Kenia atraviesa una de las crisis más
graves de gobernabilidad de las últimas décadas. Lo que comenzó como una
conmemoración del aniversario de las multitudinarias protestas de junio de 2024
ha desembocado en una espiral de violencia, represión y malestar social que
amenaza con desbordar a un gobierno cada vez más cuestionado por su gestión
política y económica.
El
pasado 25 de junio, miles de personas —en su mayoría jóvenes— salieron
nuevamente a las calles de Nairobi, Mombasa y otras grandes ciudades del país
para recordar a los al menos 60 manifestantes asesinados un año atrás por la
policía durante las protestas contra una ley de aumento de impuestos promovida
por el presidente William Ruto. Esta vez, las cifras oficiales, recogidas por
Amnistía Internacional, cifran en 16 los muertos por disparos de las fuerzas de
seguridad y en más de 400 los heridos, 83 de ellos en estado grave.
El
epicentro de las manifestaciones fue la capital, Nairobi, donde edificios
gubernamentales y comercios fueron saqueados e incendiados. El Gobierno
reaccionó con dureza: gases lacrimógenos, cañones de agua y un apagón
informativo que incluyó la suspensión de transmisiones en directo y el bloqueo
de redes sociales como Telegram y X. “Lo que ocurrió ayer no fue una
manifestación. Fue terrorismo disfrazado de protesta”, declaró el ministro
del Interior, Kipchumba Murkomen, quien incluso habló de un intento de golpe de
Estado frustrado.
Pero
detrás del estallido hay algo más profundo que simples actos vandálicos. Los
manifestantes, que portaban pancartas con los nombres de los asesinados en
2024, reclamaban justicia por el reciente asesinato bajo custodia policial del
bloguero Albert Ojwang, una figura popular entre la juventud keniana. Su
muerte, atribuida a golpes recibidos durante el arresto, ha encendido aún más
los ánimos.
Una
generación sin futuro
Las
protestas están lideradas por jóvenes de la Generación Z —nacidos entre
mediados de los años noventa y la primera década de este siglo— que ven
esfumarse las promesas de progreso que William Ruto les hizo durante la campaña
de 2022. El desempleo juvenil supera el 30 %, la inflación se mantiene en torno
al 8 % anual, y la deuda pública ya alcanza el 70 % del PIB. A esto se suma un
Estado percibido como corrupto, ineficiente y represivo.
“La
situación económica es insoportable. Nos prometieron trabajo, pero lo que
tenemos es represión, impuestos imposibles y desapariciones forzadas”,
denuncia Rodgers, un activista del Movimiento de Justicia Social. Para él, la
lucha no es solo contra el alza de impuestos, sino contra “un sistema
definido por el autoritarismo, la violencia policial, la dominación extranjera
y la privatización de todos los bienes públicos”.
De
la conmemoración al caos
Lo
que comenzó como una vigilia pacífica acabó degenerando en una jornada de
violencia que dejó una capital en ruinas. Comerciantes como Josephine Apondi
han perdido todo: “Saqueadores robaron teléfonos y electrónicos por más de
dos millones de chelines (U$S 20.000). Es algo en lo que hemos invertido toda
la vida”, lamenta. Edificios emblemáticos como la Casa Musa, el más
importante centro comercial y sede de empresas multinacionales sito en el
centro de Nairobi, fueron reducidos a cenizas. Las protestas se extendieron a
27 de los 47 condados del país.
Amnistía
Internacional ha denunciado ejecuciones extrajudiciales y el uso de munición
real por parte de la policía. La Comisión de Derechos Humanos de Kenia ha
exigido una investigación independiente, mientras que la ONU ha expresado su “profunda
preocupación” por los abusos cometidos.
¿Un
punto de no retorno?
La
situación abre un horizonte incierto. William Ruto ha optado por endurecer el
discurso y promete “mano dura” para evitar que “Kenia caiga en la
anarquía”. Sin embargo, los analistas advierten que la represión solo puede
radicalizar aún más a un movimiento que ha demostrado una notable capacidad de
organización y articulación política desde abajo.
“La
crisis en Kenia es política, económica y sistémica. Es una crisis de
legitimidad”, asegura Rodgers. La desafección hacia
las élites políticas tradicionales, la desigualdad creciente y la falta de
horizontes han cristalizado en un movimiento intergeneracional que ya no teme
enfrentarse al poder establecido.
La
posibilidad de que el país, considerado durante años uno de los más estables
del África subsahariana, se adentre en un ciclo de protestas incontrolables y
represión violenta preocupa tanto a la comunidad internacional como a los
actores económicos regionales. “El futuro inmediato dependerá de la
capacidad del Gobierno para abrir canales de diálogo y de su voluntad de
reformar un sistema cada vez más disfuncional”, sostiene Irungu Houghton,
director de Amnistía Internacional en Kenia.
Por
ahora, lo único claro es que la rabia ha vuelto a las calles y que la
Generación Z de Kenia no está dispuesta a callar.
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