domingo, 29 de junio de 2025

Las tensiones fronterizas entre Tailandia y Camboya sacude al gobierno de Shinawatra


 

La histórica tensión entre Tailandia y Camboya ha vuelto a estallar en una crisis diplomática y militar que pone contra las cuerdas al gobierno tailandés de Paetongtarn Shinawatra.

 

La reciente muerte de un soldado camboyano durante un enfrentamiento fronterizo el pasado 28 de mayo ha reavivado viejos fantasmas nacionalistas, ha llevado al cierre total de pasos fronterizos y ha desencadenado una ola de protestas internas en Bangkok que amenaza la estabilidad política de la primera ministra.

En el epicentro del conflicto se encuentra el centenario litigio territorial sobre templos y áreas fronterizas sin demarcar, entre ellas el controvertido santuario de Preah Vihear, cuya soberanía fue adjudicada a Camboya en 1962 por la Corte Internacional de Justicia (CIJ), decisión que Tailandia nunca ha terminado de aceptar. La escalada reciente comenzó cuando fuerzas camboyanas, escoltando a civiles, entonaron su himno nacional en el templo Ta Moan Thom, lo que provocó la intervención del Ejército tailandés.

Lejos de limitarse a un asunto de diplomacia y geografía, la disputa ha tenido un efecto devastador en la política interna tailandesa. El pasado 28 de junio, unas 17.000 personas tomaron las calles de Bangkok exigiendo la dimisión de Shinawatra. La chispa fue la filtración de una conversación telefónica entre la mandataria y el presidente del Senado camboyano, el veterano Hun Sen, en la que criticaba a un alto mando del Ejército tailandés. Para muchos sectores nacionalistas, esa deferencia hacia una figura cercana al régimen camboyano fue una muestra inaceptable de debilidad. “Desde el corazón de un tailandés, nunca habíamos tenido un primer ministro tan débil”, exclamó entre aplausos el guía turístico Tatchakorn Srisuwan en medio de la multitud.

La primera ministro Paetongtarn representa a una generación nueva dentro de la influyente familia Shinawatra: combina formación académica, experiencia empresarial y una ascendente carrera política. Como primera ministra más joven (37 años) y segunda mujer en ese cargo, enfrenta el reto de estabilizar un país marcado por golpes militares, divisiones ideológicas y la omnipresencia de la influencia de su padre.

 

Por elmomento, el escándalo ha provocado la ruptura de la coalición gobernante, con la salida del partido conservador Bhumjaithai, y ha dejado a Shinawatra enfrentada a una moción de censura que se debatirá en el Parlamento el próximo 3 de julio. Además, el Tribunal Constitucional tiene previsto pronunciarse sobre una petición de destitución, lo que podría derivar en su suspensión temporal.

La respuesta del Gobierno ha oscilado entre la moderación diplomática y el endurecimiento de las medidas fronterizas. Paetongtarn ha reforzado los controles en los siete pasos fronterizos, limitando su uso exclusivamente a casos humanitarios y estudiantiles. Además, su administración ha bloqueado las exportaciones de bienes esenciales hacia Camboya, incluidos combustible y electricidad, bajo el argumento de combatir los centros de estafas en línea que, según Bangkok, operan desde suelo camboyano.

Camboya, por su parte, ha respondido con un boicot económico y una ofensiva diplomática. Phnom Penh ha elevado el caso a la Corte Internacional de Justicia, alegando que los mecanismos bilaterales no han dado resultado. “No queremos la guerra, pero no podemos quedarnos quietos y dejar que abusen de nosotros”, declaró el primer ministro Hun Manet tras visitar tropas desplegadas en la zona en disputa.

El trasfondo del conflicto también pone en evidencia las diferencias estructurales entre ambos regímenes políticos. Mientras Tailandia, oficialmente una monarquía constitucional, continúa gobernada de facto por una élite militar que ha intervenido en repetidas ocasiones en la vida política —incluidos los golpes de Estado de 2006 y 2014—, Camboya es un régimen autoritario bajo el control del Partido del Pueblo Camboyano, liderado durante décadas por Hun Sen y actualmente por su hijo Hun Manet. El país vecino funciona como una democracia formal pero profundamente centralizada, donde el poder judicial y legislativo están bajo la influencia del Ejecutivo.

El conflicto fronterizo ha reabierto heridas en una región acostumbrada a convivir con el nacionalismo latente y las memorias de antiguas glorias territoriales. Mientras la CIJ comienza a evaluar las nuevas denuncias de Camboya, la tensión persiste no solo en las colinas que separan ambos países, sino también en las calles de Bangkok, donde resurge el clamor por una reforma política estructural.

Con el gabinete de Shinawatra en plena reorganización, los analistas apuntan a un momento crucial para el futuro de la democracia tailandesa. “Este es solo el comienzo”, advirtieron manifestantes frente al Monumento a la Victoria, evocando los levantamientos estudiantiles de 2020. El pulso por el poder entre civiles, militares y nacionalistas continúa marcando el presente de un país que aún busca salir del eterno ciclo de crisis y golpes.

Crisis de gobernabilidad en Kenia


 

Kenia atraviesa una de las crisis más graves de gobernabilidad de las últimas décadas. Lo que comenzó como una conmemoración del aniversario de las multitudinarias protestas de junio de 2024 ha desembocado en una espiral de violencia, represión y malestar social que amenaza con desbordar a un gobierno cada vez más cuestionado por su gestión política y económica.

El pasado 25 de junio, miles de personas —en su mayoría jóvenes— salieron nuevamente a las calles de Nairobi, Mombasa y otras grandes ciudades del país para recordar a los al menos 60 manifestantes asesinados un año atrás por la policía durante las protestas contra una ley de aumento de impuestos promovida por el presidente William Ruto. Esta vez, las cifras oficiales, recogidas por Amnistía Internacional, cifran en 16 los muertos por disparos de las fuerzas de seguridad y en más de 400 los heridos, 83 de ellos en estado grave.

El epicentro de las manifestaciones fue la capital, Nairobi, donde edificios gubernamentales y comercios fueron saqueados e incendiados. El Gobierno reaccionó con dureza: gases lacrimógenos, cañones de agua y un apagón informativo que incluyó la suspensión de transmisiones en directo y el bloqueo de redes sociales como Telegram y X. “Lo que ocurrió ayer no fue una manifestación. Fue terrorismo disfrazado de protesta”, declaró el ministro del Interior, Kipchumba Murkomen, quien incluso habló de un intento de golpe de Estado frustrado.

Pero detrás del estallido hay algo más profundo que simples actos vandálicos. Los manifestantes, que portaban pancartas con los nombres de los asesinados en 2024, reclamaban justicia por el reciente asesinato bajo custodia policial del bloguero Albert Ojwang, una figura popular entre la juventud keniana. Su muerte, atribuida a golpes recibidos durante el arresto, ha encendido aún más los ánimos.

Una generación sin futuro

Las protestas están lideradas por jóvenes de la Generación Z —nacidos entre mediados de los años noventa y la primera década de este siglo— que ven esfumarse las promesas de progreso que William Ruto les hizo durante la campaña de 2022. El desempleo juvenil supera el 30 %, la inflación se mantiene en torno al 8 % anual, y la deuda pública ya alcanza el 70 % del PIB. A esto se suma un Estado percibido como corrupto, ineficiente y represivo.

“La situación económica es insoportable. Nos prometieron trabajo, pero lo que tenemos es represión, impuestos imposibles y desapariciones forzadas”, denuncia Rodgers, un activista del Movimiento de Justicia Social. Para él, la lucha no es solo contra el alza de impuestos, sino contra “un sistema definido por el autoritarismo, la violencia policial, la dominación extranjera y la privatización de todos los bienes públicos”.

De la conmemoración al caos

Lo que comenzó como una vigilia pacífica acabó degenerando en una jornada de violencia que dejó una capital en ruinas. Comerciantes como Josephine Apondi han perdido todo: “Saqueadores robaron teléfonos y electrónicos por más de dos millones de chelines (U$S 20.000). Es algo en lo que hemos invertido toda la vida”, lamenta. Edificios emblemáticos como la Casa Musa, el más importante centro comercial y sede de empresas multinacionales sito en el centro de Nairobi, fueron reducidos a cenizas. Las protestas se extendieron a 27 de los 47 condados del país.

Amnistía Internacional ha denunciado ejecuciones extrajudiciales y el uso de munición real por parte de la policía. La Comisión de Derechos Humanos de Kenia ha exigido una investigación independiente, mientras que la ONU ha expresado su “profunda preocupación” por los abusos cometidos.

¿Un punto de no retorno?

La situación abre un horizonte incierto. William Ruto ha optado por endurecer el discurso y promete “mano dura” para evitar que “Kenia caiga en la anarquía”. Sin embargo, los analistas advierten que la represión solo puede radicalizar aún más a un movimiento que ha demostrado una notable capacidad de organización y articulación política desde abajo.

“La crisis en Kenia es política, económica y sistémica. Es una crisis de legitimidad”, asegura Rodgers. La desafección hacia las élites políticas tradicionales, la desigualdad creciente y la falta de horizontes han cristalizado en un movimiento intergeneracional que ya no teme enfrentarse al poder establecido.

La posibilidad de que el país, considerado durante años uno de los más estables del África subsahariana, se adentre en un ciclo de protestas incontrolables y represión violenta preocupa tanto a la comunidad internacional como a los actores económicos regionales. “El futuro inmediato dependerá de la capacidad del Gobierno para abrir canales de diálogo y de su voluntad de reformar un sistema cada vez más disfuncional”, sostiene Irungu Houghton, director de Amnistía Internacional en Kenia.

Por ahora, lo único claro es que la rabia ha vuelto a las calles y que la Generación Z de Kenia no está dispuesta a callar.

 

viernes, 27 de junio de 2025

Marruecos consolida nuevos apoyos para su Plan de Autonomía


 

Guatemala y Eslovaquia se suman al respaldo global a la propuesta de un Plan de Autonomía para la Región del Sáhara, en el contexto de alianzas estratégicas forjadas por el Rey Mohammed VI

Por Adalberto Agozino

Marruecos continúa cosechando éxitos diplomáticos en su empeño por consolidar apoyos a su “Propuesta para la Negociación de un Estatuto de Autonomía en la Región del Sáhara”, presentada ante la ONU en 2007. En las últimas semanas, países de diversas regiones, entre ellos Guatemala, Panamá y Eslovaquia, han expresado su respaldo explícito al plan marroquí, en un movimiento que confirma el creciente aislamiento del Frente Polisario y la pérdida de peso internacional de sus tesis independentistas.

Estos respaldos no son fruto del azar, sino el resultado de una sostenida estrategia diplomática impulsada personalmente por el Rey Mohammed VI, quien ha situado la cuestión del Sáhara en el centro de la acción exterior del Reino. Bajo su liderazgo, Marruecos ha tejido una red de alianzas estratégicas que abarca África, Europa, América Latina y el mundo árabe, consolidando la posición de Rabat como un socio fiable, estable y con visión de futuro.

Guatemala y la visión intercontinental

Uno de los apoyos más significativos provino esta semana de Guatemala. Durante una visita a la ciudad de Dajla, el embajador guatemalteco en Marruecos, Marco Tulio Gustavo Chicas Sosa, destacó el potencial económico de la región y su papel como “puente estratégico entre África y América Latina” gracias a su ubicación atlántica y la visión regional promovida por el Reino. “Dajla reviste una importancia particular para Guatemala, debido a su ubicación en el corazón del Atlántico y a la visión marroquí orientada hacia África”, subrayó el diplomático.

El embajador centroamericano no dudó en elogiar la “dinámica de desarrollo” de la zona y los grandes proyectos en curso, como el puerto atlántico y el gasoducto panafricano, iniciativas que se inscriben en el marco de la cooperación Sur-Sur impulsada por Mohammed VI. Estos proyectos no sólo refuerzan la soberanía marroquí sobre el territorio, sino que lo integran económicamente en el continente africano y lo vinculan con socios latinoamericanos.

El respaldo de Guatemala se hizo aún más visible cuando su delegación en el Parlamento Centroamericano (PARLACEN) rechazó enérgicamente una declaración pro-Polisario emitida por el vicepresidente del Grupo Parlamentario de Izquierda, el nicaragüense José Antonio Zepeda. Guatemala tildó de “impropia e ideologizada” la posición del diputado y reiteró su apoyo firme a la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental. “Marruecos es un socio estratégico clave en el fortalecimiento de los lazos entre África y Centroamérica”, afirmó la delegación guatemalteca, liderada por el expresidente Alejandro Giammattei.

El respaldo europeo de Eslovaquia

El frente europeo también ha sido reforzado. Eslovaquia y Marruecos firmaron recientemente un memorando de entendimiento para establecer un mecanismo de consultas políticas, en el que ambas partes reafirmaron su compromiso de profundizar las relaciones bilaterales. En su declaración conjunta, Bratislava y Rabat se comprometieron a reforzar el diálogo político, intensificar los contactos interparlamentarios y cooperar en cuestiones clave como la seguridad, el cambio climático y la migración.

Aunque la declaración es prudente, en el marco de la diplomacia europea, la implicación de Eslovaquia representa un espaldarazo más al enfoque marroquí, en particular por el énfasis conjunto en la integridad territorial y la estabilidad regional. Ambos países se congratularon, además, por el apoyo mutuo de sus candidaturas al Consejo de Seguridad de la ONU para el periodo 2028-2029, lo que da cuenta de una visión compartida en temas clave del orden internacional.

Una diplomacia real con visión estratégica

El rey Mohammed VI ha convertido la defensa de la marroquinidad del Sáhara en una prioridad de Estado. La fórmula marroquí, basada en un estatuto de autonomía amplio bajo soberanía nacional, ha sido calificada por múltiples actores internacionales como la opción “más seria, creíble y realista” para alcanzar una solución política duradera. Así lo expresó recientemente el ministro de Exteriores de Panamá, Javier Martínez-Acha, quien durante una visita a Rabat subrayó que la propuesta marroquí “debería ser la única solución para el futuro”.

Los apoyos que ha logrado Marruecos no solo consolidan su posición en los foros multilaterales, sino que restan legitimidad al Frente Polisario, cada vez más aislado y sostenido principalmente por Argelia. La decisión de varios países latinoamericanos de romper relaciones con la autoproclamada e inexistente “RASD” marca un punto de inflexión geopolítico en el que el plan de autonomía se convierte, de facto, en la única alternativa viable sobre la mesa.

África y América Latina, unidas por Dajla

En este contexto, la bella ciudad – puerto de Dajla emerge como símbolo de la nueva diplomacia marroquí: un enclave que proyecta la modernización del Sáhara y lo convierte en plataforma de conexión entre continentes. La cooperación Sur-Sur, la inversión en infraestructuras y el impulso a la integración regional son las herramientas con las que Rabat pretende no solo resolver un diferendo territorial, sino redibujar el mapa de alianzas globales.

Como expresó el vicepresidente del Consejo Regional de Dajla-Ued Eddahab, Moulay Boutal Lembarki, estas acciones son parte de “la iniciativa real para el acceso de los países del Sahel al Atlántico” y una manifestación concreta de la visión estratégica del monarca alauí.

El Sáhara no es ya un tema marginal en la diplomacia internacional. Gracias a una paciente y firme acción diplomática, impulsada por Su Majestad el Rey Mohammed VI, Marruecos ha logrado situar su Propuesta de Autonomía en el centro del debate global. Un logro indiscutible de la diplomacia real y un testimonio de cómo la estabilidad y el desarrollo pueden ser, en sí mismos, herramientas de soberanía.

 

jueves, 12 de junio de 2025

Bolivia: elecciones en medio de la creciente violencia y el colapso institucional

En Bolivia la pugna entre Arce y Morales no es sólo un conflicto de liderazgos, sino que se ha convertido en una disputa por el control de los pocos recursos que aún conserva el Estado.

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Buenos Aires – Bolivia se aproxima a las elecciones generales del 17 de agosto bajo un clima político cada vez más inflamable. La campaña electoral ha sido eclipsada por una escalada de violencia, choques armados entre manifestantes y fuerzas del orden, bloqueos de rutas y una crisis institucional que ha dejado al país sin garantías claras sobre la transparencia del proceso. En este contexto, las disputas internas dentro del oficialismo y el descrédito del sistema judicial debilitan la posibilidad de unas elecciones legítimas y pacíficas.

La fractura entre Evo Morales y el presidente Luis Arce, ambos referentes del Movimiento al Socialismo (MAS), ha arrastrado al partido oficialista a una división sin retorno. Morales, inhabilitado constitucionalmente para presentarse por cuarta vez, ha sido proclamado “único candidato” por sus bases más radicales, que lo respaldan incluso frente a una orden de captura por un caso de trata de personas. Desde su bastión en el trópico de Cochabamba, Morales impulsa bloqueos que paralizan parte del país y generan un clima de rebelión creciente.

Las consecuencias de esta movilización son graves: en menos de una semana murieron cuatro policías en enfrentamientos con seguidores del exmandatario. En Llallagua y Oruro, las patrullas policiales fueron blanco de disparos, sus vehículos incendiados y sus agentes tomados como rehenes. En paralelo, el desabastecimiento de combustible y alimentos, producto de los cortes de rutas, agudiza la crisis económica y genera un ambiente de desesperanza entre los ciudadanos.

Por su parte, el gobierno de Arce respondió con una ofensiva conjunta de policías y militares, autorizando operativos para liberar las rutas bloqueadas. Pero la violencia no cede, y las declaraciones de ambos bandos no hacen más que echar leña al fuego. Mientras el presidente, que se niega a renunciar, promete “mano dura” para defender el orden constitucional, Morales asegura que el pueblo se subleva ante la “judicialización de la política” y denuncia persecución.

Este enfrentamiento va mucho más allá de la competencia por el liderazgo del MAS. Se trata de una disputa por el control del aparato estatal en un país con reservas internacionales en caída, inflación en alza y un sistema judicial sumido en el descrédito. La suspensión indefinida de las elecciones judiciales, la prórroga de magistrados por decreto y la supresión de las primarias presidenciales han vaciado de contenido al proceso democrático.

En las regiones rurales, donde la autoridad del Estado es débil, los sindicatos cocaleros afines a Morales imponen su ley. En las ciudades, la clase media observa con creciente hartazgo cómo se disuelve el orden institucional. La violencia en La Paz, donde manifestantes intentaron tomar por la fuerza la plaza Murillo, sede del gobierno, o los disturbios en Cochabamba, donde se enfrentaron con gases y petardos, son apenas síntomas de una polarización que amenaza con salirse de control.

La oposición, agrupada en un “bloque unido” de centroderecha, intenta capitalizar el caos sin lograr aún un liderazgo claro. Mientras tanto, sectores civiles, empresariales y académicos reclaman una salida institucional que garantice elecciones limpias y pacíficas. Pero el reloj avanza, y con él la posibilidad de que la violencia termine por impedir un proceso electoral normal.

La violencia preelectoral no es un fenómeno nuevo en Bolivia, pero adquiere una dimensión inquietante cuando se combina con un panorama económico cada vez más precario. La inflación, aunque oficialmente contenida en cifras moderadas —un 2,1 % interanual, según el INE—, convive con una escasez creciente de productos importados, un mercado negro del dólar en expansión y un déficit fiscal estructural que el Gobierno apenas logra disimular con discursos de soberanía económica.

Bolivia, marcada por las heridas aún abiertas de 2019, cuando la salida forzada de Evo Morales derivó en una transición turbulenta, corre el riesgo de repetir una historia de colapsos. Si no se restablecen las condiciones mínimas de legalidad y convivencia democrática, el país podría enfrentarse a un nuevo ciclo de ingobernabilidad.

Las elecciones de agosto ya no solo decidirán quién ocupará la presidencia: podrían definir si Bolivia mantiene en pie su frágil democracia o se precipita en una crisis irreversible.

 

sábado, 7 de junio de 2025

Hammouchi en Moscú: Marruecos consolida su rol como pilar de la seguridad global


 

Marruecos ha vuelto a posicionarse como un actor clave en el tablero de la seguridad mundial. La figura central de esta proyección internacional es Abdellatif Hammouchi, el discreto pero influyente director general de la Seguridad Nacional y de la Vigilancia del Territorio del Reino, quien participó activamente en la 13ª Reunión Internacional de Altos Representantes para Asuntos de Seguridad celebrada en Moscú.

 

Buenos Aires 7 de junio de 2025

En un escenario internacional marcado por tensiones geopolíticas, amenazas cibernéticas y la persistencia del terrorismo transnacional, la cita, organizada por el Consejo de Seguridad ruso y presidida por Serguéi Shoigú, reunió a delegaciones de más de cien países, incluidos miembros del FSB ruso, el FBI estadounidense y agencias de inteligencia de África, Asia, Europa y América Latina. En este contexto, Hammouchi no fue un invitado más: fue protagonista.

Desde el atril principal, el alto funcionario marroquí instó a construir una “infraestructura común e indivisible de seguridad global”, basada en la cooperación horizontal, la confianza mutua y el intercambio rápido y seguro de información. “No puede haber seguridad verdadera si no es compartida”, sentenció ante una audiencia atenta.

De bastión regional a referente global

El ascenso de Marruecos como potencia en materia de seguridad no es casual ni repentino. Detrás de este salto estratégico se encuentra la reforma profunda del aparato de inteligencia y seguridad nacional impulsada por el Rey Mohammed VI desde hace más de una década. Bajo su liderazgo, el país ha pasado de ser un punto vulnerable de tránsito para redes criminales a convertirse en un nodo central en la contención del crimen transfronterizo.

En dicho esquema de seguridad, Abdellatif Hammouchi constituye una pieza clave. Nacido en 1966 en Beni Ftah y formado en Derecho en la Universidad de Fez, ingresó en el servicio secreto marroquí en los años noventa. Su perfil técnico, reservado y eficaz lo llevó rápidamente a posiciones de mando. En 2005 fue designado jefe de la DGST, y en 2015, el rey Mohamed VI le confió también la DGSN, convirtiéndolo en el primer marroquí al frente de ambos aparatos estratégicos.

Desde entonces, ha modernizado la Policía, creado un laboratorio de criminalística de referencia en Casablanca, fundado un instituto de formación policial internacional en Ifrán y profesionalizado un sistema de seguridad que ya coopera de igual a igual con agencias como el FBI, Europol, la CIA y la inteligencia alemana.

Una diplomacia de seguridad al servicio de la estabilidad

En Moscú, Hammouchi no sólo ofreció discursos. También mantuvo reuniones bilaterales con el FSB ruso y otros servicios homólogos para estrechar la cooperación en ciberseguridad, antiterrorismo y lucha contra el crimen organizado. Marruecos ha demostrado que la diplomacia no se ejerce únicamente desde los ministerios de exteriores: hoy la seguridad es también una herramienta de política internacional.

Los resultados están a la vista. Marruecos fue elegido para acoger la 93ª Asamblea General de INTERPOL, se ha integrado a redes africanas de ciberseguridad y ha firmado memorandos clave con países como España, los Emiratos Árabes Unidos, Qatar o Sri Lanka. Además, su colaboración en la Copa Mundial de 2022 en Doha y en los Juegos Olímpicos de París 2024 fue decisiva para el éxito de los dispositivos de seguridad.

Un modelo de seguridad con rostro humano

A diferencia de muchos sistemas de inteligencia cerrados y opacos, Hammouchi ha promovido una cultura de seguridad próxima a la ciudadanía. Ha abierto las puertas de la policía al talento femenino, fomentado la inclusión y liderado campañas de desradicalización juvenil. En paralelo, ha reforzado la vigilancia de las fronteras y anticipado amenazas emergentes, como los ataques cibernéticos, con una estrategia nacional hasta 2030.

Este equilibrio entre firmeza operativa y respeto a los derechos humanos le ha valido múltiples condecoraciones internacionales, entre ellas, la Medalla de Honor de la Policía Nacional de Francia y la Medalla Príncipe Nayef de Seguridad Árabe.

El Sur toma la palabra

La presencia de Hammouchi en Moscú simboliza más que la excelencia técnica de un servicio de inteligencia: representa la afirmación del Sur global como interlocutor estratégico en un mundo cada vez más multipolar. En un momento en que las viejas arquitecturas de seguridad muestran signos de fatiga, la propuesta marroquí de una cooperación equitativa y horizontal suena no sólo razonable, sino necesaria.

“Ya no somos un país de tránsito para los estafadores. Somos un nodo de seguridad que los enfrenta”, dijo Hammouchi. Con él, Marruecos no solo protege sus fronteras: contribuye activamente a la construcción de un orden internacional más seguro y justo.

En los pasillos del foro de Moscú, muchos vieron en Hammouchi no solo a un director de inteligencia, sino a una figura de Estado con visión estratégica. Marruecos, bajo las expresas directivas de Su Majesta, Mohammed VI, ha dejado de ser un actor periférico de la seguridad global para convertirse en una bisagra entre continentes y un socio confiable en tiempos inciertos. Una posición que, en el nuevo mundo que se dibuja, no es menor.

 

 

lunes, 2 de junio de 2025

Crece la sintonía estratégica entre Rabat y Londres


Un nuevo triunfo diplomático del rey Mohammed VI refuerza el reconocimiento internacional de la soberanía marroquí sobre su territorio del sur, con una alianza estratégica con el Reino Unido, mientras Argelia expresa su malestar e impotencia.

Buenos Aires, 2 de junio de 2025

En un giro diplomático de alto calibre, el Reino Unido anunció oficialmente su respaldo al propuesta de un Plan de Autonomía para la región del Sáhara, presentado por el Reino de Marruecos ante Naciones Unidas, en 2007, como “la base más creíble, viable y pragmática” para resolver el prolongado conflicto del Sáhara. La decisión, formalizada mediante una declaración conjunta en Rabat, marca un hito en las relaciones bilaterales y refuerza la posición de Marruecos en el escenario internacional. Se trata, sin duda, de una victoria diplomática significativa atribuida al liderazgo estratégico del rey Mohammed VI.

El ministro británico de Exteriores, David Lammy, y su homólogo marroquí, Nasser Bourita, firmaron el documento en el marco de la quinta sesión del Diálogo Estratégico Marruecos - Reino Unido. Londres, que durante décadas mantuvo una postura neutral, se une así a Estados Unidos, Francia y España en el reconocimiento de la propuesta marroquí como una solución realista, posible y justa. Se convierte, además, en el tercer miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU que respalda públicamente la propuesta de Rabat.

La declaración subraya la intención del Reino Unido de actuar a nivel bilateral y multilateral en consonancia con esta posición. Lammy anunció que la agencia británica UK Export Finance considera destinar hasta 5.000 millones de libras esterlinas a inversiones en todo Marruecos, incluidas las provincias del sur, lo que abre la puerta a una nueva etapa de cooperación económica.

Esta nueva postura refuerza la credibilidad del plan marroquí y representa un avance tangible hacia la resolución de un contencioso que ha frenado el desarrollo regional durante décadas”, destacó Bourita. Lammy, por su parte, elogió el papel de Marruecos como socio estratégico y reconoció la importancia del liderazgo del rey Mohammed VI en la promoción de la estabilidad y el desarrollo socioeconómico en África.

El Reino Unido y el Reino de Marruecos acordaron además profundizar su alianza estratégica en áreas clave como seguridad, defensa, comercio, innovación, cambio climático y derechos humanos. Ambos países destacaron la necesidad urgente de encontrar una solución definitiva al conflicto a través de la propuesta para Un Plan de Autonomía para la región del Sáhara.

El comunicado oficial no pasó desapercibido en Argelia. El Ministerio de Asuntos Exteriores argelino lamentó la decisión británica y calificó el plan de autonomía marroquí como “vacío de contenido”. El rechazo de Argel responde a su tradicional apoyo a los separatistas del Frente Polisario, que insisten en reclamar un impracticable referéndum de autodeterminación para el territorio, opción que ha ido perdiendo gradualmente respaldo en la escena internacional frente a la más realista propuesta marroquí de autonomía.

La reacción argelina pone de manifiesto el creciente aislamiento diplomático del eje Argel-Tinduf en un contexto donde más de un centenar de países ya reconocen la propuesta marroquí como la vía más viable para cerrar un conflicto que dura medio siglo.

La apuesta de Mohammed VI por una diplomacia activa, basada en la claridad y la ambición, ha permitido a Marruecos consolidar alianzas clave y transformar el Sáhara en un polo de atracción para la inversión extranjera.

Con la nueva postura de Londres, Marruecos suma un respaldo decisivo en su hoja de ruta hacia la consolidación de su soberanía sobre el Sáhara y fortalece su rol como actor geopolítico en África del Norte. La alianza sellada con el Reino Unido inaugura una etapa de cooperación estratégica que podría tener implicaciones profundas no solo para la región, sino también para la arquitectura diplomática global.

 

 

Una nueva estatua para un fantasma del pasado


 

Putin apela a la figura del dictador soviético Iósif Stalin para alentar el espíritu patriótico de los rusos tras tres años de guerra en Ucrania.

Buenos Aires — El pasado 15 de mayo, mientras la guerra sigue devastando Ucrania y el Kremlin intensifica su retórica patriótica, las autoridades rusas inauguraron en el centro de Moscú una estatua de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido por su seudónimo de Iósif Stalin – 1878 / 1953- (Stalin significa acero en ruso). El conjunto escultórico muestra a Stalin mirando sagazmente a lo lejos, flanqueado por trabajadores que lo veneran y niños que le ofrecen flores. La estatua, réplica de una que se retiró en 1966 durante una campaña de desestalinización, se convirtió con rapidez en una atracción: la gente le dejaba flores, se detenía a posar para hacerse fotos, incluso con sus hijos, o simplemente la observaban con detenimiento. 

El monumento se erige en  la estación Taganskaya de Moscú. Un homenaje que dice tanto del presente como del pasado: en la Rusia de Vladímir Putin, el dictador georgiano regresa no como símbolo del terror, sino como emblema del espíritu nacional.

Desde hace años, el Kremlin ensaya una relectura del siglo XX en la que Stalin —pese a sus crímenes— aparece como el artífice de la victoria sobre la Alemania nazi. Pero la presencia pétrea de su efigie en Moscú marca un salto cualitativo: no se trata solo de revisionismo histórico, sino de una herramienta política. En plena ofensiva sobre Ucrania, Putin invoca el espíritu de la Gran Guerra Patria para galvanizar la moral nacional. Y pocos iconos resultan tan potentes —y tan controvertidos— como Stalin.

El dictador soviético, fallecido en 1953, gobernó con puño de hierro durante tres décadas. El Estado policial creó la categoría de “enemigo del pueblo” para designar a los detenidos. Una vez capturado, el infortunado perdía su condición de tovarich (camarada) y se convertía en zeki: ya no era una persona, sino un nombre en una lista, destinado al fusilamiento o al Gulag.

La persecución se extendía a los familiares del condenado, convertidos en “la madre, la esposa o los hijos de un enemigo del pueblo”. Estos, cuando escapaban de la cárcel, sufrían represalias: restricciones de movimiento, despidos laborales, prohibición de acceso a la universidad y otras sanciones.

Stalin utilizó primero esa etiqueta para eliminar a la “vieja guardia revolucionaria bolchevique” —Trotsky, Zinóviev, Kámenev, Piatakov, Rádek, Bujarin, Rýkov, entre otros—, a quienes su paranoia consideraba amenazas. Luego, cuando los planes quinquenales fracasaban, culpaba a sus ministros, acusándolos de espionaje y sabotaje al servicio del capitalismo. Tras sus “confesiones”, eran condenados y ejecutados.

La purga no se detuvo allí. Entre 1937 y 1938, alcanzó al Ejército Rojo: fueron eliminados tres de los cinco mariscales (Tujachevski, Yegórov y Blücher), 13 de los 15 generales de Ejército, 8 de los 9 almirantes, 50 de 57 generales de cuerpo, 150 de 186 generales de división, y todos los comisarios de ejército. La represión se extendió a intelectuales, profesores, astrónomos, estadísticos, biólogos opositores al pseudocientífico Lysenko, y a médicos judíos acusados en la conspiración de las “Batas Blancas”.

Ni siquiera la NKVD escapó a la limpieza: su jefe, Nikolái Yezhov, fue ejecutado en 1940, acusado de crímenes que él mismo había perpetrado por orden de Stalin.

Para sostener esta maquinaria de represión, Stalin creó la red de campos de concentración conocida como Gulag (Glavnoye Upravlenie Lagerei). El premio Nobel Alexandr Solzhenitsyn estimó que veinte millones de personas pasaron por el sistema, y tres millones murieron en condiciones extremas, como en las obras del canal entre el mar Blanco y el Báltico.

La cifra pudo haber sido aún mayor. El 27 de marzo de 1953, dos semanas tras la muerte de Stalin, Lavrenti Beria ordenó la amnistía de 1.200.000 presos. Aun así, los campos siguieron saturados.

Stalin convirtió a la URSS en una superpotencia industrial y militar, pero a un coste humano catastrófico. La Gran Purga de los años treinta y el Holodomor —la hambruna causada por la colectivización forzada en Ucrania— han sido reconocidos como crímenes de lesa humanidad. En Ucrania, se considera un genocidio deliberado: millones murieron entre 1932 y 1933 mientras el grano era requisado por el Estado soviético.

Nada de eso fue recordado en la ceremonia. Las autoridades destacaron el “liderazgo decisivo” de Stalin en la derrota del nazismo y el “resurgir del orgullo ruso”. Al acto asistieron funcionarios del Gobierno, veteranos de guerra y miembros del Partido Comunista, que jamás renunció al culto del líder de acero. Algunos portaban banderas con la hoz y el martillo; otros, retratos de Stalin en uniforme de mariscal.

Tras la muerte del dictador, en marzo de 1953, el nuevo secretario general Nikita Jrushchov emprendió la desestalinización. En 1956, durante el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS, denunció sus crímenes en el célebre “Discurso Secreto”. Ese mismo año, el cuerpo embalsamado de Stalin fue retirado del mausoleo de Lenin y enterrado discretamente tras la muralla del Kremlin, entre las tumbas de Kalinin y Suslov.

Jrushchov fue también quien transfirió Crimea a Ucrania mediante un cambio administrativo. Esa cesión, hoy revivida por el conflicto, es uno de los ejes de la actual confrontación ruso-ucraniana.

Desde el inicio de la invasión en 2022, el Kremlin ha adoptado un relato que emula la Segunda Guerra Mundial. Kiev es descrita como un régimen “neonazi” y la ofensiva como una operación de “desnazificación”. Putin ha comparado la defensa de Donetsk con la resistencia de Leningrado. En ese marco, Stalin resurge como el comandante supremo que salvó la patria: un precedente que, según esta lógica, legitima la movilización nacional.

En 2021, Yuri Dmitriev, historiador que descubrió fosas comunes del estalinismo, fue condenado a 15 años por supuestos abusos contra su hija adoptiva, cargos que su entorno considera fabricados. El Museo del Gulag cerró en 2024 alegando fallos de seguridad y no ha vuelto a abrir. Su exdirector, Román Románov, fue destituido y las exposiciones están siendo reconfiguradas.

Ese mismo año, el Gobierno rebautizó el aeropuerto de Volgogrado como “Stalingrado”, recuperando el nombre que la ciudad ostentó entre 1925 y 1961, en homenaje a la célebre batalla y a su epónimo.

“La reestalinización progresiva del país es peligrosa no solo para la sociedad —porque justifica las peores atrocidades del Estado—, sino también para el propio poder”, advirtió Lev Shlósberg, político opositor del partido liberal Yábloko, que promovió una petición para desmontar el monumento en Moscú. “Tarde o temprano, la represión devora al gobierno que la impulsa”.

La rehabilitación simbólica de Stalin hiere profundamente la sensibilidad ucraniana y la de buena parte del mundo. Allí no se le recuerda como héroe, sino como el responsable de uno de los mayores crímenes del siglo XX. El Holodomor, reconocido como genocidio por decenas de países, sigue siendo una herida abierta. Su exaltación —en plena guerra y bajo el espectro del imperialismo ruso— agrava la fractura entre ambos pueblos.

Fuera de Rusia, la estatua ha suscitado indignación. La embajada ucraniana en Moscú denunció “la glorificación inaceptable del verdugo de Ucrania”. En Bruselas, el Parlamento Europeo pidió explicaciones. Organismos de derechos humanos alertaron sobre la “normalización del totalitarismo”.

Dentro del país, la sociedad se muestra dividida. Según el Centro Levada, la mayoría de los rusos tiene una visión positiva de Stalin, valorando su papel en la victoria de 1945 y la industrialización. Muchos justifican la represión como “necesaria” o creen que está exagerada por la propaganda occidental. Para las nuevas generaciones, formadas en una narrativa cada vez más nacionalista, el dictador aparece como un líder eficaz, severo, pero justo.

La nueva estatua de Stalin no es solo un homenaje de bronce: es un reflejo de la batalla por el relato histórico. En tiempos de guerra, el pasado se convierte en trinchera. Y el Kremlin, que necesita héroes más que verdades, ha elegido a uno de los más temibles. Como en los años más sombríos de su reinado, el acero vuelve a alzarse en Moscú. Esta vez, con la sonrisa tácita del poder.