Una cruenta guerra civil azota a la
nación sudanesa desde hace dos años con su secuela de víctimas civiles, trece
millones de desplazados, violaciones a los derechos humanos y atroces hambrunas
ante la criminal indiferencia de las principales naciones. Mientras el mundo
clama por los niños palestinos muertos y heridos nadie menciona a los niños
sudaneses que mueren de hambre o son reclutados como soldados.
Contenido:
La República de Sudán es uno de los cincuenta y cuatro estados que
forman el continente africano. Su capital es Jartum y la ciudad más
poblada es Omdurmán.
Está situado al
noreste de África y comparte frontera con Egipto al norte, con el mar
Rojo al noreste, con Eritrea y Etiopía al este, con Sudán del Sur al
sur, con la República Centroafricana al suroeste, con Chad al oeste y
con Libia al noroeste.
La población de Sudán
es una combinación de africanos originarios con lengua madre nilo-sahariana y
descendientes de emigrantes de la península arábiga. Debido a un proceso de
arabización, común al resto del mundo musulmán, hoy en día la cultura islámica predomina
en Sudán.
El país tiene una
larga historia, que se remonta a la Edad Antigua, cuando se entrecruza
profundamente con el pasado de Egipto, y con el periodo de dominación colonial
europea hasta obtener su independencia el 1° de enero de 1956. Sudán sufrió
diecisiete años de conflicto armado durante la Primera Guerra Civil Sudanesa (1955-1972),
seguidos de conflictos étnicos, religiosos y económicos entre la población del
norte árabe-musulmana y la población del sur animista, nilótica-cristiana y
negra que desembocaron en la Segunda Guerra Civil (1983-2005).
Debido al continuo
desequilibrio político y militar, se llevó a cabo un golpe de Estado en el año
1989 encabezado por el entonces brigadier Omar Hassan Ahmad al-Bashir, quien
terminó autoproclamándose, en 1993, presidente de Sudán. La segunda guerra
civil terminó tras la firma, en 2005, del Acuerdo General de Paz que
supuso la redacción de una nueva constitución y le dio autonomía a lo que en
aquel momento era la región sur del país. En un referéndum llevado a cabo en
enero de 2011, dicha región obtuvo los votos necesarios para independizarse,
hecho que concretó el 9 de julio de 2011. El nuevo Estado secesionista adoptó
la denominación de República de Sudán del Sur.
Desde
hace dos años este sufrido Estado africano vive una cruenta guerra civil, en la
cual el país más grande de África ha quedado reducido a un campo de batalla sin
reglas, sin rumbo y sin testigos. Mientras los combates entre el ejército del
general Abdel Fattah al-Burhan y las milicias paramilitares de las Fuerzas de
Apoyo Rápido (FAR), lideradas por Mohamed Hamdan Dagalo —alias Hemedti—
continúan desangrando al país, la comunidad internacional observa en silencio.
El precio lo pagan, como siempre, los civiles: más de 13 millones de
desplazados, 30 millones en necesidad urgente de ayuda humanitaria y regiones
enteras sumidas en la hambruna y el colapso sanitario.
Un
conflicto entre generales
El
conflicto sudanés no tiene matices. Dos hombres luchan por el poder absoluto en
un país donde la democracia fue apenas un espejismo tras la caída de Omar
al-Bashir en 2019. Lo que comenzó como una alianza militar contra el
autoritarismo terminó devorándose a sí misma tras el golpe de Estado de 2021.
Desde entonces, Al-Burhan y Hemedti han convertido Sudán en un tablero de
guerra. Las armas sustituyeron al diálogo. Las balas, a las urnas. Y la
esperanza, al miedo.
Las
FAR, que nacieron como una amalgama de milicias irregulares en la región de
Darfur, se consolidaron bajo el mando de Hemedti como una maquinaria autónoma y
brutal, con acceso a minas de oro, rutas de contrabando y aliados externos. El
ejército regular, en cambio, apuesta por una imagen institucional y el control
del espacio aéreo, mientras mantiene el apoyo de países como Egipto y,
recientemente, Irán.
En
medio de esta pugna, el Estado sudanés se ha disuelto. Ya no existe un Gobierno
funcional. No hay justicia, ni servicios, ni seguridad. Solo hay guerra, hambre
y muerte.
Un
país dividido
Hoy,
el norte y el este del país están en manos del ejército. El oeste y el sur,
especialmente la región de Darfur, están bajo dominio de las FAR. La capital,
Jartum, ha sido escenario de batallas encarnizadas y, tras ser recuperada por
las fuerzas de Al-Burhan, ahora es símbolo de un gobierno militar que intenta
reorganizarse.
Pero
la guerra está lejos de terminar. La región de Darfur se ha convertido en el
nuevo epicentro de los combates. Las FAR han intensificado su ofensiva y, según
datos de Naciones Unidas, solo en la última semana más de 400 personas murieron
en ataques a campos de desplazados como el de Zamzam, en Darfur Norte. La
estrategia es clara: consolidar un gobierno paralelo en el oeste del país,
controlando cuatro de las cinco capitales de Darfur. Si El Fasher, la última
ciudad en disputa, cae, Sudán quedará definitivamente partido en dos.
Mujeres
y niños, las víctimas invisibles
El
88% de los desplazados son mujeres y niños, según ACNUR. Son los rostros más
invisibles de esta tragedia. Expuestas a la violencia sexual sistemática
—documentada por Amnistía Internacional como crimen de lesa humanidad—, a la
desnutrición y a la falta total de asistencia médica, muchas de ellas vagan sin
rumbo entre fronteras o sobreviven en campos improvisados donde ya no llegan ni
medicamentos ni alimentos.
La
red sanitaria del país ha colapsado. Más del 70% de los hospitales no funciona.
Los centros médicos son tomados por los combatientes. Médicos sin Fronteras ha
denunciado el secuestro de personal sanitario por parte de las FAR para atender
a sus heridos. Brotes de cólera, sarampión y difteria se extienden sin control.
El sistema está tan destruido que muchas operaciones de urgencia ya no se
realizan, y enfermedades tratables se convierten en sentencias de muerte.
Indiferencia
global
Pese
a la magnitud de la crisis, la respuesta internacional ha sido tibia, cuando no
inexistente. A dos años del inicio del conflicto, solo el 6,6% de los fondos
humanitarios solicitados por Naciones Unidas ha sido cubierto. La ONU no ha
conseguido aprobar un embargo de armas integral, pese a las evidencias de
crímenes de guerra en ambos bandos. Las principales potencias han evacuado a su
personal diplomático y cerrado embajadas, mientras los países vecinos —Egipto,
Chad, Sudán del Sur— reciben a millones de refugiados con infraestructuras al
límite.
“El
mundo ha decidido mirar hacia otro lado”,
denuncia Erika Guevara Rosas, de Amnistía Internacional. “Vergüenza para los
perpetradores, pero también para los gobiernos que permiten que esta barbarie
continúe”.
España,
por ejemplo, ha destinado apenas 1,5 millones de euros este año a la ayuda
humanitaria en Sudán. Una cifra simbólica frente a una catástrofe humanitaria
que, según la propia AECID, se ha triplicado en gravedad en los últimos doce
meses.
La
paz imposible
Ni
Al-Burhan ni Hemedti han mostrado voluntad alguna de negociar. Las iniciativas
impulsadas por Arabia Saudita, Egipto, la Unión Africana o la ONU han fracasado
estrepitosamente. Las treguas duran horas, y cada nuevo intento de diálogo es
desmentido a cañonazos.
La
reciente conferencia organizada en Londres por la Unión Europea, Francia,
Alemania y Reino Unido ni siquiera invitó a las partes en conflicto. El gesto,
simbólico, refleja el grado de aislamiento en que han caído los beligerantes… y
también el agotamiento de la diplomacia.
Entretanto,
las FAR amenazan con lanzar una ofensiva desde Darfur hacia el norte. Atacan
infraestructuras clave, como presas y aeropuertos, con drones de dudoso origen.
El ejército responde con ataques aéreos masivos. Y el país se desangra.
La
revolución traicionada
En
2019, Sudán fue símbolo de esperanza. Una revolución popular, liderada por
jóvenes, mujeres y profesionales, tumbó a un dictador que llevaba tres décadas
en el poder. Pero la transición democrática naufragó en apenas dos años,
arrastrada por los mismos militares que prometieron protegerla. Hoy, aquellos
manifestantes están muertos, exiliados o silenciados.
Sudán,
cuna de civilizaciones antiguas, vuelve a ser rehén de sus guerras
contemporáneas. Una tierra rota por la ambición de sus líderes y la
indiferencia del mundo. Una típica tragedia africana sin titulares, pero con
millones de víctimas.