado pasivamente sus atropellos a la constitución. Finalmente primó la
cordura, en un arrebato de racionalidad, Uriburu convocó a unas elecciones
fraudulentas, que llevaron a la presidencia al general Agustín P. Justo y se retiró
discretamente a morir en París.
Así, lo único que Uriburu
logró fundar fue una era de golpes de Estado y protagonismo político de los
militares que asolaría a las instituciones del país por los siguientes sesenta
años.
En 1943, se produjo un nuevo
cuartelazo que también prometió moralizar al país. Esta vez los militares, conscientes
o no de lo que hacían, sí dieron origen a cambios más profundos y duraderos en
las instituciones del país. En 1946, un militar salido de las filas
revolucionarias logró formar una nueva coalición de fuerzas políticas que le otorgó
un protagonismo central en el escenario nacional por los siguientes treinta
años. En esta forma se gestó “La Nueva
Argentina de Perón y Evita” como insistiría hasta el hartazgo la propaganda
oficial del momento.
Lo cierto es que el
peronismo fue el único gobierno que, de alguna forma, estuvo más cerca de
introducir un cambio en el orden social y político vigente. Nuevas leyes
sociales y laborales, sumadas a una reforma constitucional, apuntaron hacia esa
transformación. Lamentablemente, en el peronismo quienes conducían al Estado comenzaron
a comportarse como jueces de la vida de los argentinos determinando que se
debía hacer o pensar. El Estado se convirtió en un gran empresario que no debía
preocuparse por ser eficiente sino por crear y mantener “fuentes de trabajo”. En nombre de la justicia social los
funcionarios públicos se convirtieron en árbitros de la economía con facultades
para determinar que empresas debían obtener ganancias y cuales eran condenadas
a la bancarrota.
Los dirigentes sindicales,
hasta entonces obreros que representaban a otros obreros en la lucha por
obtener mejoras salariales y laborales, se transformaron en burócratas al
servicio del partido gobernantes. Con el tiempo, los gremialistas irían cada
adquiriendo el carácter de empresarios, más dispuestos a negociar con el Estado
para mantener sus privilegios, que en defender los intereses de los obreros.
Por último, el peronismo
inauguró la era del clientelismo más descarado. Dirigentes nacionales y
punteros barriales comenzaron a crear una red de lealtades políticas
estructuradas sobre la base del intercambio de “ayuda social” por votos. Las movilizaciones masivas dejaron de ser
expresiones de la voluntad popular parar pasar a constituir una demostración
del poder de convocatoria de los distintos aparatos políticos ante su líder. Al
mismo tiempo, los adversarios políticos se convirtieron en enemigos que no
merecían “ni justicia”.
Los liderazgos políticos, y
hasta los más altos cargos públicos, pasaron a transformarse en una suerte de “bienes gananciales” que los dirigentes
graciosamente compartían con sus consortes del momento.
El presidente de la
República dejó de ser un ciudadano electo por el voto de otros ciudadanos para
convertirse en “el gran conductor” de
una revolución en marcha y, por tanto, en el único interprete del destino de la
Nación.
Pero, como el poder absoluto
termina por corromper al más pintado, finalmente en 1955 llegó la “Revolución Libertadora” que prometió
poner fin a la “Segunda Tiranía”
–recordemos a los lectores más jóvenes que, en esta interpretación, la primera
tiranía fue el gobierno de Juan Manuel de Rozas-. Pero lo único significativo
que hicieron los revolucionarios del 55 fue fusilar a los revolucionarios del
56. No sólo les fue imposible terminar con el peronismo sino que acabaron
anulando ilegalmente la constitución, estableciendo una nueva proscripción y
entregando el poder a un presidente –Arturo Frondizi- que había pactado su
ingreso a la Casa Rosada precisamente con Perón. Otro éxito de un golpe de
Estado militar.
Así, de planteo militar en
planteo militar el país arribó a 1966, cuando el general Juan Carlos Onganía y
sus camaradas de armas decidieron instaurar “La
Revolución Argentina”. Esta vez los militares habían llegado para quedarse
–al menos hasta que Perón se muriera en su exilio madrileño, por aquello de muerto
el perro…- Después de todo si Francisco Franco llevaba treinta años gobernando
a España, Onganía bien podía hacer los
mismo durante los siguientes veinte.
Afortunadamente, Argentina
no era España, ni Onganía era Franco. El adusto y solemne general de los
grandes bigotes se mantuvo en el poder por escasos cuatro años. Una combinación
de movilizaciones populares, acciones terroristas y conspiraciones militares lo
forzaron a renunciar. Le sucedieron otros generales –Levinston y Lanusse- que
trataron infructuosamente de emparchar el proceso militar hasta que los hechos
los obligaron a aceptar lo inaceptable: es decir, el retorno de Perón.
En mayo de 1973, dio
comienzo un nuevo proceso fundacional que esta vez se hizo bajo el lema de “La Argentina Potencia”. Se inició con
el “gobierno nacional y popular” del
dentista Héctor J. Cámpora que se prolongó por interminables 49 días y siguió
con el retorno del “Primer Trabajador”
a la Rosada.
Perón aseguró que retornaba
como “un león herbívoro”, sin embargo
se hizo tiempo para inaugurar el terrorismo de Estado de la mano de la Triple A
y para dejarle el país como herencia a su esposa María Estela Martínez Carta.
Perón partió hacia la eternidad dejando tras de sí un país en llamas.
Posiblemente, él no inició el incendio pero tampoco contribuyó a apagarlo.
Fue entonces cuando los “jóvenes idealistas”, en un arranque más
de infantilismo revolucionario, creyeron que había que “agudizar las contradicciones” para que el pueblo tomara verdadera
conciencia de quien defendía sus intereses. Para ello comenzaron a asesinar
militares, atacar cuarteles y hasta trataron de convertir a los montes
tucumanos en una nueva “Sierra Maestra”.
Juventud maravillosa…
En la confrontación de
aparato militar contra aparato militar triunfó el que más “fierros” tenía; pero en la lucha política los “imberbes” encontrarían su compensación. Los militares entraron en
su juego y pusieron fin a las instituciones democráticas, sin medir que al
hacerlo perdían la legitimidad de su lucha.
En marzo de 1976, comienza
una nueva utopía fundacional. Como la palabra “revolución” podía llevar a equívocos en ese momento, los militares
decidieron bautizar su intervención como “Proceso
de Reorganización Nacional”, un nombre algo pomposo pero que pone de
relieve cuál era su pensamiento. El resultado de esta reorganización es bien
conocido: casi siete mil “muertos – desaparecidos”, la generalización de la
tortura, niños apropiados a quienes se les robo su identidad y el amor de sus
familias biológicas, para culminar el Proceso con una guerra internacional que,
aunque justificada, fue una muestra más de la improvisación y el mesianismo en
que habían caído los militares.
La derrota en Malvinas terminó
con cualquier atisbo de sustentabilidad o consenso de que pudiera gozar el
gobierno de facto. Los militares, en estampida, decidieron retornar a los
cuarteles antes de que la movilización popular los forzara ello.
LA
DEMOCRACIA TAMBIÉN PUEDE SER FUNDACIONAL
En diciembre de 1983,
inesperadamente Raúl Alfonsín se convierte en presidente constitucional de una
república recuperada. El pueblo argentino tenía muy presente el caótico período
de 1973 a 1976 y no quiso correr el riesgo de repetir la experiencia. Pero, ni
Alfonsín ni los muchachos de la Coordinadora radical que lo rodeaban hicieron
esa lectura. En sus cinco minutos de gloria, Don Raúl creyó que estaba fundando
el “Tercer Movimiento Histórico” y
que “Cien días de democracia” eran
suficientes para garantizar “Cien años de
Democracia”, pero se equivocaba. Ni el Plan Austral, ni la acelerada democratización
de la sociedad, pudieron evitar la Semana Santa de 1987. Finalmente, la “casa estaba en orden” pero, el gobierno
debió archivar sus sueños de refundar la República.
El peronismo retornó al
gobierno en julio de 1989, de la mano del impredecible riojano Carlos S. Menem.
La Argentina en plena crisis económica debía enfrentar a un mundo que cambiaba,
terminaba la Guerra Fría y el “Consenso
de Washington” imponía las reglas de un “nuevo
orden internacional”, el peronismo para gobernar tuvo que adaptarse. Se
abandonó el estatismo dirigista, las empresas del Estado fueron privatizadas,
un peso se hizo igual a un dólar, desapareció la inflación y gracias a las “relaciones carnales” con los EE. UU.,
la Argentina pasó a ser un país, o casi. Quizás Menem no refundó a la Argentina
pero si fundó un nuevo tipo de peronismo. ¿Cómo no pensar entonces en la
reelección? Así surgió la reforma constitucional que permitió a Menem presidir
el país por diez años y seis meses y lo convirtió en el argentino que más
tiempo seguido ejerció la presidencia durante el siglo XX. Pero, como toda
fiesta llega a su fin, la re-relección se esfumó, el menemismo se quedó sin
sucesor y se agotó como expresión política y electoral.
En diciembre del 2001, la
debacle del gobierno de La Alianza,
presidido por Fernando De la Rúa, y la alegre proclamación del default por
Adolfo Rodríguez Saá unos días más tarde, crearon unas explosivas condiciones.
Era el fermento adecuado para que alguien elucubrara un nuevo proyecto
fundacional.
El encargado de hacerlo fue
Néstor Kirchner, el primer argentino que llegó a la presidencia de la Nación
sin triunfar en los comicios y con el más escaso apoyo electoral de la historia
(tan sólo el 22% de los votos emitidos). Pese a ser una expresión política
minoritaria, el kirchnerismo contaba con la decisión, la falta de escrúpulos y
la resolución necesaria para “ir por todo”.
Néstor y Cristina, una vez
en la Casa Rosada decidieron quedarse algunas décadas en la presidencia. Hay
que reconocer que la idea era buena. El matrimonio se alternaría en el gobierno
indefinidamente sin necesidad de reformar la constitución.
La diarquía gobernante
inmediatamente contó con el apoyo irrestricto de los sectores progresistas. Los
sobrevivientes de la debacle revolucionaria de los años setenta rápidamente
comprendieron que el kirchnerismo les brindaba la revancha histórica que venían
rumiando desde entonces.
Todo marchaba relativamente
bien cuando surgió el factor sorpresa. En 2010, contra todo lo previsto, Néstor
abandonó el escenario político y la vida. Cristina se quedó sola y el proyecto
perdió a su fundador y pilar esencial. La presidente enfrentó la tragedia con
entereza y sin amilanarse encaró la reelección apoyándose en su imagen de viuda
doliente. Con los fondos que el ANSES distribuía generosamente y la economía de
soja todavía floreciente, el 54% del electorado puso sus esperanzas en que “el modelo de crecimiento con inclusión” siguiera
funcionando, al menos por un tiempo, pero más sabiendo que Cristina se quedaba
sin reelección. Por un momento, Cristina, como Menem, se cree eterna y sueña
con la reelección indefinida.
Pronto se hizo evidente que era
sólo un sueño de primavera, todo comenzó con el invierno recesivo que mostró la
fragilidad de “el modelo”. y los
escándalos de corrupción: primero los Sueños
Compartidos de Schoklender y la Madres, luego Boudou y el Affaire Ciccone, seguidos de error tras
error en la gestión económica que dinamitaron lo poco bueno de ese “modelo”. Comprendiendo que se acercaba el
fin del ciclo kirchnerista, sus aliados comenzaron a desertar, florecieron las
rebeldías y las aspiraciones políticas postergadas de muchos.
ADELANTAR
EL FINAL
La presidente ha tratado,
con renovados gestos de terquedad y autoritarismo, que la retirada del
kirchnerismo no se transforme en una desordenado desbandade. Aspira, a partir
del 2015, a reagrupar a sus incondicionales, sobre la base de un núcleo duro de
diputados y el activismo de La Cámpora,
en un frente opositor capaz de bloquear cualquier persecución judicial o
política. Pero hoy, también este objetivo parece muy difícil de alcanzar.
Ante un cuadro de situación que
muestra al 27% de la población viviendo en la pobreza, los precios en las
góndolas de los supermercados incrementándose un 40% en el último semestre, a
la recesión devorando 25.000 empleos en tan sólo un trimestre, mientras que el
gasto público aumenta un 40%, la inflación ronda el 35%, crecen los despidos,
suspensiones y vacaciones anticipadas al mismo tiempo que cierran negocios y
restaurantes por doquier, en tanto que el gobierno intenta negar un segundo
default en trece años, se hace evidente que no hay “relato” capaz de encubrir el terrible desaguisado en que se ha
convertido la actual gestión de Cristina Fernández de Kirchner. Es quizás por
ello que algunos dirigentes comenzaron a pensar que posiblemente quinientos
días sean mucho tiempo para esperar un traspaso ordenado del poder.
Nadie quiere ser el primero
en expresarlo, pero muchos creen que adelantar las elecciones al primer
semestre de 2015 no es tan mala idea. Incluso, que el 9 de julio de 2015 podría
ser una buena oportunidad para el traspaso del gobierno. En esta forma se
preservaría el principal capital que hoy les queda a los argentinos: una
república, algo devaluada pero todavía democrática. El otro escenario, en el que
nadie quiere pensar, se parece demasiado a Venezuela y no vale la pena evaluarlo.
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