El Plan de Control Territorial del
presidente Nayib Bukele dispara una crisis institucional en el pequeño país
centroamericano de El Salvador que pone en riesgo 28 años de estabilidad
democrática.
Ubicado
en el corazón de Centroamérica, con bellas costas sobre el Pacífico y un
reducido territorio de 21.000 km² (el puesto 152 entre 189 países) densamente
poblado por siete millones de habitantes, que lo convierten en el Estado más
densamente poblado del continente con 300 habitantes por km², la República de
El Salvador se enfrenta hoy a una seria crisis institucional.
Tras
doce años de una cruenta guerra civil que costo la vida de más de 75.000
salvadoreños y donde ambos bandos cometieron graves violaciones a los derechos
humanos, el país se estabilizó, en 1992, cuando desapareció el Bloque Soviético
y la URSS. Sin apoyo internacional, la guerrilla de las Fuerzas Populares de
Liberación Farabundo Martín suscribieron un acuerdo de paz con el gobierno y se
convirtieron en un partido político legal.
Después de los acuerdos se produjo una alternancia democrática entre la derechista Alianza
Republicana Nacionalista -ARENA- y el izquierdista Frente Farabundo Martí de
Liberación Nacional -FMLN-.
La
alternancia bipartidista finalizó el 1° de junio de 2019, cuando asumió la
presidencia del país el joven alcalde de la ciudad Nuevo Cuscatlán, Nayib
Bukele, de tan sólo 37 años, candidato del partido Gran Alianza por la Unidad
Nacional -GANA-.
El
nuevo presidente encaró la difícil tarea de solucionar los problemas más acuciantes
del país. Entre ellos una pobreza extrema que afecta a uno de cada tres
salvadoreños y la violencia criminal protagonizada especialmente por las
pandillas criminales denominadas “maras”, especialmente la Mara Salvatrucha (MS
13) nacida en los Estados Unidos en la década de 1980.
Las
maras son responsables de que anualmente sean asesinadas 50,3 personas de cada
cien mil habitantes.
Bukele
ha decidido encarar el problema de la violencia generada por las pandillas con
una política basad en tres ejes centrales.
El
primero, controlando los recursos financieros del crimen organizado, en
especial, los provenientes del narcomenudeo, el cobro de protección a los
pequeños comerciantes y “peaje” a los vendedores ambulantes.
El
segundo eje consiste en controlar los cascos históricos de las grandes ciudades
con cámaras de vigilancia y mayores patrullajes de efectivos policiales. Estas
áreas son el territorio criminal por excelencia donde las maras llevan a cabo
sus principales actividades.
El
último eje implica una seria reforma penitenciaria. Debido al gran número de
peligrosos “mareros” encarcelados y la difusa estructura de control de
la fuerza penitenciaria salvadoreña, los penales se han convertido en un
territorio liberado para el crimen organizado. Los internos están armados y
controlan el interior de las cárceles, mientras que el personal penitenciario
solo mantiene la seguridad de los muros periféricos. Entre los internos solo
rige la autoridad de las maras y desde allí se planifican y coordinan sus
negocios criminales. Bukele se propone terminar con esa situación instalando
para ello inhibidores de señales para evitar el funcionamiento de la telefonía
celular y renovando al personal penitenciario eliminando a los funcionarios más
corruptos.
Este
Plan de Control Territorial, que cuenta con el público respaldo de los altos
mandos de las fuerzas armadas y de la Policía Nacional Civil implica realizar
importantes inversiones. Para financiar su programa de seguridad el presidente
Bukele ha gestionado, en agosto de 2019, un préstamo de 109 millones de dólares
por parte del Banco Centroamericano de Integración Económica.
Pero,
la Asamblea Legislativa, controlada por la oposición tanto de derecha -ARENA-
como de izquierda -FMLN- se negó a discutir la aprobación del préstamo. GANA,
el partido oficial solo cuenta con diez de los ochenta y cuatro diputados del
parlamento, mientras que la oposición unificada reúne 60 bancas.
A pedido
del presidente Bukele, el Consejo de Ministros invocó el artículo 67 de la
Constitución de El Salvador que le otorga la potestad de “convocar
extraordinariamente a la Asamblea Legislativa, cuando los intereses de la
República lo demanden”.
No
obstante, los diputados rechazaron la excepcionalidad de la medida y la
Asamblea no sesionó por falta de quórum, ya que solo se presentaron veinte
legisladores al recinto legislativo.
El
domingo 9 de febrero, el presidente Bukele irrumpió en el Salón Azul del
edificio de la Asamblea acompañado de efectivos armados de las fuerzas armadas
y de la policía. El mandatario intimó a los legisladores a aprobar el préstamo
o exponerse a que se invoque el artículo 87 de la Constitución que llama al
pueblo a la insurrección.
Los
legisladores pertenecientes a ARENA y el FMLN se niegan a aprobar el préstamo
aduciendo que el pedido del presidente no consigna claramente en que se
invertirán los fondos solicitados ni qué empresas provocaron los nuevos equipos
de vigilancia y seguridad.
Mientras
que Bukele, quien cuenta con el respaldo total de los mandos militares y
policiales y que, luego de siete meses de gestión, goza del respaldo del 80%
del electorado salvadoreño, acusa a los legisladores de complicidad con los
grupos del crimen organizado y de ceder a las amenazas de las maras.
El
presidente Bukele esta muy próxima a los habituales “autogolpes”
latinoamericanos en que los presidente disuelven a Congresos que le resultan
hostiles. En Argentina, en 1908, el presidente José Figueroa Alcorta fue precursor
en la aplicación de esta medida inconstitucional. El presidente peruano Alberto
Fujimori hizo algo similar en 1992. Más recientemente otro presidente peruano,
Martín Vizcarra, recurrió a la misma práctica el pasado 30 de septiembre.
La
disolución inconstitucional de un poder del Estado no es otra cosa que un
atentado contra la gobernabilidad democrática, un auténtico “golpe de Estado” y
por tanto ninguna razón lo justifica. Es una práctica ilegal, la aplique
Nicolás Maduro o Nayib Bukele.
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